Franco, Franco, Franco

Carmen Calvo está contenta. El Partido Socialista aguanta en las encuestas. La Kitchen tiene a los medios ocupados. Y ella ha recuperado protagonismo después de la primera ola pandémica. Y no cualquier protagonismo. Precisamente en el asunto en el que más goza, el del feminismo falso y las fosas. La semana pasada, la vicepresidenta primera del Gobierno presentó su anteproyecto de Ley de Memoria Democrática (sic). El texto, previamente filtrado a un par de periódicos, supone una vuelta a la España de Franco. El retorno a un tiempo sin luces, lastrado por la ignorancia, la intransigencia y la imposición. Una involución.

El anteproyecto del Gobierno es franquista desde su orwelliano enunciado. No hace falta ser una criatura borgiana para saber que la memoria, por definición, no puede ser democrática. Como tampoco totalitaria: ni fascista ni comunista. La memoria no es una construcción política, impuesta desde arriba, uniformemente roja o azul; es un caleidoscopio formado por recuerdos personales, sesgos inconscientes y referencias sobrevenidas. Sobre la memoria solo puede decirse lo mismo que Popper sobre la identidad: hay tantas como individuos.

El anteproyecto del Gobierno es devotamente franquista en su desprecio a los hechos, en su ciego culto a una ficción. El franquismo ahormó un relato sobre España y lo propagó con fervor. Se contó a sí mismo y a los niños sus mentiras, sobre los orígenes de la guerra, claro, pero también sobre la milagrosa génesis y gloriosas gestas de la España eterna. El sanchismo hace lo mismo, ahora con los vencidos. Construye una leyenda igualmente pueril y falaz. Nos cuenta y pretende contar en las aulas una novela épica y maniquea en la que la Segunda República emerge como la Arcadia agredida. Esta frase ridícula sobre la guerra civil: «Tuvo como objeto poner fin a la democracia y acabar con los demócratas». No fue ese el objetivo de la contienda, desde luego. Y demócratas hubo pocos, en un bando y en el otro. O esta otra afirmación, amarilla biliar, sobre los horrores cometidos por la dictadura: «Incluso el secuestro masivo de recién nacidos bajo una política de inspiración genética». Las fantasías de Baltasar Garzón, elevadas a categoría de Ley. Y lo que es peor, a categoría de Historia. La imposición de una versión oficial del pasado es propio de las dictaduras y su peor consecuencia es la ignorancia: la anulación de la complejidad y de los matices que distinguen a los hechos y a los hombres. Para convertir a Companys en mártir ocultan su golpe a la República.

El anteproyecto del Gobierno es franquista, y tópicamente goyesco, en su sectarismo; en su rechazo al otro, vivo y muerto. Le habla a una sola España. Como si no hubiera habido una guerra civil. Como si ningún español hubiera comulgado con Franco hasta su último aliento e incluso después: las masas que le vitoreaban en Barcelona y San Sebastián; las colas ante su féretro en Madrid. Y, sobre todo, como si no hubiera habido españoles, los más lúcidos, asqueados por ambos bandos. Miguel de Unamuno, doliente portavoz de una doble decepción. Manuel Chaves Nogales, expatriado por «la estupidez y la crueldad». Salvador de Madariaga, autor de la feliz expresión «la Tercera España». Dionisio Ridruejo, primero falangista, luego resistente y por fin vanguardia de la España inteligente y equilibrada de la Constitución. Bajo Franco hubo tres Españas. Desde 1978 hay muchas más: tantas como partidos, tantas como proyectos de vida en común.

El anteproyecto del Gobierno es perversamente franquista en su menosprecio al Estado de Derecho. Para anular las condenas de la dictadura socava la Ley de Amnistía, pieza clave de la reconciliación española. Además crea una Fiscalía ad hoc que, al carecer de capacidad real para depurar responsabilidades penales –los delitos ya han prescrito–, tendrá como sórdida misión la revisión histórica para el señalamiento político. Su responsable será algo así como un híbrido entre Dolores Delgado y Paul Preston. Y su referencia histórica más próxima, el Tribunal de Orden Público franquista: también él se ocupaba de juzgar y sancionar los delitos políticos. Ahora, con hasta 150.000 euros.

