François Mitterrand o la nostalgia por el último Monarca francés

Nicolás Baverez, historiador y economista (ABC, 21/01/06):

EL décimo aniversario de la desaparición de François Mitterrand ha proporcionado a los franceses una nueva ocasión de entregarse a la conmemo-nación, ese extraño ritual característico de la «excepción francesa» que consiste en olvidar las desilusiones y los fracasos del presente idealizando un pasado mítico. En efecto, la canonización del antiguo presidente, que llega a situarle por delante de Charles de Gaulle en el firmamento de presidentes de la V República, presenta numerosas paradojas.

Para empezar, contrasta con el fin del reino de pesadilla de su segundo septenio, situado bajo el signo de una cohabitación surgida del derrumbamiento de la izquierda en las elecciones legislativas de 1993; de la multiplicación de los casos de corrupción; de la instalación duradera de la extrema derecha en el corazón de la vida política; de la desviación de las instituciones de la V República y de un Estado puesto al servicio de un clan; de la explosión del paro, que afecta a 2,9 millones de personas frente a los 1,8 millones de 1981; del aumento de la pobreza; del debilitamiento de la posición diplomática de Francia debido al apoyo desesperado a la URSS de Gorbachov contra la Rusia de Yeltsin; del intento de frenar por todos los medios la unificación alemana; y del apoyo a la Serbia de Milosevic a pesar de la limpieza étnica en nombre de la primacía del statu quo territorial en Europa. Después porque, al no poder debatir un balance político muy ambiguo, las celebraciones se han centrado en la trayectoria personal de François Mitterand, que es igualmente discutible, situada toda ella bajo el signo de la mentira sobre su intervención en los servicios de información del régimen de Vichy; sobre la existencia de una segunda familia que en realidad era la primera (encarnada por el lugar ocupado por su hija Mazarine); y sobre su cáncer, conocido y ocultado desde noviembre de 1981 hasta 1992.

Cuatro razones se mezclan para explicar, si no justificar, el asombroso retorno a la gracia de François Mitterrand en la mente y la memoria de los franceses. La primera reside en la serie de fracasos de su sucesor, Jacques Chirac, del que François Mitterrand había trazado premonitoriamente el siguiente retrato: «Dice y hace lo que sea: puede que le elijan después de mí, pero será el hazmerreír del mundo». Jacques Chirac, que cerró prematuramente su quinquenio en 2005 con el referéndum perdido sobre la Constitución europea, igual que había puesto fin a su septenio anticipando la disolución de la Asamblea en 1997. Sancionado al final de un annus horribilis marcado, además de por el referéndum, por el fracaso de la candidatura de París a los Juegos Olímpicos de 2012, por la implosión del pseudomodelo social francés durante las revueltas urbanas y por el descenso de Francia del cuarto al sexto puesto en las filas de las potencias económicas mundiales, una guillotina política simbólica, pues solamente el uno por ciento de los franceses desea que se vuelva a presentar en 2007. A diferencia de los 12 años de ejercicio del poder de Jacques Chirac, de los que no quedará nada, el balance de Mitterrand, por negativo que sea, tiene una parte de auténticos éxitos: la primera alternancia política durante la V República; las reformas institucionales y sociales de 1981, desde la descentralización hasta la supresión de la pena de muerte, pasando por la liberalización de los medios de comunicación; el discurso en el Bundestag en 1983, que tuvo un papel significativo en el desenlace favorable de la crisis de los euromisiles; y el Acta Única, la adhesión de España y Portugal, el tratado de Maastricht y la entrada en el euro, en el ámbito europeo, único ámbito en el que el antiguo presidente mostró una perfecta constancia en sus convicciones y su línea.

La segunda, también por defecto, procede de la aguda crisis de la izquierda francesa. Crisis sociológica con la separación del electorado popular, de los asalariados y del mundo del trabajo. Crisis cívica a la sombra de la humillación del 21 de abril de 2002 que vio a Lionel Jospin superado por Jean-Marie Le Pen. Crisis ideológica bajo el efecto de la toma de control intelectual lograda por la ultra izquierda desde el referéndum de 2005. Crisis diplomática con el aislamiento de la izquierda francesa en el seno de los partidos y las fuerzas socialdemócratas de Europa. Crisis de liderazgo político sobre todo con la brecha abierta por el referéndum en el partido socialista, así como la multiplicación anárquica de los partidos y los candidatos a las elecciones presidenciales. De ahí la rehabilitación tanto de los años de oposición de François Mitterrand, caracterizados por la estrategia de Unión de la Izquierda y el Programa Común, como de sus presidencias imperiales, que unieron la retórica de ruptura con prácticas más moderadas.

La tercera está relacionada con la nostalgia hacia una forma de grandeza de Francia y respeto de su rango, cuya ilusión François Mitterrand supo hacer vivir con sus palabras, aunque no arraigar en la realidad con sus actos. Mientras él tiene una responsabilidad mayor en la incapacidad de Francia para adaptarse al nuevo orden surgido de la globalización, de la caída del muro de Berlín y de la reunificación de Europa, los franceses cultivan la pena por ese período bisagra surgido de la Guerra Fría, en el que Francia participaba, junto a otros miembros permanentes del Consejo de Seguridad y junto a las potencias nucleares, en las grandes decisiones que forjaban el rumbo de la historia mundial, donde conservaba una especie de derecho de primogenitura y de liderazgo político en la construcción europea.

Finalmente, la última y más importante está relacionada con el estilo monárquico con el que François Mitterrand presidió los destinos del Estado -más que del país, por otra parte- y que le permitió permanecer al timón durante el período más largo desde Napoleón III, que reinó de 1852 a 1870. «Yo soy el último de los grandes presidentes. En pocas palabras, el último en la línea de De Gaulle. Después de mí ya no habrá otros en Francia. Debido a Europa, debido a la globalización, debido a la necesaria evolución de las instituciones», declaraba en el ocaso de su vida. De hecho, la banalización del mandato presidencial con su reducción a cinco años, la evolución de la sociedad francesa y su distancia crítica cada vez mayor frente al poder político, la apertura de la economía, la competencia exacerbada entre los sistemas políticos y sociales, y los fracasos acumulados sobre todo por un sistema de concentración de poderes tan poco liberal como democrático, convergen para volver a poner en tela de juicio la monarquía cada vez menos republicana, imaginada y tallada a su medida por el general De Gaulle.

Como el duque de Guisa, François Mitterrand parece aún más grande muerto que vivo, y sigue fascinando por su capacidad de maniobra, por su trayectoria personal tan antinómica como excepcional que vio a un hombre formado en la extrema derecha entregarse a la tarea de llevar de nuevo al poder a la izquierda francesa bajo la V República y llevarla a buen término, y por su habilidad para reescribir su propia leyenda. Bajo el elogio excesivo y sesgado que le rodea destacan en realidad la humillación de un país en declive y en revolución oculta contra los dirigentes incapaces e irresponsables, el desamparo de un pueblo huérfano de política e historia, y la llamada de una nación desgarrada para reencontrar un destino a su medida en el corazón de las grandes transformaciones del siglo XXI.