Frente a la estupidez

Probablemente, la estupidez sea la clave de la historia. Ni la guerra, ni la quiebra de los imperios, ni las pandemias, ni la cultura, ni la economía, ni la ciencia, ni la lucha de clases, ni las revoluciones, ni las migraciones, ni la demografía, ni el feminismo, ni el clima parecen tener el secreto del llamado «motor» de la historia. En cambio, la estupidez sí parece ser, parafraseando a Karl Marx, la partera de la historia. Nada nuevo, si tenemos en cuenta que ya Gustave Flaubert advirtió que el «estupidismo» -para el francés, la estupidez estaba en el seguimiento ciego de la opinión popular- es una de las características de nuestra civilización. Por su parte, Emmanuel Kant sostuvo que la estupidez es un a priori del entendimiento y Albert Einstein sentenció que «hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y sobre el universo no estoy seguro».

La estupidez está ahí. A nuestro lado. La percibimos y la sufrimos. Aparece y reaparece aquí y allá sin solución de continuidad. Nos amenaza por todas partes. Nos rodea y nos invade. Nos descoloca. No sabemos cómo combatirla. Nos bloquea las defensas. Pero, nos cuesta definirla.

Frente a la estupidezEn el ensayo «La inteligencia fracasada» (2004), José Antonio Marina se propone la tarea de elaborar una teoría de la estupidez humana. Una manifestación -dice- del fracaso de la inteligencia que toma cuerpo a través del prejuicio, la superstición, el dogmatismo, el fanatismo, la envidia, los celos, el resentimiento, el odio, el silencio, la sumisión, el automatismo del discurso, el malentendido, la incapacidad de ser lo que uno es o la pérdida del sentido del límite. La inteligencia fracasa y la estupidez se impone cuando el sujeto se blinda contra la crítica y los argumentos. Una sociedad estúpida sería aquella en la cual la creencia se impone a la realidad.

Contrariamente a lo que sostiene José Antonio Marina, Clément Rosset afirma que la estupidez -la «tontería», dice- no tiene nada que ver con la inteligencia al ser una «acción» de naturaleza «autónoma sin relaciones ni fronteras comunes con la cuestión de la inteligencia» (Le réel et son double, 1976).

Por su parte -dejando a un lado las reflexiones de Alain Roger y Gilles Deleuze sobre la «sublime estupidez»- André Glucksmann («La estupidez» (1988) afirma que el estúpido no sólo es incapaz de percibir su equivocación, sino que la exhibe, se recrea en ella y sigue de forma obstinada su lógica. ¿Una manifestación del grado omega de la mala fe? No, responde el francés. El estúpido es sincero cuando cree lo que cree y dice lo que dice. Cómico, pero sincero.

El problema del estúpido -sinónimos: necio, ignorante, vanidoso- es que siempre está dispuesto a entremeterse, subsanar, enderezar o auxiliar con el objeto de señalar la línea correcta que seguir bajo amenaza de exclusión social, política, cultural o ideológica. En este sentido, la estupidez que no deja de ser una conducta adquirida o inducida -«espontánea e irreflexiva» o «diferida y reflexiva», en palabras de Clément Rosset- no parece tener límites. En España, por ejemplo.

Ahí tienen ustedes algunas manifestaciones de la estupidez que no cesa: 1) un gobierno que entiende la política como espectáculo mediático -parole, parole, parole- que mercadea con imágenes gratificantes -igualdad, diversidad y «buenismo» a chorro: todo vale en la carrera por el poder- perfectamente diseñadas, empaquetadas y distribuidas, 2) un gobierno tacticista que fomenta las pasiones estomacales y transita entre el engaño y la irresponsabilidad por la vía de la promesa imposible de realizar y la dejación de funciones, 3) el afán de redención y la supuesta superioridad moral de una izquierda que desea construir un modelo de sociedad cerrada en donde lo colectivo trincha lo individual, 4) la vocación de una izquierda que apela una y otra vez -así se fomenta la discordia y el odio- a la trinchera de la Guerra Civil en beneficio propio, 5) la propuesta implícita y/o explícita de una izquierda oportunista que practica el populismo antimonárquico para facilitar la ruptura del orden constitucional.

Ítem más: una concepción grosera de la tolerancia que conduce al relativismo de derechos y deberes, el nacionalismo desleal, o el charlatán y sus tratamientos alternativos que facilita que el coronavirus cabalgue a su aire gracias, en parte, a quienes se toman la vida como una fiesta. Al parecer, la estupidez produce placer. Y el caso, como afirmó Albert Camus, es que «la estupidez insiste siempre».

Frente a la estupidez, habría que recuperar la insolencia socrática que cuestiona los falsos -viejos y nuevos- dioses de la ciudad. Una insolencia -una ironía, también socrática- que desvele los engaños y mentiras -de hecho, las intenciones- de quienes presumen saber cuáles son los deseos del pueblo y cómo. Una insolencia cínica -dicho sea en el sentido clásico que aparece en Grecia y llega a Roma- que apuesta por la libertad individual y la crítica desacomplejada propia de personajes como Antístenes o Diógenes. Una insolencia que cuestiona el pensamiento políticamente e ideológicamente correcto de una izquierda que hace del antiliberalismo su razón de ser y existir. Y ello -el cuestionamiento-, en la convicción de que el liberalismo es la mejor propuesta para organizar la convivencia y canalizar los intereses de nuestra sociedad. Una insolencia que es la manifestación de la libertad de crítica y pensamiento. Sostenía Friedrich Nietzsche que la función del filósofo era la de «dañar la estupidez». En este sentido, Sócrates es uno de los filósofos que cabe tomar como referencia.

La insolencia como réplica de la estupidez de gobiernos que se erigen en oposición de la oposición y encuentran engaños o excusas para eludir su responsabilidad, de quien alimenta la política divisiva que fomenta el odio, de quien aprovecha la ocasión para arremeter contra el Estado y su forma, de quien niega el derecho a decidir de España y los españoles, de quien recurre a los fantasmas del pasado, de quien normaliza el insulto a los demás, de quien desea instaurar una distopía que trasluce un proyecto de ingeniería social deliberada, de quien ha convertido el ecologismo y el feminismo en una religión, de quien irresponsablemente atenta contra la propia salud y la de sus conciudadanos. En definitiva, la insolencia como método -citando al Carlo Cipolla de «Las leyes fundamentales de la estupidez humana», 1988- para «neutralizar una de las más poderosas y oscuras fuerzas que impiden el crecimiento del bienestar y de la felicidad humana». Para neutralizar, esa estupidez de alto «potencial nocivo» que hace que «el estúpido sea más peligroso que el malvado».

La insolencia es una herramienta crítica de primer orden del oficio de político y, también, del quehacer ciudadano. Si Octavio Paz indicó que la risa era una de las pocas filosofías críticas que nos quedan, cosa parecida puede decirse de la insolencia. Con frecuencia, la insolencia -una manera desinhibida de argumentar- pone al descubierto la verdad desnuda, o la mentira vestida, de quien incumple sus obligaciones como ciudadano de un Estado derecho. El mensaje, sencillo: hay cosas que no se pueden hacer y no se deben hacer. Insolencia sin indulgencia.

Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

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