Franco en el Diccionario de la Academia

Los historiadores, en principio, gozan de un poder que ni siquiera posee Dios: pueden cambiar el pasado a su antojo. Ciertamente, la historia es la cronología de unos hechos, que son interpretados por los historiadores, según sus creencias, porque los datos por sí solos no explican nada. Ahora bien, los historiadores que más solvencia alcanzan, son aquellos que tratan de acercarse lo más posible a a la objetividad, esto es, dejando a un lado sus prejuicios o sus preferencias.

Semejante cualidad es fácil alcanzarla cuando se escribe sobre personas o hechos, que los historiadores no han conocido personalmente, a causa -la mayoría de las veces- del paso del tiempo. Por el contrario, es más difícil conseguirla cuando el historiador se ocupa de hechos o personas de su tiempo. De ahí que Balmes, en sus conocidas reglas para el estudio de la Historia, contenidas en El criterio, señale en la tercera de ellas, que «entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió en él». Todo esto viene a cuento por la marejada que ha levantado la aparición de los 20 primeros tomos del Diccionario Biográfico Español, realizado por la Real Academia de la Historia. Esta monumental empresa, imitando especialmente el ejemplo británico, es digna de elogio, y constituirá sin duda una espléndida fuente de información, sobre todo cuando se digitalice, y pueda estar «al alcance -como se decía en el viejo No-Do- de todos los españoles».

Pues bien, la garantía para lograr su calidad, consistía principalmente en encontrar a los mejores especialistas para confeccionar, de forma objetiva, las biografías de los españoles más ilustres o significativos. Circunstancia que no ofrecía ninguna dificultad para todos los españoles biografiados que estuviesen muertos hace al menos un siglo, pero que ofrecía muchas más complicaciones en lo tocante a personas que han muerto hace pocos años o que todavía están vivas. En tales casos, había que haber seguido la regla tercera, ya citada, que recomienda Balmes, pues de no ser así se corría el riesgo de que historiadores o intelectuales que han conocido personalmente al personaje que biografían, se dejasen llevar por sus filias o por sus fobias, abandonando así toda objetividad. Según parece, esto es lo que ha ocurrido en algunos casos, aunque el más sonado de todos sea el que se refiere a la biografia de Franco, el español más controvertido en la reciente Historia española. Por eso, habría que haber seleccionado una persona que garantizase que el análisis del llamado Caudillo, fuese lo más aséptico posible y que se limitase a interpretar los hechos.

Sin embargo, no ha sido así, puesto que se escogió a un historiador, muy competente en la Historia Medieval, pero que parece que se ha dejado llevar por su simpatía hacía el personaje al que conoció personalmente y al que le unen demasiados vínculos afectivos que le impedían llevar a cabo con objetividad su tarea. En efecto, el catedrático Luis Suárez, no solo ha escrito varios volúmenes sobre Francisco Franco y su tiempo, sino que es Patrono de la Fundación Francisco Franco y, según parece, el único historiador que ha podido consultar los archivos personales del General. Es decir, salvando las distancias, es lo mismo que si se encargase la biografia de Alberto Ruiz Gallardón a Manuel Cobo: se sabe lo que daría de sí. Sea lo que fuere, como ni yo, ni la mayor parte de los que critican la biografia de Franco, la han leido entera, ni siquiera, según propia confesión, el mismo presidente de la Real Academia de la Historia -lo que tiene bemoles-, me voy a limitar a comentar la imputación más grave que se hace al artículo de Luis Suárez. Efectivamente, se dice que califica al régimen de autoritario, pero no de totalitario, ni tampoco de dictadura, afirmaciones que no se acomodan con la realidad de los hechos, según voy a tratar de demostrar.

El régimen que crea el general Franco fue desde su inicio, hasta su muerte en 1975, una auténtica dictadura, mucho más que la que todo el mundo denomina dictadura del general Primo de Rivera, que fue una pequeñez al lado de la franquista. Si una dictadura se caracteriza porque todos los poderes del Estado se concentran en las manos de una persona o un partido, o de ambos a la vez, el Régimen de Franco es un ejemplo paradigmático de dictadura. Para ello no basta con analizar las Leyes Fundamentales, que rigieron aparentamente, de forma acumulativa, el periodo franquista. Y, no basta porque la auténtica Norma Fundamental fueron las leyes de 1938 y 1939, que concedían los plenos poderes del Estado a Franco. Esto es, desde el momento en que la Junta de Defensa Nacional, en el aeródromo de Salamanca, le nombró el día 28 de septiembre de 1936, «Jefe del Gobierno del Estado español», su objetivo fue doble: hacerse con todos los poderes y durar en su cargo de forma vitalicia. De este modo, con las vicisitudes conocidas pero que no puedo explicar aquí, Franco, ayudado por su hermano Nicolás y por algún general, se convirtió en Jefe del Estado, según las Leyes de 1938 y 1939. El artículo 7 de esta última, lo deja bien claro: «correspondiendo al Jefe del Estado la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, conforme al artículo 17 de la Ley de 1938, y radicando en él de modo permanente las funciones de gobierno, sus disposiciones y resoluciones que adoptan la forma de Leyes o Decretos, podrán dictarse aunque no vayan precedidas de la deliberación del Consejo de Ministros...». La concentración de todos los poderes en sus manos duró, pues, hasta la misma muerte, pues la disposición transitoria II de la Ley Orgánica del Estado, así lo establecía.

