Franco y la alternativa monárquica

La reciente publicación en ABC de una selección de documentos sobre las conspiraciones antifranquistas de la oposición monárquica ha permitido perfilar mejor nuestro conocimiento de aquellos tiempos críticos para España. Apenas habían pasado tres años desde la victoria incondicional sobre el Eje de la coalición aliada encabezada por Gran Bretaña, la Unión Soviética y los Estados Unidos. Pero su cooperación bélica se había convertido ya en una dura pugna por la hegemonía entre dos superpotencias que había dividido en dos mitades a Europa y amenazaba con dividir igualmente el resto del mundo: el bloque occidental liderado por EE.UU. y el bloque oriental dirigido por la URSS. De hecho, iniciado tibiamente a finales de 1945 con los desacuerdos sobre la división de Alemania, el clima de Guerra Fría entre los antiguos aliados se había oficializado en marzo de 1947, con la decisión norteamericana de ayudar a Grecia y Turquía en sus enfrentamientos con la Unión Soviética. Desde febrero de 1948 ese clima de hostilidad casi prebélica se agudizó tras el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia y con la proclamación de la República Popular de Corea del Norte.

En España, Franco aprovechó con destreza la oportunidad abierta por la Guerra Fría para consolidar su situación interna y resistir las presiones diplomáticas anglo-norteamericanas para forzar su retirada en favor del pretendiente, Don Juan de Borbón, con el apoyo del alto mando militar, los grupos monárquicos y la izquierda republicano-socialista moderada. Los aliados victoriosos habían descartado desde el principio otra política más enérgica en virtud del interés geoestratégico de la Península Ibérica para la defensa de Europa occidental y con el fin de evitar todo peligro de desestabilización política en España en ese contexto crítico. Por eso la condena aliada del régimen se limitó a la imposición de un ostracismo desdentado por medio del veto a su ingreso en la ONU (agosto de 1945), pero sin contemplar sanciones económicas o militares para propiciar la caída de Franco.

Acosado por la condena internacional y la presión interna monárquica, Franco libró su último combate por la supervivencia entre los años 1945 y 1948, reavivando la memoria de la Guerra Civil, intensificando la represión contra los republicanos y dividiendo a los monárquicos con una política de cesiones formales y dilemas mortales. Como explicó a los generales Varela y Kindelán a lo largo de 1945, solo por la fuerza resignaría sus poderes, y no sin luchar: «Yo no haré la tontería que hizo Primo de Rivera. Yo no dimito: de aquí al cementerio».

Y lo mismo hizo saber ante las potencias occidentales, consciente de que el creciente conflicto entre la URSS y los EE.UU. aumentaba el valor estratégico de España y el interés de su régimen anticomunista. En palabras de su entonces ya principal colaborador, el luego almirante Carrero Blanco, en agosto de 1945: «Los anglosajones aceptarán lo que sea de España si no nos dejamos avasallar, porque en modo alguno quieren desórdenes que puedan abocar a una situación filocomunista en la Península Ibérica».

Esa política de resistencia numantina fue completada por un rosario de cesiones formales que acabaron limando las críticas exteriores y las denuncias internas de la oposición monárquica: promulgación del Fuero de los Españoles como sucedáneo de carta de derechos civiles y formación de nuevo gobierno con postergación falangista y promoción de ministros católicos (julio de 1945), derogación del saludo oficial fascista (septiembre de 1945), aprobación de la Ley de Referéndum para la participación popular en la gestión gubernativa (octubre de 1945), aprobación de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado que proclamaba a España como reino (julio de 1947) y referéndum de dicha ley con aprobación de más del 80 por ciento de los participantes (julio de 1947). El resultado fue que, a principios de 1948, la España de Franco estaba plenamente consolidada y en vías de reintegración en la esfera occidental, si bien por la puerta trasera, como socio menor y poco apreciado en virtud de su previa política filogermana y su anacrónico sistema político.

La oposición monárquica reaccionó ante la evolución de los acontecimientos entre 1945 y 1948 con notable inseguridad, no pocas vacilaciones, crecientes divisiones en sus filas y muy limitadas capacidades de actuación práctica. Kindelán había previsto desde el principio las opciones de la restauración: «Con Franco. Sin Franco. Contra Franco». Pero solo la primera resultaba realmente viable porque las otras estaban descartadas, entre otras cosas, por una razón apreciada por el general Aranda ya en 1946: «El Ejército es más franquista que nunca» y «hoy no es posible discutir a Franco en ningún cuarto de banderas». Y si esa era la situación entre los militares, el panorama entre los civiles no era más prometedor. A juicio de José María Gil Robles, en abril de 1947: «Las derechas españolas, salvo excepciones contadísimas, viven en espíritu de guerra civil, sin concebir siquiera cosa alguna que signifique una posibilidad remota de concordia o transigencia. Son el grupo vencedor, el bando que con enormes sacrificios y dolores conquistó la victoria y que no está dispuesto a dejársela arrebatar». El corolario fue el triunfo político de la aprobación de la Ley de Sucesión, que hizo de Franco un regente sin corona, pero con derecho a otorgarla a un pretendiente de su elección. Así lo confesó con amargo pesar Kindelán a Don Juan: «No creo que Franco, en su actual estado ególatra, piense en dar paso a la Monarquía».

En junio de 1948 Don Juan asumió la situación y decidió descartar la vía del combate público contra Franco, consciente de que «sigue decidido a mantenerse, y más ahora que la hostilidad internacional contra él ha perdido virulencia». De esa renuncia surgió la entrevista entre ambos en alta mar frente a la costa de San Sebastián a finales de agosto de 1948. Y allí se abrió una posibilidad de restauración remota, pero que conciliaba ambos intereses: enviar al infante Juan Carlos, de apenas 10 años, a estudiar a España bajo supervisión de Franco. Así lo entendió la Reina Victoria Eugenia con resignado pesar: «La idea de apoderarse de mi nieto resulta la consecuencia lógica de su famosa Ley de Sucesión». No erraba el juicio.

Enrique Moradiellos, historiador.

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