Franco a caballo

Por Pedro Schwartz (LA VANGUARDIA, 23/03/05).

Los curiosos visitantes de la villa de Madrid quizá recuerden que, en el exterior del grupo de edificios llamado Nuevos Ministerios, podían verse las estatuas de tres personajes de la historia de España: en la fachada de la Castellana, la de Francisco Largo Caballero, presidente del gobierno durante el primer año de la Guerra Civil; más cerca de la plaza de San Juan de la Cruz, la de Indalecio Prieto, promotor de esos ministerios al inicio de la II República para combatir el paro y luego ministro de Defensa durante la guerra; por fin, a la vuelta de la esquina, delante del Ministerio de la Vivienda, una estatua ecuestre de Francisco Franco, fundador de ese departamento. Las efigies de los dos republicanos, debidas al cincel de Pablo Serrano, son artísticamente interesantes, especialmente la de Prieto. En efecto, el monolito rocoso apenas desbastado sobre el que Serrano montó la cabeza y los hombros de don Indalecio consigue sugerir lo monumental del personaje. En cambio, la cabeza de Largo Caballero, con sus gafas de aparatchik, no acaba de quedar bien fundida en un megalito, por mucho que le apodaran el Lenin español en alusión a su dogmatismo revolucionario. Aún menos apreciable era la estatua de Franco a caballo por Juan Capuz, pues el generalísimo, cualesquiera fueran sus virtudes militares, no lucía una figura demasiado marcial. Mas no vale la pena que se acerquen a la plaza de San Juan de la Cruz de Madrid para comparar los retratos de los dos republicanos y el general, tan acérrimos enemigos en vida, unidos por la concordia de la transición en muerte, ya que hace dos semanas la estatua ecuestre del general fue retirada furtivamente, supongo que por decisión de la heroica ministra de la Vivienda. A moro muerto, gran lanzada.

Yo solía llevar a los alumnos extranjeros de mi curso de Historia de España en el siglo XX a que vieran esas tres figuras juntas. La historia de los enfrentamientos civiles de España es cosa pasada, les decía. Lejos de retirar la estatua de Franco, Felipe González ha añadido la de los dos izquierdistas, proseguía. Los españoles incluso hemos empezado a no ensalzar ni condenar en bloque los personajes de esa terrible contienda. A Largo Caballero, a quien tanto adularon los comunistas por sus intentos de reconducir la República asediada hacia la disciplina civil y militar, se le compara hoy desfavorablemente con Prieto. En efecto, Largo Caballero, tras la mal llamada revolución de Asturias de 1934 (una revolución en toda España, organizada por el PSOE y Ezquerra Republicana contra la república burguesa),se comprometió ya para siempre con el ideal de una revolución proletaria, en imitación de la entonces cercana revolución rusa de 1917. En cambio, Indalecio Prieto, un socialista más moderno y democrático, se arrepintió de haber tomado parte en la intentona del 34. Tras el golpe militar de julio del 36, Azaña quiso hacerle presidente del gobierno, pero la oposición de Largo y los socialistas revolucionarios a ese nombramiento, que quizá hubiera salvado la República, fue total. También se ha matizado el juicio negativo sobre Franco, incluso entre algunos de los que se opusieron a él en vida: el general, queriendo o sin quererlo, por propio diseño o más bien por haber entreabierto las puertas a Occidente, presidió una transformación de España que ha ayudado a sacarnos del subdesarrollo y de la dictadura.

No sabemos, solía yo proseguir, lo que habría pasado si la guerra la hubiera ganado la República, cosa poco menos que imposible, visto el desbarajuste de los leales documentado por Michael Seidman en su reciente historia social de la República en guerra, titulada A ras de suelo. Vencido Franco, la Alemania nazi posiblemente habría invadido la España roja en 1940. Es más que probable que los victoriosos aliados hubieran querido instalar en España en 1945 una democracia a la italiana, con plan Marshall incluido. Entonces el conde de Barcelona podría haber adelantado en varios años la restauración de una monarquía parlamentaria. ¡Qué lección de historia tan sugestiva ante los tres monumentos! Ahora tendré que hacer un relato algo distinto y hablar de revanchas mezquinas con soldaditos de plomo.

Ciertamente yo habría estado a gusto en una república del Frente Popular. Pero en la medida de mis débiles fuerzas, siempre me opuse a la dictadura de Franco. Como joven monárquico liberal, tomé parte activa en las revueltas estudiantiles de febrero de 1956. Por esa razón fui procesado y luego perdí para siempre mi plaza en la Escuela Diplomática, ganada tras reñida oposición y hube de rehacer mi vida en Inglaterra. En 1969 fui confinado durante unos meses en Lezuza, un pueblo de la provincia de Albacete, por encabezar protestas democráticas en la universidad. Llegada la transición, fundé el partido Unión Liberal, que contribuyó a la unión de la derecha democrática en el Partido Popular. Nada muy trascendental, pero algo más de lo que hicieron muchos demócratas a la violeta del equipo de gobernantes que soportamos hoy.

No es éste el primer intento de negar la existencia de personajes que para siempre forman parte del pasado de una nación. Está la famosa foto de Lenin, en gesto de lanzar un mitin a su llegada a la estación Finlandia: en el documento original se veía a Trotsky al pie del podio. Luego Stalin hizo que le borraran de la foto y de la historia. Cuando no son siniestros, los intentos de reescribir el pasado resultan ridículos. Quienes han retirado la estatua ecuestre de Franco quieren hacernos creer que ellos por fin han ganado la guerra que sus abuelos perdieron en un mar de sangre. La historia se escribe con realidades, no con gestos dignos de Pantalón y Colombina.

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