Freno y acelerador

EL mero enunciado de la crisis nos advierte de su ardua complejidad. Procede de los excesos capitalistas, pero los remedios socialistas no sirven para ella. Es más, quienes están sufriendo sus peores consecuencias son las clases media y trabajadora, mientras los partidos de izquierda pierden por todas partes el poder. La razón es muy simple: a estas horas sabemos que si el capitalismo crea tanta riqueza como destruye, quitando a unos lo que pierden otros, el socialismo no crea ninguna, sirviendo, en el mejor de los casos, para repartir la riqueza acumulada, y muchas veces, para malgastarla. En cualquier caso, resulta evidente que no estamos ante una crisis cualquiera, sino ante un nuevo fenómeno, al que no hemos encontrado todavía remedio, ni hemos tomado la medida exacta.

En estos casos, lo mejor siempre es empezar por el principio. Sobre el origen de la crisis no creo haya disputa: se trata del producto de uno de los más viejos pecados humanos, la codicia. El querer más, lo más rápidamente posible sin atenerse a normas. Hay culpas para todos, pero en especial para las instituciones financieras, que no sólo han fomentado esa conducta entre sus clientes —¿quién resiste la tentación de ganar un 15 por ciento por sus ahorros en vez de un 4 ó 5 habitual?—, sino también la han practicado, al ofrecer productos averiados, y cobrar encima por ello. Es lo que creó la «burbuja financiera», que en realidad era un inmenso fraude, un Madoff a escala global. Y ha habido también culpa por parte de los gobiernos e instancias reguladoras, que no controlaron ni pusieron coto a tales prácticas, que en muchos casos rozaban lo delictivo.

De acuerdo, pero eso no resuelve el problema: la inmensa bolsa de activos basura incobrables que amenazan a todos: particulares, bancos, gobiernos y países. ¿Qué hacer con ellos? La primera reacción ha sido apuntalar las instituciones financieras —pese a ser las mayores culpables— porque de producirse una avalancha de clientes hacia ellas para retirar sus depósitos, no hubiera habido dinero para todos y hubiéramos tenido un cataclismo. Fue lo que se hizo, en Europa, en Estados Unidos, evitando lo peor. Pero ahora tenemos que poner de nuevo en marcha la economía, algo que está resultando más difícil de lo esperado, porque esas instituciones financieras, en vez de facilitar créditos a las empresas para su reactivación, dedican el dinero recibido del Estado a cubrir sus agujeros. O a cubrir los agujeros del Estado, comprando sus bonos. Creándose la impresión de que el agujero es mucho mayor de los imaginado. Con lo que crece la desconfianza y la recuperación no llega.

En una economía de monedas nacionales, la cosa se revolvía devaluándose la divisa del país que iba mal, lo que abarataba sus productos y fomentaba sus exportaciones, ayudándole a recuperarse, aunque sus ciudadanos tuvieran que apretarse el cinturón por un periodo más o menos largo.

Pero con una moneda común, como ocurre en la UE, esta posibilidad se cierra, trasladándose el valor —o falta del mismo— de las viejas monedas nacionales a la deuda pública de los distintos países, cuyos intereses subirán según su situación económica empeore, aunque su moneda siga siendo la misma. Produciéndose un efecto pernicioso: los especuladores apuestan a los países que van mal, sabiendo que recibirán más intereses por su deuda. Y si encima saben que, al final, la Comunidad Europea terminará pagando esa deuda para evitar que el euro se desplome, el negocio es redondo. Nada de extraño que empiece a hablarse de una Europa de dos velocidades e incluso de apartar a los miembros insolventes hasta que no ajusten sus cuentas.

El problema, sin embargo, se parece bastante al de la pescadilla que se muerde la cola: cómo conseguir que crezcan los países a los que se les está exigiendo que recorten su deuda —algo que sólo puede hacerse recortando gastos y aumentando impuestos—, cuando tal ajuste no crea empleo, al revés, lo disminuye. Hay dos escuelas para ello: la de los que exigen una cura de adelgazamiento radical y la de los que proponen que continúen gastando más de lo que tienen —y por tanto aumentando su endeudamiento— hasta que su economía vuelva a ponerse en marcha. Ni que decir tiene que la derecha defiende la primera opción y la izquierda, la segunda.

Como siempre, tales extremismos son peligrosos, pues pueden conducirnos, en el primer caso, a lo de aquel burro que se murió cuando su dueño le había acostumbrado a no comer, y, en el segundo, a otra burbuja financiera aún mayor que la anterior, con los Estados ya directamente envueltos en ella y peligro de estallido a escala global.

Lo más sensible que he oído al respecto es poner en práctica una política económica «híbrida», que mezcla ambas opciones. Recortar por un lado todo lo superfluo que haya en nuestras cuentas públicas, que es mucho, y fomentar por el otro, todo lo productivo en la economía nacional, que es muy poco. Apretar el freno y el acelerador al mismo tiempo, como hacen los pilotos experimentados para hacer girar la dirección de su coche 360 grados. Se me dirá que, aparte de que con este «trompo» puede uno romperse la crisma, lo superfluo para unos es necesario para otros. Responderé que sí, pero algo hay que hacer para que esta crisis no se convierta en crónica, que es lo que empieza a suceder.

En España, por ejemplo, abunda donde hay que cortar en las diversas administraciones públicas, en las empresas autonómicas, en las publicaciones, delegaciones, duplicaciones, subvenciones, consultorías, coches oficiales, premios de relumbrón, festivales y diversiones de todo tipo. Los gobiernos no están para divertir a los ciudadanos, en primer lugar, porque cada uno se divierte a su manera, y lo que es diversión para unos es un latazo para otros. Piensen en los festivales de todo tipo y en las «noches blancas», o negras según se miren. Los gobiernos están para proporcionar los servicios básicos en salud, educación, transporte, justicia, seguridad ciudadana y poco más. A partir de ahí, cada cual debe arreglárselas como quiera y como pueda. Y es precisamente en esos capítulos donde hay que acentuar las inversiones del Estado, con bajadas de impuestos a pequeñas y mediadas empresas, así como fomentar, junto a la formación, la iniciativa individual, que es donde está la verdadera riqueza de las naciones en el mundo de hoy.

Con una condición primordial: dar ejemplo. Los recortes deben empezar por aquellos que los deciden. Y no me refiero sólo a sus sueldos, sino a las sinecuras que los cargos políticos conllevan. ¿Sabían ustedes que el presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, por haber calentado su sillón, al dejarlo, continuará recibiendo 104.000 euros durante los próximos cuatro años y cobrará una pensión de 78.000 euros anuales cuando cumpla 65? Mientras un español que haya cotizado 40 años a la Seguridad Social tiene un límite de pensión de menos de la mitad de esa suma. Multipliquen ese chollo por el montón de presidentes, congresistas, senadores de todas clases que va acumulando nuestro Estado de las Autonomías, y tendrán una cantidad de dinero considerable, que sólo ayuda a los implicados, no a economía del país.
Mejor gestión y menos derroche. Más ética y menos palabrería. Por ahí tiene que empezar el tan cacareado ajuste. Si empieza.

José María Carrascal, periodista.