François Hollande, el socialista no comprometido

Los franceses acaban de confirmar su creatividad política. En otras democracias occidentales, una elección presidencial lleva a la victoria clara de un partido sobre el otro, junto con la aprobación de un programa más o menos predecible. ¿Ha sido este el caso en las elecciones francesas? El 22 de abril, fecha de la primera vuelta de las elecciones, los franceses eligieron al candidato por el que más se inclinaban entre 10 aspirantes a la Presidencia. El 6 de mayo, día de la segunda vuelta, entre los dos rivales que quedaban, han rechazado al presidente que ocupa el cargo, Nicolas Sarkozy, en la misma medida en que han seleccionado al socialista François Hollande. ¿Ha terminado la batalla? Desde luego que no, ya que los planes de ambos candidatos eran lo suficientemente imprecisos: basándose en el programa de Hollande, sigue siendo imposible predecir cómo gobernará y, sobre todo, cómo hará frente a la crisis de deuda soberana que se avecina. Intentemos hacer un análisis más profundo de las rondas presidenciales, dos de ellas ya finalizadas y la tercera todavía por celebrarse.

La consecuencia más importante de la primera vuelta fue revelar el peso del a menudo llamado voto populista. Se ha escrito mucho sobre el auge del Frente Nacional de extrema derecha: con un poco más del 18% de los votos, Marine Le Pen ha superado los logros pasados de su padre, el fundador del partido. Simultáneamente, en el extremo opuesto del espectro ideológico, un candidato de extrema izquierda, Jean-Luc Mélenchon, apoyado por el Partido Comunista, llegaba al 11%. Se podría añadir a estos dos candidatos una colección variopinta de trotskistas y ecologistas radicales. Todos juntos, representan a un tercio de los votantes franceses. ¿Deberíamos añadirlos? Aparentemente, arremeten los unos contra los otros, pero cuando escuchamos sus acalorados discursos y leemos sus incendiarios programas, se ve que comparten el mismo odio hacia Europa, la globalización y el libre mercado. Todos ellos representan más o menos a los mismos segmentos olvidados u oprimidos de la población francesa, esos que viven en la nostalgia del pasado glorioso francés (la revolución o el imperio), los empleos estables, la ausencia de competencia, protegidos por unas elevadas barreras arancelarias. Aunque la extrema derecha sea más xenófoba y la extrema izquierda más revolucionaria, ambas comparten un programa antieuropeo, antieuro, antimercado y anticompetencia: todos defienden un Estado más fuerte que proteja el llamado estilo francés frente a cualquier intromisión extranjera (ideológica o étnica). En pocas palabras, una tercera parte de los franceses, en la primera vuelta, han hecho crecer la marea populista que inunda Europa Occidental. Francia será difícil de gobernar cuando un tercio de sus ciudadanos se sientan privados de representación, dispuestos a decir no a la orientación mundial de la sociedad francesa. Tras esta primera vuelta, Hollande y Sarkozy, los dos aspirantes que han quedado, independientemente de sus diferencias, pertenecen a una misma interpretación racional de la sociedad, la economía y el Estado.

La segunda vuelta ha confirmado hasta qué punto estaban cerca estos dos contendientes. Esto parecerá contrario al sentido común, ya que se suponía que Hollande era el candidato de la izquierda y Sarkozy el de la derecha. Sin embargo, la retórica de ambos candidatos ha resultado ser más fuerte que el contenido de sus programas. Hollande ya no es la clase de agitador socialista que Francia había alimentado hasta la época de François Mitterrand, presidente desde 1981 hasta 1995: Hollande, a diferencia de Mitterrand,parece más cerca de los socialdemócratas alemanes o los laboristas británicos que de la obsoleta tradición marxista . Desde luego, no ha propuesto la nacionalización de las industrias y los bancos que el núcleo del programa de Mitterrand en los años ochenta. Hollande apenas ha mencionado la necesidad de realizar inversiones públicas para reavivar el crecimiento económico; se ha mostrado muy cauto a la hora de prometer aumentar el número de profesores (el electorado básico del Partido Socialista); no ha propuesto que el país se deshaga de las centrales nucleares. Sobre todo, refutando por completo la tradición socialista francesa, Hollande ha prometido equilibrar el presupuesto del Estado para cumplir con los tratados europeos y no ha dicho ni una palabra en contra de la independencia del Banco Central Europeo, con sede en Fráncfort. Como único pequeño matiz ante la estrategia de austeridad que propugna Alemania, pedirá a sus socios europeos que añadan la palabra crecimiento a las obligaciones estatutarias del Banco, cuyo único deber hasta ahora es mantener la estabilidad de los precios.

Este paso del socialismo tal como lo conocíamos a una socialdemocracia de centro-izquierda ha reducido considerablemente la distancia ideológica que lo separa del programa de Sarkozy, más derechista. Al estar la extrema derecha tradicionalmente mucho más orientada hacia el Estado que hacia el libre mercado, el debate entre ambos rivales ha sido una competición de virtud financiera: cada uno acusaba al otro de no estar preparado para la tarea de reducir el déficit público. No se ha producido un enfrentamiento claro entre una derecha defensora del libre mercado y una izquierda estatista o al menos keynesiana. Sarkozy, al ser un hombre de tácticas y no de principios sólidos, sabe que a los franceses no les gusta el libre mercado y que esperan que el Estado resuelva sus inquietudes existenciales. Por eso, apenas mencionó lo que el emprendimiento y la innovación económica podrían traer a la economía francesa; al rehuir el debate económico, ha tratado de trasladar la controversia con Hollande hacia el terreno más mitológico de la identidad nacional y los controles fronterizos, el punto flaco de la izquierda desde una perspectiva derechista y populista. Pero ha sido en vano.

Por tanto, al final de la segunda vuelta, la victoria de Hollande parece ser menos una elección que un rechazo de Sarkozy. A Hollande todavía se le conoce muy poco, nunca ha ejercido ningún cargo público nacional y sigue siendo más bien un candidato no comprometido. La elección presidencial, en última instancia, ha sido un referéndum a favor o en contra del famosísimo Sarkozy frente al desconocido Hollande.

Este referéndum pone al timón a un político al que no se ha puesto a prueba, sin ningún programa claro: independientemente de las decisiones que tenga que tomar por la presión de la crisis económica, su legitimidad se verá amenazada, comprimida por la falta de un programa, un tercio de franceses populistas y los defensores del antiguo presidente. La tercera vuelta, todavía por celebrarse, se convertirá por tanto en la más difícil de ganar. El nuevo presidente no tendrá que enfrentarse a la elección democrática de los votantes en los colegios, sino al comportamiento impredecible de esos franceses siempre dispuestos a tomar las calles, por un lado, y los mercados financieros, por el otro. Con los policías suficientes, uno puede controlar las calles de París: pero ningún presidente puede convencer a Wall Street de que compre bonos del Tesoro francés a un tipo soportable. Hasta ahora, ningún jefe de Estado, en ningún sitio, ya sea España, Estados Unidos o Japón, ha ideado una forma de escapar de la necesidad de equilibrar el presupuesto del Estado. Todas las economías occidentales sufren a causa de una deuda insostenible, todas al borde de una crisis de deuda soberana: una enfermedad extendida que es consecuencia de 30 años de despilfarro público. El camino hacia delante es la «austeridad» como condición previa para el crecimiento. Por una especie de ironía histórica, puede que en Francia le corresponda a un presidente teóricamente socialista transmitir este mensaje con más autoridad que la de un presidente conservador.

Por Guy Sorman, filósofo y ensayista

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