Física y política

El premio Nobel Werner Heisenberg, físico alemán que desarrolló el “principio de incertidumbre”, tiene en su haber intelectual una frase importante: “Las ideas no son responsables de lo que los hombres hacen de ellas”. Si aplicamos esta reflexión a la idea de la democracia, habrá que concluir que la democracia no es responsable de la manipulación que sufre por parte de los políticos ni tampoco de sus declaraciones y comportamientos.

Partamos de esta base para afirmar que el proceso de investidura que estamos viviendo desvela con fuerza nuestra debilidad democrática en los siguientes términos:

-No hay cultura del diálogo. Se ha oxidado. Se ha pervertido. Empezó a manifestarse esta realidad con el tema catalán -un ejemplo perfecto de silencios y distancias estériles- y se ha ido manteniendo hasta ahora con la misma o mayor intensidad y alcance. Por más que afirmen lo contrario de forma solemne, los políticos no aceptan que el diálogo tiene que ser la clave de un sistema político que no busca el acuerdo absoluto, sino la convivencia en desacuerdo. Esa es su esencia y su riqueza frente a todos los demás sistemas. El último espectáculo de apariencia teatralizada de diálogo entre PSOE y Podemos demuestra hasta qué punto se desprecia esta clave democrática.

-La renuncia al diálogo y al consenso es especialmente peligrosa en estos momentos. Estamos viviendo una larga crisis económica sin la menor expectativa real de mejora a corto plazo, que está dando lugar a problemas serios de estabilidad social en todo el mundo y generando reacciones enteramente lógicas de rechazo a lo establecido por parte de aquellas personas -y son muchas- que viven en el lado oscuro, en el lado dramático de la situación actual. La desigualdad social creciente y la liquidación de las clases medias no pueden seguir siendo objetivos razonables. Habrá que ofrecer a estos ciudadanos compromisos más auténticos y más íntegros que les convenzan de que se van a afrontar sus problemas.

-Ante la ausencia de este género de compromiso los populistas y los demagogos están avanzando en todo el mundo. En los Estados Unidos, el país más desigual del mundo rico, el imparable y peligroso ascenso del republicano Donald Trump y la sorprendente resistencia frente a Hillary Clinton del demócrata Bernie Sanders, que se autocalifica de socialista y anti-Wall Street, están desconcertando a todos los analistas y generando inquietudes sobre el futuro político y económico del país más poderoso del mundo. Lo mismo está sucediendo ya en varios países y acabará afectando a muchos otros. En Europa tenemos dos casos que confirman claramente esta tendencia, aun partiendo de situaciones políticas distintas. En Irlanda, a pesar de una buena gestión económica, ha perdido la coalición de centro-izquierda entre Fine Gael y el partido laborista, y aunque el centro-derecha que representa Fianna Fáil se ha recuperado con alguna fuerza, tampoco puede formar gobierno. En España, los dos partidos clásicos, el PP con su clara mayoría y el PSOE que representaba la oposición, han sufrido la mayor pérdida de representación de su historia, como consecuencia de la inconsciencia sobre lo que estaba pasando, su inmovilismo en todos los campos y los problemas de corrupción. El voto de rechazo a su actuación, muy especialmente el del voto joven, ha generado la irrupción de dos nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, que al igual que en Irlanda han provocado una situación de “impasse” político, que entre unos y otros están logrando que parezca insoluble. Y eso no es cierto en modo alguno.

-La radicalización ya no tiene sentido ni justificación ideológica. Tanto la derecha como la izquierda, en sus distintas formas y modalidades, han ido renunciando a un gran número de principios básicos, en una enconada lucha para buscar el centro, es decir, el espacio del voto mayoritario, el lugar que ocupan unos ciudadanos que no quieren oír de extremismos, sino de eficacia social y económica, seguridad personal y estabilidad pública, todo lo cual implica una lucha abierta y decidida contra la corrupción y la desigualdad crecientes. Es comprensible que, ante el temor de aparecer como responsables de unas nuevas elecciones en las que serían penalizados, los partidos políticos pongan en marcha todos los mecanismos de marketing y de comunicación que eviten o reduzcan el impacto de este riesgo. Este va a ser el triste -y a veces indigno- espectáculo con el que nos van a intentar manipular “ad nauseam” hasta el 2 de mayo. Pero lo que ya no pueden alegar -aunque lo alegarán- es que las diferencias de opinión -incluidas las reales y las ficticias- sobre los problemas actuales de España les impidan llegar a acuerdos concretos. Basta con observar lo que sucede en el panorama internacional y también en el nacional para llegar a la conclusión de que no es en absoluto la ideología, sino exclusivamente los intereses partidistas y aún más las ambiciones, vanidades y protagonismos humanos, la que bloquea el diálogo culto, honesto y civilizado que requiere este momento histórico.

Hay que crear un nuevo ambiente que dé lugar a un nuevo pacto social que sosiegue y vertebre a todos los pueblos de España. Para ponerlo en marcha, lo primero que hay que aceptar es que la magnitud de las nuevas realidades sociológicas y las circunstancias políticas y económicas globales obligan a recurrir a tratamientos innovadores y a fórmulas flexibles.

El premio Nobel Ilya Prigogine, un físico y químico belga nacido en Rusia, anunció a finales del siglo pasado “el fin de las certidumbres” que él aplicaba al mundo de las ciencias, pero su teoría acabó expandiéndose a todas las áreas del conocimiento humano. Vamos a tener que acostumbrarnos a sobrevivir con muy pocas seguridades intelectuales y a convivir con la duda como asidua y leal compañera y con lo imprevisible como algo natural y necesario. Renuncien pues nuestros políticos lo antes posible a sus pretendidas convicciones dogmáticas, piensen y valoren el coste moral y económico que generan con sus tácticas y sus juegos irresponsables y definan de una vez la solución sensata y estable que tienen la obligación de pactar.

Demos por seguro que lo harán. Al final esta situación -haya o no elecciones- se resolverá muy positivamente. Los partidos clásicos habrán aprendido la lección de que tienen que renovar y modernizar sus mensajes, sus estructuras y también su “dramatis personae”. Por su parte, los nuevos partidos (cada vez más viejos y más mimetizados con los clásicos) son ya conscientes, y lo serán cada vez más, de que el tránsito de una idea a su vertebración política es muy duro y peligroso, y sobre todo que el ejercicio del poder modera y educa en cantidad. Y la ciudadanía votará, a partir de ahora, con especial cuidado y con más intención y claridad. ¿Qué más se puede pedir?

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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