Fragmentos de realidad

Tras las últimas elecciones generales, la realidad parlamentaria se presenta mucho más difícil que en el mes de abril. A la enorme fragmentación alcanzada se une la práctica volatilización del centro sociológico y el sobrepeso político de actores situados en los extremos. Especialmente de la extrema derecha, que ocupa un lugar preeminente con un nivel de apoyo social sin precedentes en todo el ciclo democrático. Las perspectivas que produce este paisaje político y las aritméticas resultantes son la prueba definitiva de que lo único estable en la política nacional seguirá siendo la inestabilidad.

No fue una buena idea esta repetición electoral. A estas alturas, es ya un lugar común mil veces repetido, pero no por ello es menos cierto. Sus responsables, los que la decidieron y la diseñaron, deberían reconocer públicamente su error. Sería un paso que les honraría porque es más que evidente que nada bueno ha traído, ni siquiera en lo que buscaban: mejorar su propio resultado electoral. Cientos de miles de votos se han quedado por el camino. Si a ello le sumamos todo el tiempo que se ha perdido —más de medio año— y si atendemos al enorme deterioro de la reputación, la seriedad y el prestigio de nuestro sistema democrático —en una época en la que no conviene jugar con fuego—, la conclusión es más que evidente; ha sido una muy mala idea.

Justo es reconocer que tampoco es que esto destaque tanto entre el paisaje de estos últimos años. Un paisaje con multitud de comportamientos y fenómenos extraños que han ido llenando la política nacional hasta el punto de que son tantos y aparecen a tanta velocidad que ni siquiera tenemos tiempo para dedicarles un mínimo análisis o para encontrarles algún precedente histórico. Seguramente, porque no los hay.

Y no los hay porque, en España, ningún dirigente nacional entre 1978 y 2015 se hubiera atrevido a decirle a la sociedad española que ha votado mal. O que hubiera argumentado un problema de gobernabilidad para crear otro mayor a través de una repetición electoral forzada.

Eso, en nuestro país, sencillamente no pasaba. Se dirá que es normal, que obedece a la complejidad de la época y a la difícil adaptación a una realidad multipartidista de España. Pero no es cierto. Las comunidades autónomas y los Ayuntamientos son España y también tienen esa misma realidad multipartidista. Y allí no se repiten elecciones, sino que se alcanzan pactos de gobierno estables y de todo color político, y en la práctica totalidad de las instituciones se gobierna con normalidad, y se afrontan procesos legislativos ordenados y se aprueban presupuestos que se ejecutan en el año en curso. No es cierto que España no haya sabido adaptarse al ciclo multipartidista que recorremos desde hace unos años. Es la política nacional la única que en España no ha sabido hacerlo. Y es, a la vez, la que más cambios ha experimentado en su forma de funcionar.

Tanto que parece un laboratorio en el que se someten a tensiones permanentes y a una enorme velocidad a los principios de realidad, de coherencia y de contradicción. O donde, como si se tratara de una serie de ficción, se ensayan permanentes giros de guion que ponen a prueba nuestra relación con la memoria y nuestra capacidad para el olvido.

Desde esa perspectiva, qué rápido se ha olvidado que, cuando no puedes formar una mayoría de Gobierno válida tras perder unas elecciones, no puedes bloquear que tu país tenga un Gobierno formado por el que las ha ganado. Qué rápido ha olvidado el Partido Popular el año 2016, en el que el PSOE hizo exactamente lo contrario de lo que ellos están haciendo ahora: desbloquear el sistema institucional permitiéndoles gobernar porque habían ganado las elecciones y porque el PSOE no tenía una mayoría válida de gobierno en el Parlamento. Y si no tenía una mayoría —insisto, válida— era porque no consideraba que se pudiera poner el gobierno del Estado en manos de quienes se situaban al margen de toda dinámica de gobernabilidad porque estaban echando un pulso al Estado. Cierto es que, por aquel entonces, ese pulso todavía no había constituido un delito de sedición a los ojos del Tribunal Supremo. Hoy que sí lo constituye, el argumento es mucho más válido. Por eso, el propio PSOE —con toda la razón y con buen criterio— lo ha recordado recurrentemente en esta última campaña electoral, mientras pedía el voto a la ciudadanía.

Con todo, tras este laberinto de giros de guion, aguardan fragmentos de realidad en forma de frentes en los que el país se la juega.

Por ejemplo, en la economía, donde España necesita hacer reformas de calado en términos de incrementos de competitividad por valor añadido si quiere tener algún papel que jugar en una economía interdependiente que no esperará a nadie en las próximas décadas.

A la vez, debe afrontar desafíos que tienen que ver con la guerra comercial y este ciclo contractivo de la globalización, con la japonización por estancamiento de la economía europea y con tensiones geopolíticas derivadas de movimientos aislacionistas que aparecen dentro y fuera de la Unión Europea.

Tiene, así mismo, que recuperar derechos laborales perdidos en esta época de crisis y hacerlo mientras se adapta a la inmensa transformación digital y robótica en la que está entrando el mundo desarrollado en términos civilizatorios.

Necesita proteger y consolidar un funcionamiento eficaz de los servicios públicos, claves en la generación de cohesión social de una sociedad que tiene indicadores elevados de desigualdad, principalmente por renta y por género, problemas de estructura demográfica y graves asimetrías de distribución poblacional en el territorio.

De la misma manera, debe transformarse para una considerable reducción del impacto ecológico de nuestra forma de producir y de vivir y, finalmente, afrontar la grave crisis política creada por el independentismo en Cataluña.

No hay ni uno solo de estos grandes retos —y seguramente, de algunos más— que pueda afrontarse con 168 síes y 18 abstenciones. Las grandes batallas de nuestro futuro se deciden —todas ellas— en cifras de escaños muy superiores a los 176 de la mayoría absoluta. Requieren de grandes pactos, de acuerdos grandes con sindicatos, con empresarios y con movimientos sociales, implementados a partir de mayorías amplias y transversales en el Congreso de los Diputados.

Ojalá tengamos suerte. Ojalá este ciclo que se abre deje atrás los giros de guion y afronte, por fin, los problemas de la realidad; aquellos para los que se inventó la política.

Eduardo Madina es director de KREB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *