Francia, presa del racismo

Es aterrador: el discurso mediático y político en Francia está dominado por analistas, seudointelectuales y candidatos a las próximas elecciones que sostienen un relato claramente racista que, desde 1945, esperábamos no volver a oír. La base común de todos estos discursos perentorios y de odio es una teoría vaga y absurda conocida como ‘Gran Reemplazo’, inicialmente formulada por un autor mediocre llamado Renaud Camus. Su obra habría pasado inadvertida si no se le hubiera ocurrido esta fórmula genial y la manipulación científica que la sustenta. Según esta teoría del Gran Reemplazo, basada en estadísticas completamente inexactas, en 2050 los inmigrantes superarían en número a la población francesa de pura cepa. Se supone que estos inmigrantes procedentes del Magreb, Siria, Afganistán y África Occidental son musulmanes y fundamentalistas. Su proyecto colectivo, cuyo instigador sigue siendo un misterio, es transformar Francia en un emirato musulmán.

Lo más asombroso es que esta descabellada trama cuenta con el apoyo de al menos una cuarta parte de los franceses, si no más; tiene éxito entre los partidos de extrema derecha, la Agrupación Nacional, los medios especializados en conspiración y fobia antimusulmana y entre algunos periodistas charlatanes, en particular un tal Eric Zemmour, cuyos libros se venden por centenares de miles. Se hace pasar por ‘salvador’ de la nación, expresión utilizada en 1940 por el mariscal Pétain, colaborador pronazi y feroz antisemita, a quien Zemmour admira.

El caso Zemmour tiene a la vez algo de conspiración y de psicoanálisis, ya que él mismo es de origen judío y argelino. Pero lo que importa no es tanto Zemmour como la cohorte de admiradores ingenuos que comparten sus fantasías. Su tesis del Gran Reemplazo es absurda y trataré de explicar por qué: por desgracia, los fanáticos de los complots y los racistas acérrimos actúan movidos por el odio y son totalmente inmunes a los argumentos racionales. Recordemos de todos modos algunos hechos evidentes. La población de nacionalidad francesa y de origen inmigrante es del orden del 10 por ciento, y de ellos, solo la mitad procede del Magreb; los demás, por lo general, son europeos.

Esta población inmigrante, aunque sea de origen musulmán, es poco practicante: en Francia las mezquitas están tan desiertas como las iglesias, porque las religiones se disuelven rápidamente en el laicismo republicano. A esto hay que añadir que la mitad de las mujeres árabe-musulmanas se casan con no musulmanes (evaluación basada en nombres y registros de matrimonio), por lo que sus hijos probablemente no serán musulmanes y se interesarán más por el fútbol que por el Corán. En cualquier caso, esto es lo que veo en la ciudad de los suburbios parisinos donde soy representante local desde 1995.

A estas objeciones de facto, los seguidores del Gran Reemplazo replican que nos ocultan la verdad; no hay discusión posible entre la realidad y la mitología, no hay una síntesis posible entre lo verdadero y lo falso.

Además de estas absurdas disputas estadísticas, hay una cuestión mucho más importante, que vale para todas las naciones. ¿Qué significa francés? ¿Hay que descender de los galos, como tuve que aprender yo mismo, hace setenta años, en la escuela? Si ese fuera el caso, con esta definición étnica de la nación no habría muchos franceses auténticos en Francia. Porque Francia, sin duda, es el más heterogéneo de todos los países europeos, comparable a España y Portugal. Por lo tanto, una nación no es una raza, sino una elección, la de adherirse mediante una especie de referéndum diario implícito a un conjunto de normas culturales, lingüísticas, sociales y políticas, compartidas; mi padre nació en Rusia, mi madre en Austria, y no por eso soy menos francés. De modo que la tesis del Gran Reemplazo es todavía más absurda porque es estadísticamente falsa y culturalmente descabellada.

En verdad, esconde un odio indescriptible y visceral hacia los árabes musulmanes, una cruzada ininterrumpida. Conviene señalar que los líderes de esta teoría son a menudo descendientes de franceses expulsados de Argelia al final de una atroz guerra de descolonización, que duró desde 1954 hasta 1962. No aceptan que a menudo fueron colonos crueles y prosiguen en Francia su lucha contra sus antiguas víctimas.

Y lo que es peor: esta odiosa teoría del Gran Reemplazo se inscribe en una lamentable tradición histórica que comenzó en España, en el siglo XV, con la teoría de la pureza de sangre, y se recuperó en los siglos XIX y XX con las tesis étnicas de la raza aria y las ideológicas del estalinismo. En estos regímenes totalitarios, solo los arios eran alemanes y solo los obreros eran genuinamente rusos, lo que autorizaba a exterminar a todos los demás. En China, el exterminio actual de los uigures y los tibetanos sigue la misma lógica ‘racialista’ y se prohíbe desempeñar los cargos públicos más importantes a quienes tienen ‘sangre negra’, es decir, nacidos en familias ‘contrarrevolucionarias’.

Ante el resurgir de estas teorías raciales que se creían extinguidas desde la Shoah, la reacción de los demócratas me parece muy débil. A los nuevos racistas franceses (pero también húngaros, polacos y chinos) se les permite expresarse a discreción, pretendiendo ignorar que están llamando al odio y al exterminio y a la sustitución de la República por un Estado totalitario, donde los derechos de cada uno vendrían dictados por el color de su piel. La teoría del Gran Reemplazo es una llamada a la guerra civil. Creíamos que Europa estaba libre de este impulso asesino; no lo está.

Guy Sorman

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