Franco, en los calabozos de la conciencia

El del crédito es un asunto tan inestable que parece que ahora las mismas empresas que lo disfrutaron han dejado de hacerlo de la noche a la mañana. Pero hay un tipo de confianza que siempre ha sido más difícil de ganar porque su territorio es difuso y casi imaginario; el valor de lo simbólico se sostiene no se sabe bien en qué pero opera de una manera decisiva, casi primordial. Y quizá el mérito mayor de la iniciativa del juez Garzón ahora, 70 años después de la Guerra Civil y 30 después de la muerte de Franco, estriba en su dimensión simbólica y no tanto en su capacidad operativa para hacer una justicia que ya no va a pagar nadie, porque los culpables están todos muertos y sus delitos presumiblemente prescritos. Lo recordaba una carta publicada en este periódico el pasado domingo, que concluía que es un derroche de tiempo y dinero de la justicia española el ocuparse en localizar y exhumar fósiles de acuerdo con la voluntad de sus descendientes.

No le falta razón. Las aperturas de hoy parecen dejar en un segundo plano las exigencias de orden sentimental, ético o espiritual, aunque la demanda de los descendientes de los fusilados en las cunetas no va más allá, en casi todos los casos, de la restitución de la dignidad o la aspiración más rasa aún de saber dónde fue tirado el cadáver de un abuelo o de un tío.

Sin embargo, mi conclusión ante el mismo razonamiento es la contraria. La dimensión que importa en este caso es simbólica y el objetivo último cumple con la lógica democrática: el contundente e irreprochable enjuiciamiento de una sublevación que rompió la baraja democrática y metió de bruces al país en una guerra civil que no existía antes del 17 de julio de 1936 a pesar de los disturbios, las violencias callejeras o los enfrentamientos armados. El valor simbólico de esa iniciativa está en sacar de la cabeza de cualquier incauto, de cualquier joven desinformado e impresionable, de cualquier heredero o descendiente de familias franquistas, la menor duda sobre la ilegitimidad de un alzamiento.

Pero la causa de Garzón va más allá: imputa también un plan de exterminio que no se aborta o se detiene con el final de la guerra, sino que se extiende bárbara y metódicamente durante los muy largos y sangrientos años de la posguerra, no sólo con la impunidad del poder político militar sino con la complicidad de la judicatura y la Iglesia, para empezar y como mínimo.

Tuvo que recordarlo Ridruejo en 1962 -y Ridruejo había sido uno de los sublevados de 1936-, así que sabía muy bien de qué hablaba cuando hablaba de una Iglesia de la Victoria que "olvidaría censurar los abusos de la violencia, la inmoralidad económica o el despojo de los derechos más comunes", además de haber actuado tras la guerra "sin resolución para intentar la mitigación de la violencia ni para cortar después la carrera de los abusos". Y eso que Ridruejo era entonces, y siguió siendo después, católico practicante, aunque intransigente con la Iglesia franquista.

De la misma manera en que hemos vivido 15 años de transición sin que nadie diese un duro en público por la versión franquista de la guerra y de su propia dictadura, en los últimos lustros hemos vivido social y mediáticamente una rehabilitación indecorosa de esa versión. Carece del menor crédito político, intelectual o historiográfico y, sin embargo, ha sido difundida con denuedo en libros y radios y periódicos, y ha sido respaldada explícita o implícitamente por los sectores más irresponsables y reaccionarios del Partido Popular. El castigo electoral está siendo largo para el PP, pero quizá ahora convenía restituir el crédito íntegro para la versión democrática sobre la guerra y la dictadura. El juez Garzón ha entendido útil esa iniciativa, no para hacer juicios a la historia, ni para enmendar la plana a nadie, sino para fortalecer simbólicamente la asediada interpretación racional y más justa del origen de la guerra y el aplastamiento de la Victoria.

Hoy, además, puede contar con una minuciosísima e irrefutable información sobre los campos de concentración, sobre los asesinatos programados, las persecuciones de civiles, las represalias privadas y los desmanes practicados en la primera década larga del régimen. Sólo tendrá valor simbólico pero es seguramente el que importa para que aquellos que vieron en la Segunda República la madre de todos los males entiendan con más ecuanimidad y justicia histórica qué pasó entonces y cómo fue la victoria de los sublevados.

La fortaleza de la democracia no necesitaba esa iniciativa de Garzón. La necesitaba esa suerte de capital simbólico que es atreverse a respaldar de frente la verdad histórica cuando está en riesgo de descrédito. Y el mejor modo, en 2008, es que Franco vaya haciendo compañía en los calabozos de la conciencia a su admirador confeso Pinochet, y por una vía directa. Es decir, a través de su imputación como responsable de insubordinación política y militar contra el poder surgido de las elecciones de febrero de 1936. Los insolventes éticos e historiográficos tendrán así algo más estranguladas las líneas de crédito.

Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española de la UB.