Frente a Podemos, debemos

Es lógico que los prodigiosas expectativas que las encuestas conceden a Podemos, tras su irrupción en las elecciones europeas, golpeen el ánimo ya maltrecho de aquellos que seguimos siendo una inmensa mayoría en España: los que mantenemos nuestras opiniones en la firme propuesta de la moderación. Estamos a solo dos generaciones de uno de los esfuerzos colectivos más ejemplares llevados a cabo para construir una democracia parlamentaria. Y algunos recordamos, frente a quienes ignoran cómo se realizó aquello, que los acontecimientos de la década de los setenta no fueron el fruto de un pragmatismo oportunista, sino el resultado de una mirada sagaz sobre nuestra historia reciente y de una voluntad serena de constituirnos en una nación de ciudadanos.

Nada nos molesta que se corrijan y mejoren determinadas decisiones políticas sometidas a la prueba inevitable del tiempo. Todo lo contrario. Nuestra conciencia se formó en la exigencia crítica del pensamiento europeo, cuando nuestra civilización trataba de recuperar su pulso moral y vigor cívico tras más de veinte años de extravíos totalitarios. A la sombra de una catástrofe bélica, nuestra generación maduró su tensión intelectual en lo que Europa nos proporcionaba y nos exigía al mismo tiempo: huida de toda simplificación y exceso retórico, densidad de análisis frente al fácil impacto de las consignas, reflexión frente al instinto, argumento frente al gesto. La democracia representativa no fue para nosotros un mal menor al que resignarse, sino un bien social que demandaba nuestro compromiso.

Nadie podrá entender, por consiguiente, que nuestra defensa de la democracia parlamentaria sea solo la exaltación de un procedimiento. Es, además, una forma de entender la política. Tampoco entienda nadie que el ascenso de Podemos nos ha puesto a la defensiva, cabizbajos portadores de una moral raída y vergonzosos usuarios de una convicción amedrentada. Quienes defendemos la democracia parlamentaria hemos tenido adversarios de más fuste y hemos sobrevivido a los decoradores ideológicos de las temporadas en el infierno que ha sufrido nuestra civilización. Nosotros también somos los hijos de la ira: pero de la que nos provocó el desguace de la democracia en la primera mitad del siglo XX; de la que nos permitió forjar nuestro carácter en la meditación sobre el suicidio de la cultura europea y en la reivindicación de una España liberal. Aquella generación que hoy parece resignarse a ser tildada de cobarde, de ideas frágiles y coraje incierto, estaba constituida por quienes apostaron su valor y su experiencia de lucha al servicio de una nación que restauraba, como lo había hecho todo Occidente, la libertad tras la tiranía, la civilización tras la barbarie, la ciudadanía tras la servidumbre.

Quizás haya algún segmento de la elite política de este país que pueda sentirse atemorizado. Quizás lo que resulte más vistoso sea anunciar la buena nueva del vuelco de nuestras costumbres aunque fuera a costa de poner en riesgo nuestra convivencia y de dejar en reposo nuestra memoria. Pero si algo no merece España es el proceso de intimidación al que algunos quieren condenarla, desde los afanes rupturistas del secesionismo o desde los intentos de quebrar la democracia parlamentaria que alientan a Podemos. A lo largo de esta crisis pavorosa, los ciudadanos han sufrido recortes salariales, pérdida de trabajo y quiebra de esperanzas. Lo han hecho sin echarse a la calle, sin romper las reglas del juego, sin embestir contra los fundamentos de nuestra convivencia. El pueblo español ha sido sometido a una prueba de estrés social que ha aguantado de modo ejemplar, demostrando que la cultura política que construyó el régimen de 1978 se mantiene viva.

A este ejemplo se le ha respondido con la jactanciosa burla de la corrupción de muchos, de demasiados. Con la insoportable levedad moral de quienes se llamaban sus representantes. Con la carencia de vigor en el discurso de sus líderes. Y, como no podía ocurrir de otro modo, en esa contradicción entre el sacrificio de casi todos y la desfachatez de algunos, ha irrumpido lo que parece renovador, lo que parece justo, lo que parece razonable. Podemos no es el resultado de una mejora en la capacidad crítica de los españoles ni el instrumento deseado por una ciudadanía más exigente con la calidad democrática de nuestras instituciones. Podemos es el producto de la crisis, pero no solo de la devastación que ha provocado la catástrofe financiera iniciada hace pocos años. Es el producto de esa mezcla de desesperación y utopía que tantas veces han forjado en Europa las formas más corrompidas del populismo antiliberal. Podemos es el producto de una posmodernidad que desertó durante décadas de los recursos ideológicos de nuestra cultura. Es el fruto directo de la pérdida de densidad intelectual, de la renuncia al análisis complejo y de la superficial eficacia de la comunicación instantánea.

No es una casualidad que Podemos no proceda de la experiencia directa del trabajo político, del esfuerzo continuado en defensa de los derechos de los ciudadanos. No es una casualidad su repentina aparición, su atención primordial a la imagen, la procacidad abreviada de su discurso, la personalización de un liderazgo televisivo. No es una casualidad que el éxito de Podemos coincida con la quiebra de la industria editorial y el hundimiento de los hábitos de lectura. Podemos gana espacio precisamente por su congruencia con los déficits de nuestra cultura, con los destrozos que ha causado un largo periodo de pereza intelectual, con la pérdida, tal vez irreparable, de aquella sociedad que, en los años posteriores a la catástrofe de 1945, exigía a quien deseaba liderar un proyecto político mucha más solvencia ideológica.

Podemos, desde luego, es el fruto propicio de un hartazgo social ante el sufrimiento y, sobre todo, ante la conducta nada ejemplar de quienes deberían haber sido los primeros en asumir las condiciones de austeridad que impone esta crisis. Pero no es la muestra de una superioridad moral, no es el índice que mide la honestidad del trabajo político, ni la potencia de las convicciones sobre las que se sustenta una democracia. Es un proyecto atestado de la arrogancia que emana de su propio nombre, como si la voluntad de poder y el deseo de imposición fueran el equipaje intelectual más conveniente para afrontar nuestros problemas.

Frente a quienes eligen la herencia de un vitalismo irracionalista que causó los mayores desastres del siglo XX, algunos preferimos el racionalismo restaurado del pensamiento liberal, de la tradición reformista, de la cultura democrática que es hija de la ira. De la ira contra la ignorancia, la crispación y el extremismo. Algunos siempre hemos preferido Kant a Nietzsche. Algunos pensamos que lo que habría que levantar no es una plataforma que exprese lo que Podemos, sino lo que Debemos hacer. Algunos pensamos que, frente a la fuerza instintiva de la desesperación, deberíamos construir de nuevo el imperativo categórico en que se ha basado la idea del hombre y la democracia en la época moderna. Para indicar a los españoles que frente al mal que existe siempre puede oponerse el bien que debería existir. Un bien social producto de nuestra indignación frente a la injusticia y la corrupción, pero también de nuestra prudencia para hallar los medios con que combatirlas. Un bien social que se convierta en reparación moral, regeneración política, recuperación de principios. Un proyecto que nos señale lo que Debemos hacer, decir, pensar y soñar. Lo que Podemos llegar a destruir ya nos lo han señalado, y sobradamente, las experiencias más denigrantes y vetustas de nuestra historia.

Fernando García de Cortázar, presidente de la Fundación Vocento.

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