Foxá y la «memoria histórica»

En el último avatar de su vida, como duque consorte de Alba, Jesús Aguirre hacía todo lo posible y lo imposible por llevar dignamente la corona ducal. El peso de una corona no debe de ser muy llevadero, y un día en que le oprimía las sienes más de lo debido se consoló con su interlocutor del momento diciéndole: «Los Alba siempre hemos padecido de migraña». Del mismo modo, cuando alguien se excede en la valoración de mi prosa, yo digo que es cosa de familia, pues no en vano soy recontrapariente de dos de los mejores prosistas españoles del siglo XX, a saber, Ortega y Foxá. Mi parentesco con Ortega consiste en que un primo hermano mío contrajo matrimonio con una sevillana, cuya hermana mayor estaba casada con Carlos Delgado Barea, quien a su vez tenía una hermana casada con Miguel Ortega Spottorno, hijo de don José. El vínculo con Foxá es más simple, pues se reduce a que una cuñada mía era prima hermana de María Larrañaga de Seras, condesa consorte un día de Foxá. De ahí la pedantesca autoridad que me atribuyo cuando hablo de la prosa de estas dos glorias de nuestras letras. Confieso que cada vez que hablo de cualquiera de ellos lo hago desde un árbol genealógico en el que he tenido la avilantez de encaramarme, de suerte que por mucho que quiera no puedo ser imparcial.

Foxá y la «memoria histórica»Tampoco lo son, la verdad sea dicha, la mayoría de los estudiosos que de algún tiempo a esta parte se vienen ocupando de estos autores, y muy en particular de los del grupo de amigos en que estuvo Agustín de Foxá, a los que últimamente se viene llamando «la corte literaria de José Antonio», por el título de un libro muy difundido de los hermanos Carbajosa. El precursor de la «revisión crítica» de estos escritores fue el aragonés José Carlos Mainer con su libro Falangey-Literatura, de 1971, que me apresuré a comentar extensamente en el nº 306 de la revista Insula, comentario que empezaba así:

«Cuando José Carlos Mainer inició la publicación, en las páginas de INSULA, de una serie de artículos sobre la literatura triunfante en nuestra posguerra civil, no sabía uno muy bien si estaba asistiendo a una liquidación por derribo o a la instrucción de una causa criminal por responsabilidades culturales».

De estas líneas se desprende que tampoco Mainer era precisamente imparcial, pero su imparcialidad creó escuela y, como quiera que esa «corte literaria» era insoslayable, no tardarían en surgir, ya con el nuevo orden de cosas, numerosos seguidores de Mainer empeñados en el donoso escrutinio de esa «corte», cuyo atractivo literario se procuraba atemperar con el exorcismo ideológico.

La gran frustración de nuestra democracia es la de haber llegado pacíficamente al poder gracias a lo que en su día se denominó una «transición sin traumas», de suerte que en el terreno de la cultura, que es el que aquí interesa, se tuvo que conformar con sentar a los escritores más llamativos del llamado «franquismo» en el banquillo de los acusados aunque estuvieran muertos. Un ejemplo notorio fue la infame película El desen canto de Leopoldo Panero, perpetrada además por un hijo, si no me equivoco, de Marichu de la Mora, la nieta guapa y azul de don Antonio Maura, a diferencia de su hermana Connie, que era roja y fea.

A Foxá no se le entiende sin su doble condición, en lo estético, de modernista y futurista; en lo humano o si se quiere en lo político, de aristócrata y de falangista. Si por un lado añora el mundo feliz y amable de su niñez y adolescencia, en reales sitios, balnearios de moda y playas del Cantábrico, por otro es implacable con una mesocracia gazmoña y tristona, la España galdosiana amargada y resentida que su jefe político quería transformar en «faldicorta y alegre». No hay incompatibilidad entre lo uno y lo otro. La actitud de Balzac, por ejemplo, ante la burguesía es la que el rico por su casa venido a menos tiene frente al nuevo rico, al villano venido a más.

La infame «ley de la memoria histórica», impuesta por una izquierda revanchista con el asentimiento cómplice de una derecha vergonzante, que no tiene más objeto que el de retrotraernos a los tiempos y los hechos que hicieron la guerra civil inevitable, viene a refrendar las ambiguas reivindicaciones de la obra de unos autores condenándolos a la muerte civil a título póstumo. No hace mucho, con motivo de la muerte de Adolfo Suárez, se ha dicho que este y Felipe González han sido los grandes estadistas de la época contemporánea. En esto no estamos muy desencaminados, pues al primero sobre todo le cabe la gloria de haber deshecho, no ya el Estado construido por Franco, sino el creado por los Reyes Católicos. En cuanto al segundo, tiene en su haber el propósito de «devolvernos el orgullo de ser españoles», propósito que el entonces director del diario «El País» le censuró diciéndole que no era eso para lo que lo habían votado sus partidarios. Un segundo rasgo de hombre de Estado estuvo en las palabras pronunciadas por él en 1986, con ocasión del medio siglo del Alzamiento Nacional, cuando dijo que una guerra civil no era un acontecimiento conmemorable, pero que su Gobierno honraba el recuerdo de los que con su esfuerzo y con su vida contribuyeron a la defensa de la libertad y la democracia, a la vez que recordaba con respeto a los que desde posiciones distintas lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos de ellos sacrificaron su propia existencia. Estoy seguro de que esas palabras las hubiera suscrito el que tuvo la idea monumental del Valle de los Caídos, al que además debemos la Institución gracias a la cual España no saltó en pedazos cuando su cadáver bajó a la cripta de su basílica.

Aquilino Duque, escritor.

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