Fortalecer la justicia

La inminente reforma del Código Penal tiene —desafortunadamente— puntos comunes con la reforma aprobada hace apenas dos años: las dos afirman ser las más duras de la democracia y las dos dicen responder a acontecimientos sociales significativos. Se apunta en la Exposición de Motivos del Anteproyecto que la reforma responde a “la necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de justicia”. Afirmación esta no exenta de ironía cuando, precisamente, se están tomando medidas que no consiguen sino todo lo contrario, tales como la extraordinaria subida de las tasas judiciales, la práctica anulación de los turnos de oficio, la eliminación de los Servicios de Orientación Jurídica, o los recortes en el funcionariado. Para fortalecer la confianza ciudadana en la justicia, cualquier modificación del Código Penal ha de tomar en consideración dos factores esenciales: la propia sociedad y el Derecho internacional.

En un Estado de derecho las reformas legislativas han de ser legítimas y esa legitimidad no se mide solo en apoyo parlamentario, sino que depende también de la necesidad de la reforma y de su oportunidad. En cuanto a la necesidad, es difícil entender que proceda endurecer la legislación penal —elevar las penas y crear delitos nuevos— en un país que tiene la tercera tasa de criminalidad más baja de la Unión Europea. Por lo que respecta al criterio de oportunidad, no escapa a nadie que esta reforma del Código Penal se plantea en un momento socioeconómico crítico, en el que las prioridades de la sociedad española están muy alejadas de la política criminal. Precisamente, los delitos respecto de los que el anteproyecto prevé un mayor incremento de las penas son los delitos contra el orden público y contra el patrimonio. El primer supuesto es, cuando menos, llamativo: se pretende aumentar las penas y crear tipos delictivos nuevos en un contexto de descontento y movilización social creciente, aun cuando es palpable que la paz social no se ha visto alterada de modo que justifique tal endurecimiento. En cuanto al segundo supuesto, la reforma, significativamente, no afecta a algunos delitos contra el patrimonio cuyas consecuencias son extremadamente graves, como es el caso del blanqueo de capitales o de los delitos societarios.

Falta por tanto en este proceso de reforma una explicación coherente y razonada de su necesidad y es fundamental fomentar un debate público, transparente, constructivo e informado, que tome en consideración el parecer tanto de expertos capaces de valorar las consecuencias que toda decisión penal conlleva, como de la sociedad civil en general. Es de suma importancia acudir a datos estadísticos y a estudios sobre las causas de cada tipo de delincuencia, sobre el alcance, prevalencia e incidencia de factores socioeconómicos y educativos. Tal enfoque objetivo, tomando en cuenta la realidad social, es esencial para el desarrollo de medidas efectivas. El recurso a reformas legislativas constituye tan solo uno de los pilares de la política criminal, que a su vez debe enmarcarse en un programa global, dotado de medios idóneos y adecuados —humanos, económicos y técnicos—. Una política criminal eficiente no puede basarse exclusivamente en el endurecimiento de penas, sino que han de desarrollarse medidas de prevención de la delincuencia, de educación y de apoyo social. En definitiva, una reforma de tan hondo y grave calado, como la del Código Penal, no puede hacerse de espaldas a la sociedad y de los operadores conocedores del ámbito judicial y penitenciario, tampoco de las organizaciones representativas de la sociedad civil y defensoras de los derechos humanos.

En un país que se dice a la vanguardia en la protección de los derechos humanos, estos han de ser tenidos en cuenta en toda reforma legal que tan directamente les afecte. El Derecho internacional no admite limitaciones legales a los derechos humanos que no respondan a criterios de proporcionalidad, necesidad, objetividad o razonabilidad e igualdad. Cuando están en juego libertades y derechos fundamentales de las personas, los anteproyectos de ley deben contar obligatoriamente con estudios técnicos previos de impacto en los derechos humanos.

Entre las obligaciones básicas que incumben a los Estados en virtud del Derecho internacional de los derechos humanos destacan tres deberes: proteger, respetar y realizar. En el caso de reformas legales entran en juego, sobre todo, los deberes de proteger y respetar. El deber de proteger, en el ámbito penal, implica la obligación de incorporar delitos previstos en instrumentos internacionales siguiendo las definiciones contenidas en dichos instrumentos. El deber de respetar conlleva que los Estados no puedan incurrir en actos o conductas que interfieran o restrinjan —directa o indirectamente— el disfrute de los derechos humanos si no se dan determinadas condiciones previstas en las normas internacionales.

Al ser la forma más drástica de intervención del Estado, el poder punitivo ni es ilimitado, ni puede ser utilizado de cualquier manera. Su ejercicio, de conformidad con la obligación de respetar, deberá responder a criterios preliminares básicos, como la razonabilidad-objetividad, la proporcionalidad, la eficacia y el respeto de la igualdad ante la ley. Así, el Comité de Derechos Humanos, órgano encargado de supervisar la correcta aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, del que España es parte, recuerda en la Observación General Nº 31 que “cuando se introducen restricciones, los Estados deben mostrar su necesidad y adoptar únicamente las medidas que resulten proporcionales a la consecución de los legítimos objetivos para lograr una protección constante y eficaz de los derechos del Pacto”.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también se ha pronunciado acerca de los requisitos que debe cumplir toda limitación de derechos reconocidos por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales. Así, la actividad legislativa y gubernamental de un Estado que suponga la restricción de un derecho debe responder a una exigencia social imperiosa debidamente justificada, ser proporcional con el objetivo legítimo perseguido e interpretada en un sentido muy restrictivo (asuntos Klass c. Alemania y Silver c. Reino Unido). En definitiva, aunque el legislador estatal goza de cierta discrecionalidad para imponer restricciones, no tiene poderes ilimitados, debiendo existir garantías suficientes y adecuadas contra los abusos. Y aunque los cambios en el seno de la sociedad pueden determinar la eventual necesidad de modificar las leyes, tal modificación debe estar presidida por la moderación y ponderación de los Gobiernos y legisladores al plantear las respuestas y argumentar las limitaciones.

El Gobierno aún tiene tiempo para abordar una reforma penal y procesal respetuosa con los principios generales y estándares internacionales, explicar por qué hay que cambiar o derogar determinadas medidas, así como valorar todas las opciones disponibles, no solo las jurídicas-punitivas, sino también de índole social y educativa. Por otra parte, la actual reforma es una oportunidad para introducir figuras delictivas internacionales (por ejemplo la desaparición forzada), cumpliendo así con obligaciones internacionales asumidas por España y hasta ahora descuidadas.

Si el Gobierno español quiere realmente lograr el objetivo de “fortalecer la confianza en la Administración de justicia”, es fundamental, primero, que analice las necesidades reales de la sociedad española; segundo, que les dé una respuesta adecuada, consultando y escuchando para ello a los operadores jurídicos y a los profesionales conocedores de la realidad criminal y penitenciaria. Es fundamental, también, que se entienda que el endurecimiento de la ley no traerá mayor seguridad ni resolverá aquellos problemas cuya solución se encuentra en otros ámbitos ajenos al derecho penal. Finalmente, ello solo podrá hacerse desde el respeto a las obligaciones internacionales y a las normas protectoras de los derechos humanos. Abogar por la seguridad incluye respetar y proteger la seguridad jurídica, alejándose de cálculos de oportunidad política y respetando las garantías esenciales en todo Estado de derecho.

Lydia Vicente, Alicia Moreno y Patricia Goicoechea son abogadas de Rights International Spain.

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