Fracasar mal

En 2001, el poeta y cantautor chileno Mauricio Redolés (galardonado hace pocos días con el Premio Nacional de Música 'Presidente de la República'), compuso una canción titulada 'Los Tangolpiando'. En ella se relata el constante anhelo de una viejecita respecto a la mejora de su calidad de vida. A lo largo de la canción, que repasa el truncado Gobierno de Allende, los duros años de la dictadura militar y por fin la llegada de una democracia más apegada a grandes discursos teóricos que a intervenciones sociales concretas, la pobre anciana no para de preguntarse cuándo le llegarán a ella las promesas de prosperidad, seguridad y justicia formuladas por los políticos en los que había depositado su confianza. Su progresiva decepción ante el paso del tiempo –sin que nada cambie realmente para ella– la conduce por fin a una reacción violenta y desmedida: una anticipación del estallido social chileno de 2019. En este año, por cierto, la canción fue reeditada, convirtiéndose en uno de los himnos de aquellas revueltas que todavía hoy son una cicatriz indeleble en las calles de Chile y en las memorias de sus habitantes.

En la larga letra escrita por Redolés hay un verso particularmente significativo: al criticar a los líderes políticos de varios momentos de la historia chilena, debido a su intelectualismo, su egoísmo y su desconexión con el pueblo, la canción señala con ironía que todos se fueron a Europa a hacer «másters en Sociología del Que Fracasó Mal». ¿Qué significa esta expresión –«fracasar mal»–, reverso de la célebre invitación a «fracasar mejor» de Samuel Beckett? Fracasar mal puede significar (al menos) dos cosas.

En primer lugar, se puede referir a fracasos vividos de manera extrema, en dos sentidos opuestos que sin embargo conviven –contradictoriamente– en nuestras sociedades: la ocultación del fracaso y su exhibición impúdica. ¿En qué consisten estas dos actitudes? Por un lado, encontramos la lógica de la ocultación del fracaso, fruto de la valoración del éxito por encima de todas las cosas, del olvido del carácter a menudo formativo del fracaso, así como de su presencia en la mayor parte de las trayectorias individuales, colectivas e institucionales. Para esta actitud –dominante hoy en amplios sectores de la economía, de la sociedad y de la educación– el fracaso ha de ser escondido: es fuente de vergüenza y de marginación. Esto provoca que la derrota se viva a solas, sin poder ser compartida con nadie. Esta lógica, por ejemplo, atribuye duramente la etiqueta de «fracaso escolar» a aquellos estudiantes que son incapaces de seguir el ritmo de los estudios; pues bien, tras esta estigmatización y condena social estos alumnos difícilmente suelen poder revertir su situación problemática.

Por otro lado, recientemente se ha difundido una lógica opuesta e igualmente peligrosa: la exhibición ostentosa del fracaso. Se trata del discurso de algunos 'coaches' o expertos en autoayuda que lo ensalzan y banalizan como única vía hacia el éxito. Estas narraciones, frecuentemente adornadas con tonos épicos y soteriológicos, tienden a exhibir experiencias personales de fracaso como caídas que preceden a grandes encumbramientos. Este punto de vista olvida muchas veces el carácter demoledor (y no pocas veces definitivo) de algunos fracasos. No siempre es verdad que «unas veces se gana y otras se aprende», como enseñan algunos manuales de autoayuda. Otras veces, desgraciadamente, se pierde sin paliativos, y nuestras sociedades están repletas –aunque a veces no resulte tan evidente a primera vista– de grandes derrotados, a los que este tipo de discursos triviales no saben (o no quieren) dar cabida y consuelo.

Frente a esta dicotomía, a esta doble manera de «fracasar mal», quizás exista una tercera vía, que aspira a normalizar y a visibilizar la posibilidad de fracasar e, incluso, el carácter consustancial y definitorio de esta condición para los seres humanos. Este tercer punto de vista, que nace de la superación de las actitudes de ocultación y exhibición del fracaso, puede tildarse como el de la aceptación de la derrota, ligada a sentimientos morales como la resiliencia y la disculpa. Este podría ser, quizás, el sentido del beckettiano «fracasar mejor», cuya conceptualización es una de las metas imprescindibles en todo aquel que aspire a reflexionar sobre la noción de fracaso y su reversibilidad.

Sin embargo, también se puede «fracasar mal» en otro sentido distinto al anterior y no vinculado a las lógicas de la ocultación y la exhibición. Se trata justamente del peligro que encierra la primera parte de esta reflexión: la consideración puramente lógica y teórica del fracaso. En otras palabras, también se puede fallar ante el fracaso cuando se peca de intelectualismo, de desconexión con los fracasados, con los débiles, con los excluidos: en suma, con los auténticos sujetos del fracaso, como la exasperada viejecita de la canción chilena. Por tanto, el necesario análisis filosófico de este concepto y la comprensión teórica de los mecanismos sociales de atribución del fracaso no debe llevar a olvidar la dimensión más íntima y personal de lo que significa fracasar. Y esto no sólo porque, si se deja de lado esta dimensión, será imposible comprender adecuadamente este concepto tan complejo; también -y sobre todo- porque escuchar los discursos puramente teóricos de los que tienen esos «másters en fracasar mal» de la canción de Redolés puede recrudecer el dolor y el sentimiento de abandono de las personas que se sienten fracasadas.

Esta advertencia para investigadores y estudiosos de toda clase (no olvidar nunca la experiencia más tangible de las distintas clases de dolor sobre el que se teoriza) también vale, por supuesto, para los políticos. Sin duda, resulta deleznable el antiintelectualismo de cierta parte de la sociedad, que desprecia desde las vísceras los argumentos bien formados de gestores públicos competentes en sus campos, que ponen su conocimiento y sus investigaciones al servicio del bien común. Sin embargo, también es insuficiente y condenable el enfoque hiperteórico de los problemas por parte de algunos representantes públicos. Cuando la política olvida la empatía hacia el sufrimiento concreto de las personas y sólo ofrece respuestas técnicas ante los dramas sociales, entonces «fracasa mal». Para ello, como primer paso, no estaría mal llamar a esos dramas –todos ellos sinónimos y derivados del fracaso– por su nombre más crudo (pobreza, hambre, paro, suicidio, violencia machista, desahucio, bancarrota) y no con grises eufemismos que no apelan a la experiencia real de quien los vive.

Si no queremos que crezca la desafección hacia la cosa pública y la desconfianza hacia nuestros políticos, debemos desearles éxito en la detección y la resolución de estos dramas sociales. O, por lo menos, ojalá aspiren a «fracasar mejor», siempre con cercanía a las personas que sufren.

Valerio Rocco Lozano es director del Círculo de Bellas Artes.

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