Fractura boliviana y desafío geopolítico mundial

Hace años que advertimos de la preocupante deriva en la que se estaban instalando el populismo y el indigenismo radical. Conviene arrancar diciendo que los pueblos indígenas de América han sido marginados, olvidados y apartados durante décadas, incluso siglos, y que muchas de sus reivindicaciones son perfectamente justas además de legítimas. Cosa bien distinta es el abuso torticero que el populismo chavista y el indigenismo radical han hecho del sufrimiento, las aspiraciones y las esperanzas de decenas de millones de pobres y de indígenas de América Latina, cabalgando a lomos de sus deseos de una vida mejor. El indigenismo boliviano tiene una característica que lo distingue de otros movimientos en ese país -así como de otros en Ecuador o Perú-, que se dedican a la defensa de los intereses y las reivindicaciones de sus comunidades.

En Bolivia, sin embargo, estamos ante un fenómeno bien distinto, como es la fusión entre los elementos más extremistas del indigenismo con elementos marxista-leninistas de línea dura. El vicepresidente de la república de Bolivia, Alvaro García de Linera, ha estado siempre vinculado a la extrema izquierda radical. Su hermano, Raúl, fue uno de los máximos dirigentes del ejército guerrillero Tupac Katari y el propio Linera formó parte de esos círculos. Otro de los hombres importantes del nuevo régimen, Felipe Quispe, ha afirmado en más de una ocasión que los rifles de su movimiento estaban en la base de las victorias de Evo Morales. Tanto éste como Linera tienen muy claro que quieren refundar Bolivia. Algunos de sus ministros hablan claramente de estar en un limbo entre un sistema y una administración que les es «completamente ajena» y de la transformación de esa sociedad y de ese sistema en algo muy distinto: un régimen autoritario marxista-indigenista radical.

Los últimos acontecimientos ponen de manifiesto la quiebra en el seno de la sociedad boliviana. Por un lado se encuentran aquellos que, movidos por décadas o siglos de opresión, ven en Evo Morales el primer paso hacia la total conquista del poder por la clase oprimida; esto es, las comunidades indígenas. De otra parte encontramos a quienes pretenden que el sistema democrático, la división de poderes y la descentralización administrativa sean respetados.

Las prefecturas orientales del país, las más ricas en hidrocarburos y otros recursos naturales -Tarija, Beni, Pando y Santa Cruz- llevan meses reivindicando una mayor autonomía y descentralización. No todo el mundo en estos departamentos es rico, y los que se oponen a la extensión y consolidación del nuevo régimen autoritario son tan pobres como los de enfrente. Sin embargo, nada de esto justifica la violencia, ni siquiera el temor ante una involución democrática como la que está ocurriendo, nada de esto justifica la subversión del orden constitucional, mientras éste dure. Es indispensable exigir calma a todos, respeto a la legalidad, a los derechos y libertades fundamentales y a las instituciones democráticas, tanto las del Gobierno central como de las prefecturas. Pero no es menos cierto que el avance del proyecto marxista-indigenista radical parece imparable y que la reciente victoria del presidente Morales en el referéndum revocatorio (calco por cierto del sistema venezolano), le ha consolidado en el poder.

Una parte de la ciudadanía boliviana que le apoya no es consciente aún de la deriva autoritaria en la que Morales y García de Linera, además de otros importantes miembros del nuevo régimen, han instalado al país. El funcionamiento de la Asamblea Constituyente, encargada de redactar una nueva Carta Magna bajo presión del actual Gobierno de aprobar los artículos por mayoría simple (cuando el conjunto del texto tendrá que ser ratificado por una mayoría mucho más cualificada) evidencia una inspiración claramente antidemocrática que enciende todas las alarmas.

La violencia y la inestabilidad que se están adueñando de Bolivia tienen su origen en una forma de gobernar que ha querido excluir a la mitad del país y que, lejos de resolver los verdaderos problemas que tienen los bolivianos, se han dedicado a buscar fórmulas para garantizarse la perpetuación en el poder. Buena parte de las medidas políticas que ha adoptado este nuevo régimen tenían por objeto blindar a sus dirigentes, siguiendo el más puro estilo del chavismo, del que se inspiran e importan una parte importante de sus medidas y proyectos políticos. En el informe sobre Venezuela recientemente publicado por el International Crisis Group, se describía la política exterior venezolana como «diplomacia intrusiva», feliz definición a la vista del expansionismo agresivo practicado por el régimen chavista. Los acuerdos de seguridad, militares, energéticos, o la misma creación de Petroandina, de la que Bolivia es parte, demuestran a las claras que Chávez no sólo quiere blindarse sino que quiere blindar también a sus aliados. Sólo en ese sentido se puede entender la disparatada expulsión sucesiva de los embajadores de Estados Unidos en Bolivia y en Venezuela, o las recientes declaraciones del presidente Chávez diciendo que no se quedará cruzado de brazos si «algo le pasa a Evo».