Ahora bien, las siete Leyes fundamentales tenían también como motivación los dos objetivos citados, pero encubriéndolos cara al exterior y al interior. No cabe duda de que Franco, aunque fuese intelectualmente muy mediocre, era un hábil estratega no sólo militar, sino también político, y una de sus habilidades fue la de ir evolucionando, según le exigían las circunstancias exteriores o interiores, en un proceso puramente superficial o de fachada, intentando demostrar la institucionalización de su régimen, pero que se rigió siempre por las leyes citadas de 1938 y 1939. El Fuero del Trabajo de 1938, de carácter falangista y totalitario, iba dirigido a las potencias del Eje y a una de las fuerzas que contribuyeron a la victoria de la guerra civil. La Ley de Cortes de 1942, fue una concesión a otra fuerza: los tradicionalistas. El Fuero de los Españoles de 1945, se hizo para tranquilizar a los aliados y evitar el bloqueo internacional, tras la victoria en la II Guerra Mundial, e iba dirigido, como la Ley del Referendum del mismo año, a presentar una apariencia democrática que no se correspondía con la realidad. Por su parte, la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado tenía una doble motivación: contentar al sector monárquico del ejército y, al mismo tiempo, declarar a España como Reino, aunque no hubiese Rey, sino sólo una promesa de futuro. La Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, tenía como justificación, contentar a todas las fuerzas políticas del Régimen, agrupadas en una sóla entidad política, y en la que se exponían los principios más genuinos del franquismo. Por último, la LOE de 1967, gracias sobre todo a las presiones de los tecnócratas, se sometió a referéndum nacional, y se aprobó para acrecentar nuestra presencia, cada vez más necesaria, en los ámbitos institucionales europeos e internacionales.

Sea como sea, esta institucionalización sucesiva de un régimen que nunca dejó de ser una dictadura, que fue varios años totalitario, y que al final según la terminología del politólogo español residente en los Estados Unidos, Juan José Linz, se definió como un régimen «autoritario», se complementó con otras tres medidas. La Ley de Prensa de 1966, el nombramiento del sucesor a la Jefatura del Estado en 1969, y la separación de la Jefatura del Estado de la Presidencia del Gobierno en 1972, para nombrar a Carrero Blanco. Pero aunque siempre existió la represión contra la oposición -poco antes de morir Franco se decretaron varias penas de muerte-, el Régimen permitió la aparición de una clase media como nunca había habido en España, gracias también al Concilio Vaticano II, parte de la Iglesia comenzó a separarse del nacional-catolicismo imperante hasta entonces, y el turismo internacional de masas fue cambiando las rancias costumbres de una sociedad aherrojada por una ideología de origen totalitario, que produjo una fuerte represión en sus comienzos, y en la que siempre hubo una fuerte censura y una falta absoluta de libertades.

Por lo demás, los dos objetivos que Franco se había trazado desde el inicio, esto es, durar y concentrar todos los poderes en sus manos, trató de acomodarlos para que los principios de su régimen, continuasen también después de su muerte. Para lograr ese fin, nombró a Carrero Blanco, presidente del Gobierno, con el propósito de que la nueva Monarquía fuese una derivación modernizada del franquismo. Sin embargo, parece ser que Carrero había dicho alguna vez que tras la muerte de Franco presentaría su dimisión al Rey, con lo que Franco, informado de esto por los servicios de inteligencia, entró en una fuerte depresión. Tras el asesinato de Carrero, su enigmática frase de «no hay mal que por bien no venga», cobra así su auténtico sentido al nombrar a Carlos Arias Navarro en el puesto de aquel, pensando que éste sería completamente leal a su deseo de pervivencia del Régimen que había fundado. Lo que pasó después, lo conocemos perfectamente. Esperemos, pues, que la Real Academia de la Historia, como ya ha dicho, rectifique y corrija estas inexactitudes históricas, para que no desluzcan su gran obra.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de El Mundo.

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