Frankfurt o Londres

Cuando los grandes países europeos eran fuertes y tenían ambiciones colonizadoras en el mundo creían en el poder y en las glorias marciales. Inglaterra salió derrotada de las guerras que ganó, Francia no se sacudió el miedo colectivo desde las inútiles carnicerías humanas cuyo exponente máximo fueron los cientos de miles de soldados franceses y alemanes caídos en Verdún en la Gran Guerra.

Alemania sigue con la memoria perturbada después de las tragedias pensadas y ejecutadas por gobiernos de Berlín en las dos guerras del pasado siglo. Italia empezó la última guerra al lado de Alemania y la acabó pegada a los aliados vencedores. España se enzarzó en su propia tragedia colectiva y vivió ajena a los debates ideológicos y políticos europeos hasta que en 1986 empezó a entrar en los clubs occidentales de los que había estado inútilmente ausente durante más de tres siglos.

Debajo de la piel de los debates que se plantearán esta semana entre los 28 jefes de gobiernos de la Unión Europea permanece el desgarro de tantas equivocaciones e injusticias que se saldaron con guerras y con millones de muertos.

El mecanismo de la Unión Europea, con todas sus imperfecciones y frustraciones, sigue su curso. El Parlamento tiene que elegir al presidente de la Comisión, que es probable que sea Jean-Claude Juncker. Los británicos no lo quieren. Tampoco Suecia, Holanda y Hungría. Los cuatro disponen de 64 votos, una minoría de bloqueo insuficiente que no alcanza a los 93 necesarios para vetar el nombramiento de Juncker.

El problema de David Cameron es que ha prometido un referéndum para salir de la Unión si gana las próximas elecciones y que ha quedado como tercera fuerza política en las europeas del 25 de mayo, detrás de los antieuropeos del UKIP y de los laboristas. Los tories británicos abandonaron el Partido Popular Europeo y crearon su propio grupo, al que ahora se han sumado euroescépticos daneses, alemanes y finlandeses. No sé si el diputado Ramon Tremosa, de CiU, acabará aterrizando en el grupo de Cameron o bien seguirá a la greña en el Grupo Liberal con Ciutadans y los de Rosa Díez. Qué manera tan inútil de ponerse en evidencia.

Gran Bretaña no ha dejado de poner palos en la rueda desde que confirmó su pertenencia a Europa en el referéndum de 1975. Thatcher y Major no fueron europeistas y Blair no pudo neutralizar el euroescepticismo de los medios británicos. Cameron, nuevamente, ha levantado la bandera de poner trabas para no perder influencia en Bruselas y Estrasburgo. La pugna de verdad está entre la City de Londres y el Banco Central Europeo, con sede en Frankfurt.

Inglaterra quiere salirse de los compromisos de regulaciones financieras, de las cuotas sociales y de pesca para tener un argumento que esgrimir en la campaña de la independencia de Escocia del 18 de septiembre. En definitiva, Cameron quiere hacer saltar por los aires la eurozona, en la que Alemania y Francia son los principales impulsores y garantes.

Cuando había millones de soldados norteamericanos durante la guerra fría en Europa, principalmente en Alemania, se pensaba que la fuerza era imprescindible. Pero los movimientos de Rusia en Crimea y en Ucrania y la radicalización islámica en Iraq y Siria, la involucración de Turquía y los gritos de independencia de los sesenta millones de kurdos repartidos entre cinco países de Oriente Medio nos llevarán a repensar las cuestiones de seguridad que siguen estando en manos de Washington.

Claro que es mejor una Europa debatiendo sobre regulaciones financieras por jefes de gobierno y ministros de Economía que una Europa con poderosos estados mayores jugando con el puntero y observando las siempre inseguras y cambiantes fronteras continentales. No quiero imaginarme la situación que acompañaría la crisis actual si Europa tuviera a varios millones de soldados acuartelados y se hablara más de armas que de euros. Afortunadamente, los conflictos no se dirimirán más con invasiones militares terrestres.

Pero desaparecida o cambiante la protección militar de Estados Unidos, lo que sería muy peligroso para todos es que renacieran las confrontaciones nacionales de los grandes estados que tanto daño han perpetrado en los últimos dos siglos.

La Europa ideal no existe, afortunadamente. Pero sí que hay que mantener por encima de todo la Europa de la convivencia, de los acuerdos, de los objetivos comunes, de no romper el frágil hilo que aguanta los intereses de cada uno sin perjudicar a los del otro.

Hay que preservar que nos podamos sentir en casa si paseamos por Edimburgo, Leipzig, Marsella, Barcelona, Oporto, Salzburgo o Nápoles. No será fácil y los intereses contrapuestos están ahí y son defendidos con vehemencia por las partes.

Nosotros, en Occidente, dice Steiner, somos un animal construido para plantear preguntas y tratar de lograr respuestas, cueste lo que cueste. Que la fractura no se produzca entre Londres y Frankfurt sino en un ámbito de una Europa federal, simétrica o asimétrica, imperfecta en cualquier caso, que evite conflictos nuevos en nombre de ideologías de matriz populista que no aceptan el respeto que merecen todos los europeos, independientemente de su procedencia, su raza y sus creencias.

Lluís Foix

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