¿Francia, espejo de España?

El presidente francés, Emmanuel Macron, saluda a un veterano durante la conmemoración de la victoria contra los nazis. Reuters
El presidente francés, Emmanuel Macron, saluda a un veterano durante la conmemoración de la victoria contra los nazis. Reuters

Decía Pío Baroja, hace ya mucho tiempo, que en España hasta los ángeles están traducidos del francés, una sumisión intelectual que ya no es lo que era, pero que tampoco ha cesado del todo. Lo acabamos de comprobar con la reciente elección presidencial gala, en la que muchos se han apresurado a buscar pronósticos para nuestro inmediato porvenir. Y eso que ha ganado Emmanuel Macron, que no tiene figura semejante en la piel de toro. Sería digno de ver lo que habría sucedido en caso contrario.

Claro es que entre Francia y España ha de haber similitudes, como nuestro común antiamericanismo (les ganamos, con todo). Pero nuestros sistemas políticos difieren de modo muy sustancial.

Francia es una república presidencialista y en España tenemos una monarquía parlamentaria, no mucho que ver. Francia presume de su tradición revolucionaria, a golpe de marsellesa, casi tanto como nuestros carcas presumen del Cid o de Lepanto.

Pero, más allá de esas simbologías, el hecho es que en la historia política española tienden a predominar los momentos conservadores, como lo muestra el que nuestro rey descienda de manera directa de monarcas del siglo XV, para no remontarnos más. La elección directa de presidente y el sistema a doble vuelta facilitan algo inverosímil en España, como sería que votasen al mismo candidato un Pablo Iglesias y un Daniel Lacalle.

En consecuencia, no es demasiado atinado tratar de sacar conclusiones, y menos indiscutibles, de las experiencias galas.

Lo que trato de apuntar con esta breve reflexión no es si debemos mirar más o menos a Francia, sino que debiéramos aprender a mirarnos mejor a nosotros mismos.

La sociedad española padece un altísimo grado de despiste sobre sus propios problemas, una bizquera que, como se diría ahora, no resulta sostenible. Ni nos preocupamos mucho de las cosas graves e importantes que nos ocurren, ni parecemos capaces de apartarnos de esa forma de actualidad frívola y un tanto estúpida que se refleja, por ejemplo, en los temas que más llaman la atención de los lectores en los digitales. Incluso en los que cabe, sin duda, considerar como serios.

Uno de estos días aparecía como tema más leído en una de esas páginas la cuestión de si un determinado contrato prematrimonial entre dos estrellas de Hollywood sería legal en España, un asunto tan grave como urgente al parecer.

¿Cuántos españoles están al tanto de que el PIB español no ha crecido en términos reales desde 2005, mientras que Irlanda ha crecido un 79%, Alemania un 18,7% y hasta Portugal lo ha hecho en un 4%? (datos que tomo de Fernández Villaverde).

Dicho de otra manera, ¿qué demonios han hecho nuestras autoridades políticas y económicas en bastante más de década y media?

Bueno, pues parece que los españoles prefieren dormir a pierna suelta y no preocuparse por estas menudencias.

Cuando preguntaba a mis alumnos por la idea que tenían acerca de la calidad de nuestras universidades me reservaba para el final del debate un dato terrible. A saber, que la investigación española no ha sido capaz de conseguir un Premio Nobel de ciencia desde nada menos que 1906. Un período en el que Italia ha tenido 20, Francia 69, Alemania 111, Reino Unido 132 y los Estados Unidos 280 (la lista incluye a todos los Premios Nobel, pero el detalle no exime del escándalo que debiera producir la comparación).

¿Le importa esto a alguien? A los políticos responsables de la educación española parece que no gran cosa. Pero a los españoles en su conjunto, tampoco mucho.

La democracia en España tiene muchos defectos, pero el más importante empieza a ser, desde luego, su notoria incapacidad para producir progreso real, económico e intelectual. Si a esto se añade que el tamaño del sector público, el déficit presupuestario y el volumen de la deuda no han hecho otra cosa que crecer en estos años, la pregunta imprescindible debiera ser ¿para qué nos sirve todo ese gasto y todo ese apabullante crecimiento de los aparatos públicos?

