Fontarrón demuestra por qué hace falta una verdadera izquierda social

Una protesta ciudadana en el distrito madrileño de Vallecas.
Una protesta ciudadana en el distrito madrileño de Vallecas.

Desde hace diez años me dedico a una abogacía que no acapara focos mediáticos y a la que no se consagran novelas ni películas. Una abogacía de barrio, de pequeño despacho, eso que los horteras llaman ahora despacho boutique. Una abogacía donde la clase social y las famosas condiciones materiales son algo más que el latiguillo retórico de los grupos juveniles que juegan a hacer la revolución desde sus ordenadores y smartphones de última generación.

Entre guardia del turno de oficio e impugnación del último despido improcedente de un trabajador (los despidos nulos, con readmisión obligatoria, son ya una reliquia difícil de encontrar; si la empresa se quiere quitar a alguien de encima, se lo quita) suelo pasar consulta jurídica en Vallecas todas las semanas. En particular, en el barrio de Fontarrón, bautizado por algunos titulares como "la aldea gala de Vallecas".

Fontarrón es producto de la lucha vecinal de varias décadas. En Vallecas, a decir verdad, siempre ha existido un tejido asociativo y vecinal muy potente. Durante los años 70 se produjo, tras durísimas luchas, el realojamiento de los vecinos que vivían en casas bajas, infraviviendas o chabolas.

Era una época de lucha colectiva, en la que ninguna conquista se consideraba graciosa, casual o caída del cielo, sino el justo resultado de la organización y las luchas colectivas. El compromiso social como forma de vida. El movimiento vecinal fue punta de lanza de una verdadera transformación colectiva, en un tiempo donde aún el bien común desempeñaba un papel preponderante en el imaginario colectivo.

Hace un par de semanas, saliendo de la Asociación de Vecinos de Fontarrón, cogí, como suelo, el autobús 141 de vuelta hacia Atocha mascullando una noticia desagradable. La sucursal bancaria del barrio cerraba, tras diferentes fusiones entre entidades bancarias. En un barrio de unos 7.000 vecinos, la noticia, en apariencia baladí, resulta demoledora. Vecinos de condición trabajadora, pocos recursos económicos, algunos de avanzada edad y con problemas de movilidad, se verán obligados a un desplazamiento innecesario para hacer gestiones o trámites sencillos.

La otra opción, previsiblemente, será seguir cultivando la brecha digital de los mayores. Otra fórmula pomposa, la de brecha digital, que, como siempre, rellena simposios y anticipa gestos circunspectos cuando los focos apuntan. Cuando los focos se apagan, siguen dejando a su paso una estela de tinieblas, las propias de las cartas marcadas de por vida, en las que edad y clase social son factores que convergen para determinar la exclusión social de muchos.

Más allá de la labor jurídica que haya podido realizar allí durante todos estos años, la verdad es que Fontarrón y sus vecinos me han enseñado mucho más de lo que yo les haya podido aportar. De eso estoy seguro.

Tiraron por tierra cualquier conato de arrogancia intelectual de adolescencia y corrigieron algunos errores ideológicos cultivados durante aquellos años. La mano invisible jamás llegó a Vallecas, tal vez ese sería el mejor resumen posible. Tampoco el orden espontáneo o el natural y justo reparto de la riqueza, que subyace en todas las prédicas liberales contra el Estado, los impuestos, la redistribución o los servicios sociales.

En Fontarrón no sobra un ápice, sino que falta mucho Estado. Buen Estado, sí, uno fuertemente social, que no haga dejación clamorosa de sus funciones. Como ha ocurrido durante demasiado tiempo, en ese y en muchos otros barrios obreros.

Mientras que los derechos laborales se iban achicando en sucesivas reformas laborales, las que flexibilizaban modificaciones sustanciales, recortaban indemnizaciones, liberalizaban despidos y machacaban condiciones salariales, el mercado no solucionaba los problemas de la gente del barrio. Paro, precariedad y falta de expectativas conformaban el explosivo cóctel que ensanchó la brecha social y agredió, incluso, la esperanza de vida de los vecinos. Hasta semejantes extremos operan las consecuencias de la desigualdad.

Al mismo tiempo que los abusos bancarios se multiplicaban, cientos de vecinos se vieron involucrados en dantescos procedimientos de ejecución hipotecaria en los que una decena de cláusulas abusivas les hacían perder sus viviendas y su futuro.

Todo eso ocurría ante la total inacción de un Estado pasivo y aquiescente ante el libre funcionamiento de un mercado volcado en maximizar los beneficios del capital y de la economía financiera, agresivamente insensible ante los derechos de los más humildes.

El exvicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en su antiguo piso de Vallecas.
El exvicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en su antiguo piso de Vallecas.