Vaya por delante la rotunda e inequívoca condena a cualquier intento de golpe de Estado o de subversión del orden constitucional que pueda producirse. Ya sabemos, sin embargo, que el populismo y el indigenismo radical necesitan del enemigo exterior -Estados Unidos y Occidente-, de teorías conspiratorias para explicar la mala fe y la agresividad de sus enemigos, así como su incapacidad para resolver problemas y, por último, del más intenso victimismo que haya podido verse en los últimos años en la política internacional. También conviene subrayar que quienes están desmontando un régimen democrático, pieza a pieza, son estos caudillos extremistas que están creando a su imagen, semejanza y necesidades un sistema totalmente nuevo que nada o casi nada tiene que ver con una verdadera democracia, salvo por el hecho de que acuden de vez en cuando a las urnas. Para que una democracia sea digna de tal nombre es preciso que exista, como mínimo, respeto y garantía de los derechos y libertades fundamentales, separación de poderes, control legislativo del ejecutivo y tribunales de justicia independientes. En Venezuela y en Bolivia esta es una realidad que se difumina y diluye día a día.

El populismo y el indigenismo radical están instalados en una peligrosa huida hacia delante. Sus acciones políticas son cada vez más histriónicas y su discurso cada vez más radical. Están a la que salta y apoyan todo aquello que creen se opone a los intereses generales de Occidente en general y de Estados Unidos en particular. Lo que el indigenismo radical y el populismo no han entendido es que Europa y otras democracias avanzadas del mundo -Australia, Japón, India o las naciones latinoamericanas que no están gobernadas por ideologías extremistas- tienen como primera prioridad la defensa de la libertad y los derechos fundamentales de sus ciudadanos, de sus intereses y de su bienestar, con independencia de que coincida con otras grandes potencias o no. En este sentido, por ejemplo, la UE, aliada de Estados Unidos, tiene discrepancias y coincidencias con ese país, como no podía ser de otra manera.

La diferencia estriba en que naciones sensatas, con políticas exteriores equilibradas y prudentes, intentan encajar y coordinar sus posiciones políticas en el concierto internacional de naciones, tratando de armonizar sus posiciones y de minimizar las tensiones. Por lo tanto, cuando Chávez aplaude la acción de Rusia en Georgia o Daniel Ortega reconoce Abjasia y Osetia del Sur sin que lo haya hecho ni siquiera el dictador bielorruso Lukashenko, no sólo están actuando de forma irresponsablemente histriónica, sino que además ni tan siquiera están en sintonía ideológica con algunos de los actores internacionales a los que pretenden estar apoyando.

Estas dos formas de extremismo político, el populismo y el indigenismo radical, ignoran una de las esencias fundamentales de la política del siglo XXI, que el sistema de seguridad y de estabilidad mundiales está fallando, pero no es culpa de la democracia liberal a la que ellos atribuyen todos los males del planeta. Ignoran que lo que tenemos que hacer es reformar tal sistema para que esté a la altura de los destinos y necesidades contemporáneos.

En este comienzo de siglo, la democracia y los sistemas de libertades que de ella derivan tendrán que estar muy pendientes de varios asuntos. Será preciso promover y no imponer la democracia, así como defender y garantizar de forma eficaz, sin hipocresías, los derechos y libertades fundamentales como esencia de la humanidad. No menos importante será mantenerse vigilante ante las nuevas formas de autoritarismo y totalitarismo que, disfrazadas con un discurso aparentemente social y solidario, avanzan en algunos países del mundo. Tampoco pueden ignorarse los riesgos, cada vez más intensos y más concertados y que por trivializar otros que en el pasado parecían igualmente difusos y poco ciertos acabaron siendo una fuente de inconmensurable e intensa inestabilidad, dolor y crisis. Si no que se lo pregunten a quienes pensaron que el islamismo radical y el terrorismo yihadista no tenían capacidad de perturbación política, económica y social.

Hoy, ante la concertación de diferentes tendencias, movimientos y regímenes radicales y extremistas, las democracias deben mostrarse firmes y vigilantes ante los avances de los totalitarismos, visibles y disimulados, y especialmente ante aquellos que se presentan disfrazados de salvadores de los pobres, marginados y oprimidos. La crisis de Bolivia y la injerencia venezolana en la misma son un episodio más, si bien muy grave, en un marco geopolítico mundial que la mayoría de los analistas, simple y llanamente, han ignorado.

Gustavo de Arístegui, diputado por Zamora y portavoz de Exteriores del PP en el Congreso.