Fraude intelectual en forma de libro

Menuda la que se ha armado con la aparición del Diccionario Biográfico Español publicado por la Real Academia de la Historia. ¿Tenemos remedio? Se ve que no, que no lo tenemos. No es como para alegrarse. Los diccionarios sirven, debieran servir al menos en principio, para fijar conceptos, despejar interpretaciones y dudas, sancionar lo que la opinión pública ha aceptado en virtud de que, cosa curiosa, la gente también piensa, emite opiniones, se informa, aunque en ocasiones sea desinformada, y de ese ejercicio de observación y estudio, de serenidad y calma e, incluso, de responsabilidad y autoridad no solo científica, sino también moral (se es académico a través de un proceso de decantación de la excelencia y así sucede o debiera suceder en la mayoría de los casos), se concluyen definiciones, conceptos y datos que figuran en ese diccionario.

Totalitario, por ejemplo, «dícese del régimen político que ejerce fuerte intervención en todos los órdenes de la vida nacional, concentrando la totalidad de los poderes estatales en manos de un grupo o partido que no permite la actuación de otros partidos». Así viene recogido en la vigésima edición del diccionario de la RAE, la de 1984. Ese ejercicio de autoritarismo requiere, indudablemente, de lo que se conoce como «una mano dura» posada sobre la realidad social por «un gobierno que, invocando el interés público, se ejerce fuera de las leyes constitutivas de un país», según de nuevo nos señala el diccionario de la RAE y así lo entendemos todos.

¿Todos? No. Los miembros de la Real Academia de la Historia lo entienden de otro modo. Desde su presidente a su último incorporado, pues todos son colegiada y tácitamente responsables de la edición de ese diccionario que recoge las biografías de cuarenta y tantos mil españoles, todos ellos certifican en su publicación que el general Franco fue, tan solo, un ser autoritario, «un partidario extremado del principio de autoridad»; pero no un autócrata, no una persona que «ejerce por sí sola la autoridad suprema en un Estado»; tampoco un dictador, «con facultades extraordinarias»; tantas como para «detentar en sí mismo» no solo la jefatura del Gobierno de la nación, sino también la jefatura del Estado, en medio de una realidad legal de partido único, religión única y pensamiento único.

Vivimos en un país extraño en el que robar a un ladrón tiene cien años de perdón; en el que se propugna que de la desconfianza surge el acierto; en el que el quinto mandamiento fue expresado, durante algún tiempo, de forma asaz curiosa: matarás con justicia, se decía, y se afirmó que matar a un azul no era matar, matar a un rojo tampoco. De ahí, de ese tiempo, viene el daltonismo intelectual del que acaban de hacer gala los académicos de la RAH que nos ponen verdes de vergüenza mientras se ufanan de habernos vestido de verde esperanza. Ya ven que no. Tan solo nos han llenado de preocupación y de tristeza.

Los responsables de la edición del Diccionario Biográfico debieran dimitir de sus obligaciones, abandonando los sillones que ocupan después del fraude intelectual cometido. No por pensar como piensan, son muy libres de hacerlo como quieran, pero sí por desvirtuar el lenguaje, falsificar la historia del modo en el que lo han hecho y, además, haber utilizado dinero público para manifestar sus opiniones personales.

Otra cosa sería que, después de haber puesto las palabras en su sitio, utilizando debidamente los conceptos que encierran, basándose en datos ciertos, llegasen a conclusiones que a no pocos se les antojarían, al menos, opinables y reflejasen las propias; por ejemplo, si es cierto que un sistema democrático es algo que no funciona por debajo de no sé ahora cuántos miles de euros de renta per cápita, hubiese sido poco discutible que sugiriesen e incluso afirmasen que ese nivel de renta se alcanzó, en su momento, gracias al que fue denominado Plan de Estabilización llevado a cabo, precisamente, durante el régimen totalitario del general Franco.

Podría gustar o no la utilización del dato, pero pocos se atreverían a negarlo. A los señores académicos, significadamente a su presidente y al autor de la biografía, causantes directos del desbarajuste organizado, les perdió su condición. ¿Cuál? La equivalente a la que nos llevaría a cualquiera de nosotros a rechazar a un cirujano que, dada su creencia religiosa, se negase a transfundirnos la sangre que hiciese posible la intervención médica que nos salvase. A no ser que esa su condición de creyente la reservase para su propio apaño, una vez llegado a idénticas circunstancias.

Los señores aludidos deberían haber reservado su condición para exponerla de modo personal, en libros de su única autoría, editados con dinero privado, nunca bajo el marchamo de una institución pública de la índole de una Real Academia. Tienen todo el derecho del mundo a pensar lo que quieran, opinar como entiendan que deben hacerlo e identificarse con los sistemas políticos que estimen oportuno. Pero carecen de autoridad para hacer lo que hicieron. Es lo que sucede en democracia. Antes no sucedía así, pero ahora sí.

Alfredo Conde, escritor.

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