En Fontarrón, la única identidad que aglutina a todos es la de clase. Entre las calles de Marismas y Ramón Pérez de Ayala, es difícil imaginar un escenario electoral como el francés.

La izquierda tradicional, más nominal que real, resiste en las urnas, a pesar de todos sus desatinos. No hay atisbo de oscilación electoral obrerista hacia Vox, un partido que aboga por desregular aún más las relaciones laborales, acentuar si cabe las políticas fiscalmente regresivas o liberalizar el suelo. ¡Liberalizar el suelo en un barrio donde la vivienda social, con sus estándares ridículos y sus condiciones maltrechas, supone un asidero vital para miles de personas!

Con semejantes ideas de bombero, es difícilmente imaginable un escenario como el francés, en que el voto obrero hace tiempo que encontró un escalofriante refugio en una formación de génesis neofascista, ahora matizada por una capa de maquillaje liberal para competir en segunda vuelta con algo más de opciones contra el candidato de las élites.

Las admoniciones voxistas a favor de la soberanía, las que van desde Jorge Buxadé hasta el seudosindicato Solidaridad, más preocupado por canalizar la obsesión anticomunista en un tiempo sin apenas comunistas que en resolver los problemas reales de los trabajadores, cuando se encuentran con la necesidad de una traducción real, siguen deviniendo en políticas para conservar los privilegios de los privilegiados.

Que la situación francesa no sea extrapolable a España, de momento, no implica que nuestro escenario resulte tranquilizador. Fontarrón, símbolo de lucha obrera y de la acción colectiva, constituye simbólicamente una verdadera aldea gala en tiempos de individualismo e identidades fragmentarias, que rompen la única ligazón colectiva posible: el hilo rojo de clase.

En Fontarrón,  antiguo barrio del exvicepresidente Pablo Iglesias, resulta difícil de aguantar una campaña hueca de marketing más. Ha habido demasiadas: las camisas del Alcampo, las alharacas vacías sobre el barrio sin pisar el barrio y la gestualidad estridente sacrificada luego con decenas de contradicciones insostenibles.

Ni el identitarismo de una izquierda desdibujada, ni el fundamentalismo de mercado de la derecha, aceptado luego por la presunta izquierda cuando gobierna, aportan solución alguna para la vida de la gente.

La reforma laboral, lejos de ilusionar, se vive como lo que es: una pírrica victoria a los puntos, con algunos avances y demasiadas renuncias. Mientras que los contratos fijos discontinuos empiezan a generalizarse de nuevo en fraude de ley, como hace cinco minutos ocurría con los contratos por obra y servicio, las empresas siguen con las manos libres para despedir a su antojo y la Inspección de Trabajo continúa exigiendo medios e inversión que no llegan. Los contratos Covid llegan a su fin y las listas de espera de los centros de salud de barrios obreros como Fontarrón cada vez son más insoportables.

El gobierno más a la izquierda de la democracia está, para mucha gente trabajadora, bastante a la derecha. Las grandes causas de la nueva izquierda despiertan encono. No se termina de entender el potencial transformador de legislar considerando que cualquier realidad material es susceptible de autodeterminación. Pareciera como si las causas estructurales ya no importaran nada, y todo dependiera en última instancia de la voluntad individual de cada uno.

Barrio vallecano de Fontarrón.
Barrio vallecano de Fontarrón.

Por supuesto, la agenda de los socios nacionalistas de nuestra teórica izquierda, versada en encontrar cauce para la secesión de los ricos, despierta nulo entusiasmo en los barrios trabajadores. ¡Cuéntenles a los trabajadores de Fontarrón que la identidad de clase entre su barrio y Nou Barris no existe, que la metafísica etnonacionalista ha de pasar por encima de la renta o la clase social!

Fontarrón, barrio vacunado frente a las mitologías desregulatorias y antisociales del liberalismo minarquista que inunda tertulias y embelesa a algunos cuñados, pone de relieve la perentoria necesidad de atender una agenda de clase abandonada por la izquierda identitaria.

Es la demostración práctica, tan cruda como irrebatible, de que hace falta, como el comer, una izquierda social. Una izquierda que tenga claro que, más que agregar identidades o acomodar insolidaridades, hacen falta políticas sociales, justamente financiadas y de vocación transformadora.

Más y mejor Estado, sí. Pero al servicio de los trabajadores.

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

1 comentario


  1. Sr. del Valle, Ud. puede decir misa pero muchos vecinos de ese barrio tan rotundo mantienen en la poltrona a enormes farsantes como Pancho Antonio Sanchezstein y doña Fashionaria Chulísima, amén del caracarton de le petit Garçon. Todos ellos muy amigüitos de Puchdemon, de los boineros etasunos y demás parentela. Qué, como se le queda el cuerpo tras esa ristra.

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