Francia con chaleco amarillo

Los «chalecos amarillos», estos nuevos rebeldes franceses, suelen tener razón en lo que se refiere al conjunto, aunque se equivocan de método y de reivindicación. Más allá de su violencia, muestran una brecha real en la sociedad francesa y en la de otros países desarrollados, lo que explica la simpatía que este movimiento popular despierta en Francia y en otros lugares. La revuelta de los «chalecos amarillos» no es anecdótica, y no se debe solamente a la controvertida personalidad del presidente Macron.

¿Dónde se observa esta brecha? Se revela de manera espectacular una fractura innegable entre los nuevos pobres y la clase media: alrededor del 80 por ciento en la parte superior y un 20 por ciento en la parte inferior, en lo que se refiere a ingresos. Hace veinte años que los economistas explican esta fractura; el análisis del abandono de los nuevos pobres le valió a James Heckman, catedrático de Chicago, el premio Nobel de Economía en 2000. Pero siempre transcurren unos veinte años entre los descubrimientos y su aplicación. Recordemos que los efectos negativos de la inflación fueron denunciados por Milton Friedman en la década de 1960, pero no se tuvieron en cuenta hasta la década de 1980. Debido a este desfase entre ciencia y política, los «chalecos amarillos» reclaman la vuelta a un mundo antiguo, idealizado, en el que todos tenían acceso a un empleo remunerado y el Estado garantizaba la igualdad. El Gobierno francés, por su parte, promueve soluciones obsoletas, como un «debate popular» al que seguirá inevitablemente cierta redistribución.

Ahora bien, hemos entrado en un mundo nuevo, en el que la educación recibida desde los cinco años determina lo que probablemente seremos toda la vida. Es lo que se denomina prima de la educación. Cuanto más largos hayan sido los estudios, mayor será la remuneración. Sin un título, es casi seguro que no se alcanzarán las clases media y alta. En general, incluso trabajando muy duro, el trabajo no especializado ya no se paga, o se paga cada vez menos. ¿Por qué no se progresa solo por el trabajo? Se debe a que la economía moderna solo contrata a especialistas u obreros, y como no hay suficientes expertos, los salarios altos suben vertiginosamente, mientras que los trabajadores en la parte inferior se estancan, independientemente de sus esfuerzos, lo que es injusto, sobre todo porque la mayoría de los titulados son hijos de titulados.

En las familias con buena formación, el padre y la madre pasan más tiempo estimulando a sus hijos que en las familias sin estudios. Por eso el desfase comienza muy pronto en la trayectoria de los niños, provocando una espiral de desigualdad. Es injusto, pero es un hecho. Debemos redistribuir los ingresos; Francia es el país del mundo que más lo hace, pero sin reducir la pobreza, además de Estados Unidos, que redistribuye poco. Ambos países tienen alrededor de un 14 por ciento de pobres, con ingresos de unos mil euros al mes, lo que se considera el umbral de pobreza. La paradoja tiene una explicación: en Francia, y en casi toda Europa, los pobres siguen siendo pobres sin trabajar, mientras que en Estados Unidos los pobres trabajan y siguen siendo pobres.

Se trata de dos elecciones sociales distintas, ninguna satisfactoria. La redistribución, incluso masiva, es decepcionante, porque no restaura la movilidad social; es más, puede congelarla de una generación a otra. Entonces, ¿abajo los muy ricos? Esto puede tranquilizar los ánimos, pero en Europa los muy ricos son poco numerosos y viajan con su fortuna. Denunciar las grandes fortunas y querer imponerles más impuestos equivale a no entender que hoy el verdadero capital es el título. También es inútil atacar a la economía de mercado y a la globalización; la alianza de la empresa y el intercambio es el motor de nuestro enriquecimiento y bienestar colectivos.

No saquemos la conclusión de que no hay nada que hacer. Hay crisis buenas, y esta podría ser una de ellas, de modo que podríamos agradecer a estos «chalecos amarillos» el habernos alertado sobre la fractura que separa a las clases medias de las clases pobres y de la que nos separa del conocimiento. Nos permiten, si sabemos hacer buen uso de la crisis, proponer un análisis y una respuesta política adecuados, que exigen inversiones en guarderías, jardines de infancia y escuelas primarias, en la edad en que nos jugamos todo, para restablecer la igualdad de oportunidades y, en última instancia, garantizar una distribución más equitativa de los ingresos del trabajo. Nadie habla de ello, seguramente porque no es urgente.

Desde luego, invertir en educación primaria no mejorará el destino inmediato de los «chalecos amarillos», sino solo el de sus hijos, lo que no carece de importancia. Ahora mismo no es una alternativa a la redistribución, sino algo diferente. Las sumas destinadas por los Estados europeos toman muchas vías, a veces en beneficio de los hábiles, tanto como de los necesitados. Una vez más, aprovechemos la crisis para agrupar todos los subsidios en una asignación única, una renta mínima universal, también conocida como impuesto negativo sobre la renta. Esta renta universal sería administrada por quienes la reciben y no por las administraciones que la conceden. Las ayudas actuales, especializadas, eximen de responsabilidad, mientras que una renta universal, que sustituiría esos subsidios, impondría responsabilidad; todos se convertirían en árbitros de su uso, y el Estado prohibiría solo los excesos.

He aquí dos reformas esenciales, sin muchas palabras: renta universal inmediata, preescolarización de calidad para todos, rápido. ¿Se me objetará que es demasiado pronto para tener en cuenta las conclusiones de los economistas sobre las causas de la nueva pobreza? Quizá los economistas, a su vez, deberían ponerse un chaleco para que se les escuche; el color sería opcional, como tiene que ser entre liberales.

Guy Sorman

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