El anteproyecto del Gobierno es rudamente franquista en su ataque al núcleo de la democracia: la libertad de pensamiento y opinión. Así como Franco prohibió todos los partidos ajenos al Movimiento, hay miembros de nuestra coalición gobernante que fantasean con instar a la ilegalización, como mínimo, de Vox. Por el momento, les basta con decretar la extinción de la Fundación Francisco Franco, que es como arrojar tres toneladas de arroz sobre un trozo de pollo. Con un agravante: la hipocresía. Porque si hay una organización que merecería ser ilegalizada por su sistemático enaltecimiento del totalitarismo y humillación a las víctimas esa es Bildu, socio de investidura del Gobierno y objeto de su obsceno cortejo para la aprobación de los Presupuestos.

El anteproyecto del Gobierno es imperialmente franquista en su actitud ante los títulos nobiliarios. El texto decreta la supresión de los títulos concedidos entre 1948 y 1978, pero el Gobierno aclara que salvará a los «pocos intelectuales, académicos o científicos» a los que el régimen condecoró. Nada como el prestigio del intelectual. Y nada como la arbitrariedad del soberano Sánchez, al que su favorito incita ahora a rematar la tarea. «Tenemos que avanzar hacia una nueva República», proclamaba el sábado Pablo Iglesias, ese fake republicano que promueve el fin de la libertad, la igualdad y la fraternidad entre españoles. ¡A por el sucesor de Franco a título de Rey!

El anteproyecto del Gobierno es muguruzamente franquista en su interpretación del espacio público como extensión de la ideología en vez de escaparate de la Historia. Según el Gobierno, es imprescindible «resignificar El Valle de los Caídos como lugar de memoria». Para eso tendrían que devolver a Franco a su tumba. Porque no había lugar más descriptivo del nacional-catolicismo y, por tanto, más pedagógico y útil a la memoria que El Valle tal cual estaba, con Franco en su tétrico agujero y en lo alto la gigantesca cruz. En cuanto al cambio de nombre del Panteón de Hombres Ilustres, que pasará a llamarse Panteón de España, hay que entenderlo como un guiño a Zapatero y otros próceres patrios con veleidades de reconocimiento postrero. No les preocupa tanto el hombres como el ilustres.

El anteproyecto del Gobierno es fálicamente franquista en su concepción de la mujer. Si el franquismo encorsetó a las mujeres en el colectivo beatas y de derechas, el sanchismo las encorseta en el colectivo víctimas y de izquierdas. El texto incluso llega a invocar una «memoria de las mujeres». Como si todas las españolas hubieran sido pasionarias. Como si todas las de derechas hubieran sido tontitas reprimidas sin criterio o crueldad propia. Como si muchas no hubieran sobrevivido extramuros de ambos bandos. En pocos textos resulta tan evidente, y tan patético, el intento del falso feminismo oficial por politizar el machismo. Solo les falta resucitar el «una, grande y libre».

Por último, el anteproyecto del Gobierno es vocacionalmente franquista en su propósito de perpetuar al caudillito, ahora socialista, en el poder. El texto refuerza aún más si cabe la identificación entre antifranquismo y democracia. Una identificación falaz que explica la insólita superioridad moral que ostentan en España fuerzas reaccionarias como los nacionalistas y radicales como Podemos. Claro que hubo antifranquistas demócratas, la inmensa mayoría, pero también los hubo anti-demócratas: ETA, por supuesto. Y también el FRAP. Sin embargo, en el listado de víctimas que el Estado habrá de reconocer, el anteproyecto incluye la siguiente categoría: «Las personas que participaron en la guerrilla antifranquista». Solo los ingenuos pensarán que se refiere exclusivamente a los maquis. Ahí anidan también fraperos y etarras. Podemos, heredero ideológico e incluso biográfico del FRAP, y Bildu, intérprete impenitente de ETA, son los verdaderos beneficiarios de esta ley. Y, por extensión, el hombre que los necesita para seguir en el poder. Ahora se entiende el pésame de Sánchez por el suicidio de Igor González. No lamentaba la muerte de un terrorista, sino la de un guerrillero antifranquista.

El anteproyecto del Gobierno tendrá que superar ahora el escrutinio de los órganos consultivos. La última palabra la tendremos los diputados. Yo propongo que el Partido Popular pronuncie un hondo, rotundo, luminoso y definitivo No. Ahora y siempre: cualquier iniciativa de la izquierda asociada a su obsesión por liquidar la paz civil –que es, sobre todo, el respeto a la verdad y al otro– deberá obtener por norma el rechazo del PP. La razón es simple: no queremos volver a la España de Franco.

Cayetana Álvarez de Toledo, diputada del PP por Barcelona.

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