La única respuesta posible es que esos incrementos sólo sirven para alimentar el insaciable apetito de un Estado elefantiásico que ya no es el ogro filantrópico del que hablara Octavio Paz, sino una especie de peligroso antropófago que amenaza con arruinar a todo el mundo con la noble excusa de procurarnos la más completa felicidad sin dejar nadie atrás, como dice el doctor Sánchez que nos preside. Doctor que, para empezar, ha reclutado a 300.000 nuevos españoles para la gran hueste pública.

Debiéramos empezar a pensar que se hace necesario revisar de arriba abajo el funcionamiento de un sistema político que no es capaz de producir incentivos para que mejoren los aspectos que constituyen el nervio de una sociedad. Sistema que se convierte, en la práctica, en un obstáculo para que los mejores puedan aportar su esfuerzo y su creatividad.

Y, muy en especial, para los más jóvenes, que se ven privados de la posibilidad de alimentar esperanzas fundadas en el futuro de España.

¿Qué es lo que sí podríamos aprender de Francia? Pues que los franceses han sabido no conformarse con los vicios de la política tradicional y han reducido a los dos grandes partidos, el Partido Socialista de François Mitterrand y el gran partido gaullista a su mínima expresión.

Nosotros no tenemos el instrumento político que pudiera facilitar una alternativa inmediata a un juego de fuerzas pervertido (una elección presidencial directa y más allá de la disciplina de los partidos).

Pero sí deberíamos exigir a las fuerzas políticas que dejen de repetir monsergas y fórmulas tecnocráticas, y empiecen a mirar a las cosas mismas. A enterarse de que los desempleados (el 16%) no son una cifra, que los pobres no son una estadística y que nuestro atraso no es una curva, sino el retrato de su ineficacia y su corrupción. Pues corrupción es todo aquello que hace que los políticos se dediquen a cualquier cosa menos a empeñarse en el progreso real de España.

En cualquier caso, hay que destacar que una parte muy significativa de los electores ha tomado buena nota de lo que pasa, porque el porcentaje de voto conjunto al PP y al PSOE se viene reduciendo de casi un 80% en 2004 o un 75% en 2011 a menos del 49% en las elecciones de 2019, lo que algo quiere decir.

¿Cómo es que los dos grandes partidos no se han tomado en serio su reforma a la vista de estos datos tan elocuentes? Pues porque ambos comparten una cultura política autoritaria que hace que, como lo expresó Alfonso Guerra al hacerse eco del lema del sindicalista mejicano Fidel Velázquez, el que se mueva no sale en la foto.

Es decir, que, contra lo que dicta el credo democrático más elemental, los de arriba controlan a los de abajo y no al revés. Lo milagroso con este sistema es que todavía no hayamos llegado al nivel de las milongas bolivarianas, adonde querían llevarnos los podemitas bajo la batuta de un líder tan carismático como atrabiliario.

Toda la indisputable ventaja doctrinal de las democracias se anonada ante un sistema imbuido desde su raíz de prácticas contrarias, de trabas a la libertad política, de censuras y control de los medios de comunicación, de corifeos capaces de confundir el orín con la colonia.

Se acercan tiempos muy duros que pondrán en aprieto el mantenimiento de muchas de estas prácticas. Porque no podremos seguir disfrutando de la sopa boba de créditos del Banco Central Europeo. Porque la Unión Europea no nos va a autorizar a seguir gastando como si no hubiese un mañana. Y porque van a crujir muchas de las bases sobre las que se asienta la débil economía española.

Sólo hay dos caminos.

Que las élites políticas se empeñen en seguir engañando, aunque no lo consigan sino a medias.

O que, por fin, se den cuenta de que ha llegado la hora de decirles algunas cosas desagradables a los ciudadanos, con el riesgo consiguiente para sus fortunas. No confío demasiado en que lo hagan por sus virtudes, pero espero algo más en los milagros que sea capaz de obrar la necesidad.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *