Francia, harta del islam

El 16 de octubre de 2020, Samuel Paty, un profesor universitario de los suburbios de París, fue degollado al salir de clase por un adolescente checheno, un inmigrante reciente que afirmaba ser islamista. Este asesinato debía castigar la ofensa contra Mahoma cometida por el profesor, que había ilustrado un curso sobre la libertad de expresión mostrando a sus alumnos una caricatura obscena del Profeta, anteriormente publicada por «Charlie Hebdo», una revista satírica. Resulta que, cinco años antes, ocho periodistas de «Charlie Hebdo» habían sido asesinados por un comando islamista que alegaba el mismo motivo. Cabe señalar que Paty tenía entre sus alumnos varios musulmanes, que habían denunciado a su profesor ante sus padres. Este asesinato es un horror inexcusable, pero ¿cómo se debe interpretar?

El presidente Macron, con el apoyo de la mayor parte de la opinión pública, lo ha convertido en un asunto nacional, elevando a la víctima al rango de mártir de la República. A esto le siguió inmediatamente después una ley para prohibir las escuelas musulmanas privadas y seleccionar imanes que se adhieran a los principios fundamentales de la República, esencialmente el laicismo. Muy bien, lo aprobamos, pero ¿es así de simple?

Para empezar, nos preguntaremos cuál es el vínculo real entre los ataques reivindicados como «islamistas» y el islam como religión. Cuando un terrorista afirma ser islamista, ¿habría que aceptar sin vacilar su coartada y reconocerle, por lo tanto, cualquier legitimidad religiosa? En verdad, casi todos los musulmanes, franceses o no, condenan el terrorismo, pero el Gobierno francés los ofende involuntariamente utilizando el mismo vocabulario que los terroristas. Por otra parte, parece que estos terroristas, empezando por el asesino de Samuel Paty, conocen muy poco el islam, que descubren la mayoría de las veces en la web o durante las estancias en prisión.

Los estudios sociológicos realizados sobre la trayectoria de los terroristas revelan que, en general, matan para ser asesinados y llegar así directamente al Paraíso -creen- con la aureola del martirio. Para los musulmanes auténticos, este islam suicida es más una cuestión de psiquiatría que del Corán, algo que el Gobierno francés no parece tener en cuenta, en detrimento de unos seis millones de musulmanes franceses que no aspiran en absoluto al martirio. Esta actitud oficial francesa plantea un segundo interrogante sobre la noción de laicismo, un término intraducible e incomprensible fuera de Francia.

En teoría, el laicismo, la ley de la República desde 1905, implica la neutralidad del Estado y de todas las instituciones públicas hacia todas las religiones, pero no interfiere con los comportamientos privados y las creencias. En realidad, la República laica se caracteriza de hecho, desde la Revolución de 1789, por una hostilidad fundamental hacia todas las religiones: contra la Iglesia católica en el pasado y, dado que ya no hay muchos católicos, contra los musulmanes. Estos cometen el error de creer en Dios en un país donde se es un buen ciudadano si se cree en el Estado. Los musulmanes franceses también observan que esta Francia teóricamente laica mantiene las iglesias, pero no las mezquitas, y que, aunque el país es oficialmente ateo, la Navidad y la Pascua son días festivos.

Lo cierto es que los musulmanes, cualesquiera que sean sus esfuerzos por integrarse en la nación francesa, quedan de hecho relegados a la periferia. Esta marginación a efectos prácticos no explica el terrorismo, y tampoco lo justifica; pero ciertamente contribuye a calentar los ánimos frágiles y a desatar el discurso del odio que oímos en Francia y también en el mundo árabe. El hecho de que Francia fuera una potencia colonial en África contribuye a exacerbar las disputas, especialmente cuando el primer ministro, Jean Castex, declara que Francia llevó la civilización a África.

Lamentablemente, no preveo ninguna mejora inminente en las relaciones entre los franceses de origen cristiano y los franceses de origen musulmán. Por las razones históricas y filosóficas ya expuestas, pero también porque los musulmanes de Francia están relegados a vecindarios donde la vivienda es miserable, las escuelas están en ruinas y los puestos de trabajo son inexistentes. Ignoro si se llevarán a cabo más atentados, pero constato que, lamentablemente, se dan las condiciones sociales propicias para futuros delitos. Debo añadir que en Francia es prácticamente imposible debatir sobre lo que escribo aquí.

Explicar que no debe confundirse a los musulmanes con el islam o con el terrorismo supone, muy a menudo, pasar por traidor a la nación. Señalar que la sociología, más que el Corán, explica el terrorismo lleva a ser tachado de islamista de izquierdas, expresión absurda de la que los partidarios de la ideología laica abusan continuamente para eludir el debate.

El único gran intelectual francés que se ha atrevido a cuestionar el comportamiento de Samuel Paty es el sociólogo Edgar Morin: tiene 99 años y no busca honores ni reconocimientos. Edgar Morin, al defender la libertad de expresión, observa que también es necesario preguntarse por sus consecuencias: Paty podría haber encontrado otra viñeta para ilustrar sus palabras. A esto se le llama ética de la responsabilidad que, nos recuerda Morin, siempre debería equilibrar la ética de la convicción.

Guy Sorman

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