Francia, un país perdido

Por Cecile Wajsbrot, escritora francesa. Su última obra es Memorial, 2005 (EL MUNDO, 09/05/06):

Yo que fui a una escuela de enseñanza laica y obligatoria, aprendí en ella una bonita Historia de Francia. Un relato de brillo y de universalidad. Una sucesión de horas gloriosas. Y, aunque también había otras más sombrías y más trágicas con sus épocas de turbulencias, de revoluciones y de guerras, en conjunto, todo marchaba en la buena dirección, hacia la luz.

¿Cómo no sentirse, pues, orgullosa durante mi infancia de pertenecer a esta gran nación? Además, habíamos ganado las dos últimas guerras, lo que, de alguna manera, compensaba la derrota sufrida a manos de Prusia en 1871. Pero es que hasta la pérdida de Alsacia-Lorena parecía encerrar algo de heroico. De hecho, el eslogan referido al acontecimiento, no hablemos jamás, pensemos en ella siempre, escondía algo realmente emocionante. Amén de que nos encontrábamos gobernados por el general De Gaulle, cuya resistencia refulgía sobre el conjunto del país.

Y, sin embargo, en mi familia se contaba otra historia completamente diferente, infinitamente menos gloriosa y menos bella. Una historia en la que era necesario huir, esconderse. Una historia que desmentía por completo la divisa que podía leerse en el frontispicio de las escuelas y de los ayuntamientos y hasta en las fachadas de las cárceles: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

La divisa que proclamaba que todos los franceses eran iguales, que no se hacía distinción alguna y que la República era una e indivisible, quedaba desmentida por la vida misma. Porque, por ejemplo, habían sido fuerzas policiales francesas las que habían venido a buscar a mi abuela y a mi madre -que sólo tenía 10 años- una noche para llevárselas. Eran autobuses parisinos y conductores parisinos los que llevaban a los que no tuvieron la suerte de escapar, como hicieron ellas en Vel d'Hiv, camino de los campos de concentración.

Y era la policía francesa la que había llamado a mi abuelo en el mes de mayo de 1941 para internarlo en un campo de concentración del Loiret, desde el que fue conducido hasta Auschwitz, para no regresar de allí jamás.

Pero la historia oficial también tenía una respuesta para todo esto: había habido una época desgraciada y oscura, en la que Francia no era Francia, en la que la verdadera Francia estaba en Londres, mientras que la falsa estaba en Vichy. No era fácil entenderlo, pero con algo de esfuerzo se conseguía, sobre todo después de haber aprendido una palabra tremendamente útil en la lengua francesa: eufemismo.

Poco a poco, fui siendo consciente de la amplitud del desastre.No era sólo mi familia, que había creído en los valores de Francia y se había refugiado en el país en los años 30, dejando Polonia para escapar de la miseria y de la ausencia de horizonte vital.No había sido sólo mi familia la que había sido engañada. No sólo habían sido engañados los 70.000 judíos deportados de Francia.Era todo el país el que se había reconstruido sobre falsos cimientos, sobre la mentira generalizada de una Francia vencedora y catapultada al rango de gran potencia, cuando la verdad es que había perdido la guerra. Y, lo que es peor, además de la guerra militar, había perdido la guerra moral.

Pero no ha sido hasta ahora cuando muchos se están empezando a dar cuenta de que se habían engañado. Las sinagogas o los cementerios profanados, los chicos aplastados contra el suelo o contra las paredes en los controles rutinarios de identidad, los vuelos charter de expulsados, las algaradas en los barrios periféricos, el estado de emergencia, los chicos perseguidos por la policía que, en vez de dejarse coger, prefieren refugiarse en un poste eléctrico y morir, presos del pánico... Son muchos los que están comenzando a ver el auténtico rostro del país y se niegan a creerlo.Algo así como esos vecinos que descubren, un día, la casa de al lado silenciosa, entran y encuentran, con horror, a la familia asesinada, al padre que mató a sus hijos y a su mujer, antes de apuntar el alma contra su propia cabeza, y dicen: «Es increíble, era una buena familia».

Sí, éramos vecinos amables, con una forma de vida simpática, con buenos vinos, buenos quesos, y un equipo de fútbol campeón del mundo, cuyo mestizaje era un símbolo de integración lograda, decíamos, al tiempo que no creíamos ni una palabra de todo eso.

Y al escuchar nuestros ampulosos discursos sobre los Derechos Humanos, hacíamos una mueca de indulgencia ante las lecciones que dábamos al mundo entero, como cuando sonreímos ante los defectos de alguien a quien queremos. Pero ante la desnudez de los hechos y el caos de las revueltas que se han venido sucediendo en los últimos meses en el país, he aquí que el vértigo del vacío se apodera de nosotros, como al final del Retrato de Dorian Gray.

Se ha terminado el tiempo de los bellos retratos, el tiempo del eufemismo. Y, mientras por nuestras calles desfilan los descontentos, en nuestra cara se dibuja claramente una expresión no de insatisfacción sino de una crisis profunda que habíamos conseguido ocultar durante tanto tiempo.

Seguramente conocen esos dibujos animados en los que un personaje que llega al borde de un acantilado continúa andando como si siguiese teniendo el suelo bajo sus pies. Pero, de pronto, se da cuenta de que está en el vacío y cae al abismo. Francia siguió caminando en el vacío, como si tuviese el suelo bajo sus pies, desde 1945. Siguió viviendo como si no hubiese pasado nada, como si no hubiese habido una guerra ni hubieran existido Vichy ni los colaboracionistas ni las deportaciones ni el exterminio.

El año 1945 no es una ruptura en la Historia de Francia y, a pesar de la depuración, a pesar de algunos sobresaltos, en conjunto venció la continuidad. Algunas leyes se conservaron y siguen estando hoy en vigor. Determinadas instituciones creadas por Vichy, como el carné de identidad, la fiesta de las madres o la policía nacional, siguen existiendo.

Sí, después de 1945, Francia se quedó tal cual. Y, cuando alguien viene a visitar París o el Monte Saint-Michel, lo que le atrae inconscientemente es precisamente eso. Vienen a contemplar un trozo del pasado. Un pasado que ya no les es asequible a los que nos visitan, porque en sus países, en los demás países de Europa, las huellas de las rupturas son más visibles y más profundas que las de la continuidad.

Una lectura profunda de Astérix permite ver que éste no sólo resiste a los romanos, sino que resiste sobre todo al tiempo, a la Historia. Y si el personaje se ha convertido en nuestro héroe nacional, no es, desgraciadamente, por casualidad. Muchos creen en el mundo fabuloso de Amelie Poulain, pero su mundo sólo existe en las películas fáciles, y, a pesar de nuestro deseo más profundo, el tiempo sí pasa.

Porque, después de 1945, vinieron Dien Bien Phu en Vietnam, la derrota de Indochina, y los argelinos arrojados al Sena y Charonne.Apenas terminada la guerra, Francia quiso compensar la vergüenza que sentía procurando exhibir hazañas gloriosas en ultramar.Pero no hubo suerte y sólo cosechó otra serie de masacres y de desastres. Y la independencia de las colonias fue arrancada a menudo con sangre, por culpa de esta negativa a mirar las cosas de frente y a la cara.

Hoy, abordamos una época nueva. Una época incierta, con posturas antiguas y periclitadas. Pero las fachadas se descascarillan y la ilusión vuela por los aires en mil pedazos. Por fin, comenzamos a descubrir la verdad. Somos un país vencido por las últimas guerras de la Historia. Somos un país perdido. Hemos creído que, como Orfeo, no debíamos mirar atrás, cuando era todo lo contrario: había que expurgar el pasado para poder mirar de frente hacia el futuro.

Hoy, quien más quien menos entra en su casa y se repliega sobre su familia, individual o colectiva. Es el momento de la memoria contra la memoria, del genocidio armenio contra el Holocausto, de la esclavitud contra la descolonización. Todo explota, todo se mezcla. Queremos dirigir el relato de la Historia, pero no sabemos dónde colocar la memoria. Llueven las disculpas, las peticiones de perdón y los reconocimientos, pero tarde, muy tarde.Cincuenta, 300... años después. Y ya ni siquiera sabemos qué fechas retener de la Historia, qué acontecimientos conmemorar.

A fuerza de permanecer inmóviles en medio del río, a fuerza de replegarnos sobre nosotros mismos, terminamos por ser arrastrados por la corriente y, en medio de los rápidos, tenemos miedo y, al tener miedo, gritamos no con todas nuestra fuerzas. No, no queremos movernos. Queremos que todo vuelva a ser como antes.

Pero la única oportunidad, la única esperanza es que la realidad, por fin, nos ha alcanzado. Por fin, nos vemos obligados a confesar que el rey está desnudo. Sí, somos un país perdido que ya no sabe casi nada. Sí, necesitamos reconstruirnos.

Lo que no hicimos antes, tenemos que hacerlo ahora: aceptar toda la Historia, tanto la gloria como la vergüenza y, sobre todo, la banalidad. Acabar con nuestra pretendida excepcionalidad y nuestra vanidad de gran potencia derrotada. Forjarnos otra identidad, un rompecabezas en el que cada pieza encuentre su lugar en vez de oponerse a las demás para formar una imagen. Sólo entonces dejaremos de tener miedo y encontraremos la fuerza que proporciona la verdad sin eufemismos.