Fórmula Cervantes

Si tuviéramos que hacer una lista de los españoles verdaderamente universales, la de aquellos ingenios patrios conocidos por cualquier persona alfabetizada y elementalmente instruida en la cultura mundial, la nómina incluiría al menos cuatro: tres pintores (Velázquez, Goya y Picasso) y un escritor. Y, entre esos cuatro, descuella, por encima de los pintores, el escritor, Cervantes, por el atractivo irresistible de su figura, su ejemplaridad afable y risueña, destinada a desplegar una influencia benéfica sobre el presente. ¿En qué reside ese encanto suyo tan extremado? La fórmula secreta cervantina –como la de la bebida gaseosa– se halla escondida en una cámara acorazada, hurtada a los ojos del mundo. Muchos han intentado abrirla. Propongo probar ahora una nueva clave por ver si introduciéndola gira por fin la llave y ceden las puertas. Se compone de tres cifras.

1. La primera es el idealismo de Cervantes. Don Quijote –su gran creación literaria– frisaba los cincuenta años cuando se echó al mundo enamorado del ideal caballeresco. Si en la primera parte de la novela Don Quijote sólo ve la realidad sublimada conforme a dicho ideal (ve gigantes donde hay molinos y de la incongruencia brota la comicidad), en la segunda, en cambio, ha dejado de alucinar: ahora los demás lo engañan con sus martingalas pero él ya no se engaña ni hace locuras; ve lo que ven todos y, pese a ello, contra la evidencia y el escepticismo del mundo, confirma incansablemente su empeño idealista. Como dice Luis Rosales, supera la doble tentación de considerar lo ideal como ilusión y a lo real como suficiente. Idealismo quijotesco que trae causa del idealismo original del propio Cervantes. También él frisaría los cincuenta cuando inició la composición de su obra maestra, una maestría que no se logra por casualidad sino que sólo puede ser fruto maduro de un «exceso de anhelo» cervantino, lo que él llama unas veces «deseo» y otras «ansia». «¿Quién pondrá rienda a los deseos?», se pregunta en una ocasión.

A la edad en que otros, cansados de la vida, dimiten de cualquier ambición de este mundo y se envuelven en la capa del cinismo, los dos, creador y criatura, emprenden la más grande aventura imaginable, caballeresca una, literaria la otra, movidos ambos por un entusiasmo otoñal hacia una imagen idealizada de lo humano que los eleva (extensio ad magna).

2. La modernidad alumbra la subjetividad en su paradójica naturaleza: dotado de dignidad de origen, abocado a la indignidad de destino (la muerte). El ideal del clasicismo clásico-medieval se torna problemático. Aspirar a él requiere un tratamiento distinto, menos lineal que antes, más indirecto.

La risa –la segunda de las tres cifras– es el rodeo inventado por Cervantes para narrarnos las vicisitudes de un idealismo moderno convincente. Sólo juzgaremos auténtico aquel ideal que, como el cervantino, soporta con éxito la prueba de la crítica y el humor. Con el Quijote sucede algo único. En una parodia, el parodiado –el avaro, el pedante, el hipócrita– se empequeñece ante la ridiculización de la que es objeto, y la risa que produce es de superioridad, displicente. Nuestra novela invierte los términos. El hidalgo, ese pobre hazmerreír, ese loco, demuestra en su tenor de vida una discreción, un comedimiento, un buen juicio, una liberalidad, un desprecio por su comodidad, una valentía, un señorío, un sentido de la justicia, una compasión por el débil y un entusiasmo por el ideal que inspiran en el más escéptico de los lectores modernos un movimiento de instantánea simpatía y el homenaje íntimo hacia esa dignidad y esa superioridad naturales.

La ironía que Cervantes usa con su personaje no es otra que la que se aplica a sí mismo en ese permanente juego –ley del estilo cervantino– de autoensalzamiento y autohumillación. En sus prólogos prodiga tanta información negativa sobre sí mismo, de forma tan innecesaria y desconcertante (su falta de letras, su paso por la cárcel, sus fracasos literarios, su pobreza y vejez, su divertido autorretrato), que sólo puede explicarse por la augusta seguridad que le confiere saberse «aquel que en la invención excede a muchos» (vale decir, a todos).

3. La fórmula quedaría incompleta si no se añadiese la tercera cifra de la clave. «La descortesía es algo que irrita siempre a Don Quijote (y a Cervantes)», observa con acierto Américo Castro. El hidalgo se comporta con amplia independencia de espíritu, pero, al mismo tiempo, se muestra siempre atento hacia los otros, gobernándose a sí mismo sin descanso, evitando el conflicto directo con la sociedad y guardando un respeto no servil a las instituciones constituidas. Y la novela en su conjunto nos sugiere la imagen de un Cervantes moderado, decoroso y cortés, presto a conceder a la realidad sus derechos y educado para controlar sus ímpetus personales y embridar sus deseos por consideración a los demás. Se diría que para él la realidad siempre tiene razón frente al yo, el cual acepta con modestia y de buena gana las limitaciones que aquélla le impone. En estos primeros pasos de la modernidad en los que se está gestando el subjetivismo más inflamado y se inicia el culto al genio romántico peraltado titánicamente por encima de las reglas comunes de convivencia, Cervantes personifica la discreción y el comedimiento. Opuesto a la figura del rebelde contestatario del Romanticismo, acata el mundo y sus convenciones, no condena ni extrae conclusiones definitivas, tampoco propone una lista cerrada de modelos obligatorios. Se mantiene al margen, abrazando todos los puntos de vista, sin tomar partido, dejando que el mundo siga su curso y permitiendo que en él cada uno juegue a su manera el juego de la vida. De ahí ese perfume de amabilidad general que emana la novela, bañada a veces de ondas de melancolía pero gozosamente afirmativa del mundo y de los hombres.

4. Idealismo, cortesía y chiste: he aquí las tres cifras de la clave. Prueba ahora con la cerradura de la cámara, lector ocioso. No me extrañaría que, aun si abriese sus puertas, inesperadamente halláramos otra caja fuerte dentro y a la postre la anhelada fórmula permaneciera secreta por los siglos. En todo caso, estarás de acuerdo conmigo en que España sería mejor, más cívica, más urbana, más humana, si se asemejase más a Cervantes, si imitara más su idealismo irónico y cortés, si fuera más cervantina. Y el resto del mundo, también.

Javier Gomá Lanzón, ensayista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *