Francia después de la batalla

Desde hace 50 años, en el Théâtre de la Huchette, se representan en alternancia dos obras de Eugène Ionesco, La cantante calva y Las sillas. Dichas representaciones, cuyo éxito es incuestionable, forman ya parte del paisaje cultural parisino, del mismo modo que la torre Eiffel, el Grand Palais y los campanarios de Notre Dame. También se ha representado en noviembre, con el cartel de no hay entradas, otra especialidad francesa: la huelga anual de los transportes públicos, a la que se han unido las de los funcionarios, estudiantes, estanqueros, abogados, médicos internos, controladores aéreos, pescadores. Es un momento privilegiado, un instante antológico en la historia del Hexágono, que conviene haber presenciado, por lo menos, una vez en la vida.

Lo más característico de estos hechos es lo previsibles que son. Cada uno aguardaba el choque, cada uno se sabía su papel de memoria, había interpretado su partitura previamente. Por un lado, unos huelguistas impopulares pero decididos, unos sindicatos divididos, debilitados, que ni siquiera tratan ya de ganar la batalla de la opinión pública y se limitan a querer mantener las ventajas adquiridas después de la guerra. Por otro, un presidente que jura que va a hacer reformas y saca pecho, pero que multiplica las concesiones y las torpezas: por ejemplo, en nombre de la "transparencia", triplica su sueldo mientras pide sacrificios a los franceses.

Es verdad que las huelgas han disminuido de manera considerable desde hace años, tanto en número como en intensidad, pero, cuando son huelgas estratégicas paralizan el país y afectan a la movilidad de los ciudadanos, conservan una gran capacidad de hacer daño. Unos cuantos individuos pueden bloquear todo un país, ponerle de rodillas sin consideración por las consecuencias de sus actos, privatizar y confiscar en beneficio propio el sector público y, al mismo tiempo, pretender que trabajan para salvaguardarlo.

¿Qué es una huelga de transportes? La transformación de los medios en el fin: ya no tomamos el metro, el autobús ni el tren para ir a trabajar, sino que nos pasamos el día intentando encontrar un tren, un coche o una moto. Lo que nos quitan las huelgas es el poder ser dueños de nuestro tiempo; nos convierten en esclavos de los horarios. Ya no se trata de obreros que presionan a la patronal para exigir unas ventajas, sino de un país que se inflige a sí mismo un castigo colectivo a través de un puñado de agitadores. Habrían podido tener otra idea, que los empleados del tren y el metro garantizasen el transporte gratuito a los viajeros, con lo que habrían puesto en ridículo a su dirección y se habrían ganado a los franceses para su causa. Por desgracia, no ha sido más que una de esas huelgas deprimentes cuyo secreto posee Francia desde hace 20 años, en las que los cuerpos se aferran a unos privilegios raquíticos mientras invocan grandes principios.

El Hexágono parece una conjura de egoísmos que se enfrentan entre sí sin tener en cuenta el interés general. Sin embargo, esa actitud de sálvese quien pueda, al menos en los discursos oficiales, tiene que adoptar una máscara de altruismo, de forma que, si los huelguistas no nos dejan circular, es por filantropía. "Los franceses", decía el general de Gaulle, "tienen dos pasiones, la igualdad y los privilegios". Y la adecuación del sector público al sector privado no es más que la primera etapa de una larga serie de transformaciones necesarias que los gobiernos anteriores fueron aplazando, con lo que consiguieron aumentar la deuda y situar el país al borde de la bancarrota. El coste del conflicto, casi 5.000 millones de euros, puede verse duplicado si la reforma emprendida acaba siendo inoperante y vacía de contenido por las compensaciones otorgadas a cambio, lo cual hará que los franceses desistan de aceptar otras reformas.

Durante las últimas semanas han vuelto a hacerse visibles cuatro defectos estructurales: el primero, la cultura del enfrentamiento, que exige una batalla prolongada y consistente antes de pasar a las negociaciones. Nunca se ha incorporado a nuestras costumbres lo contrario. Primero llega la huelga y luego el diálogo. Hay que hacer un simulacro de guerra para estar dispuestos a hablar. El segundo defecto es la ausencia de cualquier sentimiento de responsabilidad colectiva, que empuja a cada categoría, en cuanto puede, a obstruir el país para alcanzar sus reivindicaciones: que mueran mis compatriotas con tal de que yo quede satisfecho. El tercer reflejo es el recurso sistemático al Estado, coronado como madre amantísima que cura nuestras heridas pero también como padre omnipotente capaz de resolver todos los conflictos y repartir sin fin sus dádivas con los fondos de las arcas públicas. Como consecuencia de la Revolución de 1789, que suprimió los órganos que hacían de intermediarios y dejó a los individuos frente al Estado, no hay grupo de presión, patronal ni obrero, ninguna profesión que no dependa de él, poco o mucho, que no pida su arbitrio, que no mantenga una relación adolescente de rebelión y sumisión con él.

Y por último, el cuarto elemento del mal francés: la corrupción del lenguaje. Hasta ahora, el poder, centralizador y heredero de la tradición francesa de Colbert, fingía ser liberal, y los sindicatos, progresistas. El dirigismo galo tomaba prestado el vocabulario de la libre empresa y los huelguistas el del neo-bolchevismo. Mientras la derecha recurría al lenguaje de Blair, la izquierda defendía su conservadurismo en el lenguaje de la revolución y seguía izando un viejo sueño de rebelión que es el que constituye su superyó histórico. Todos los partidarios del inmovilismo -como bien ha enseñado la época de Chirac- tenían que disimular sus ambiciones bajo una retórica del Gran Desbarajuste o el Gran Rechazo. Esta nueva mitificación del pasado, disfrazada con el lenguaje del mercado o de los sans-culottes, era desconcertante, porque superponía unas realidades antagónicas. Hasta tal punto que el sentido manifiesto debía entenderse al revés del sentido real.

El resultado: un escepticismo creciente ante los discursos políticos salvo los de los extremismos, que resultaban muy taquilleros. Cuando un presidente prometía el gran cambio, había que comprender lo contrario: nada iba a moverse. Cuando los partidos de izquierda llamaban a levantarse, también en ese caso había que interpretar un elogio del orden establecido y el odio al movimiento.

El conflicto de noviembre puede interpretarse de dos maneras radicalmente distintas. Para los pesimistas, siete meses de sarkozismo no han cambiado en nada el mal francés. El gobierno ha hecho tantas concesiones a los ferroviarios, para recobrar la paz social, que ha reducido a la nada el alcance de su reforma. El precio que habrá que pagar será enorme, sobre todo en un momento en el que el crecimiento se estanca, las desigualdades se agudizan, las grandes fortunas permanecen al abrigo en sus paraísos fiscales y, al mismo tiempo, los cerebros y los titulados siguen exiliándose en Asia y Norteamérica.

Por el contrario, para los optimistas, esta crisis ha sido una última batalla de los sindicatos, por fin convertidos, en su mayoría, al conformismo. Los regímenes especiales han sobrevivido, el presidente ha controlado su faceta de Matamoros y se ha mantenido con un perfil discreto, ha permanecido callado, con cuidado de no hacer demostraciones de fuerza, de no humillar a nadie. Sobre todo, ha probado que nuestro viejo país no era irreformable y que, con concertación y firmeza, era posible llegar a un resultado positivo. Por ahora es imposible elegir una de estas dos visiones. Una cosa es cierta: el pueblo francés, en su mayoría, por primera vez, ha manifestado una auténtica alergia hacia la huelga. La prueba: esas revelaciones sobre médicos generalistas que han visto cómo llegaban a sus consultas empleados de la SNCF y la Ratp traumatizados por los insultos y las agresiones que estaban dirigiendo contra ellos los usuarios.

Y ahora, ¿qué aguarda a Francia? ¿Una recaída, o el principio de la convalecencia? El futuro nos lo dirá enseguida.

Pascal Bruckner, filósofo francés. Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia.