Frente al extremismo

A lo largo del siglo pasado, los españoles tuvimos múltiples ocasiones de comprobar y sufrir las consecuencias derivadas de la propagación de actitudes e ideas extremistas, cuyo ejemplo más grave y reciente lo dan los más de ochocientas compatriotas asesinados por ETA y la indigna situación de excepcionalidad mantenida durante décadas en el País Vasco, por culpa del nacionalismo radical. En los últimos años, por otro lado, hemos oído hablar mucho de «extremismo» y «radicalización», términos cuya aplicación a hechos relacionados con el terrorismo yihadista se ha generalizado. Pero el extremismo, como las dinámicas de radicalización que a él conducen, puede adoptar muchas formas. Y una de ellas se ha venido incubando en España durante años o más bien décadas, a pesar de una proverbial resistencia a definirla con sus justos términos.

Frente al extremismoEl problema aparecía apuntado en los dos primeros documentos sobre seguridad nacional promovidos por los últimos gobiernos de España: la Estrategia Española de Seguridad, impulsada por el gobierno de Rodríguez Zapatero en 2011, y su secuela, la Estrategia de Seguridad Nacional (2013), todavía vigente, aunque en proceso de revisión. Tanto una como otra aludían a la difusión de «ideologías radicales y no democráticas» o «extremismos ideológicos», considerándolas como elementos susceptibles de potenciar la manifestación de distintas amenazas a la seguridad nacional. También advertían contra el riesgo proveniente de «la radicalización de lealtades y las reacciones identitarias de carácter religioso, nacionalista, étnico o cultural» que podrían llegar a darse dentro y fuera de nuestras fronteras. Leyendo ambos documentos entre líneas es fácil inferir que esas alusiones al fenómeno de los extremismos ideológicos tuvieron al terrorismo como su principal referente. Así, en un planteamiento institucional expresamente orientado a hacer cumplir los valores y principios constitucionales y garantizar la convivencia democrática, además de ejercer la defensa de España y preservar la libertad y el bienestar de los ciudadanos, no se encuentra referencia a ninguna otra forma de radicalismo o extremismo distinta del yihadismo, y que no se exprese mediante actividad terrorista, de la que los españoles y sus instituciones necesitaran ser protegidos. Pero ocurre, precisamente, que sí los hay.

A día de hoy, sin embargo, no sólo las ideologías que subyace al terrorismo merecen la calificación de «extremas» y «radicales». Antes bien, evitar esas palabras al referirse a la actual crisis de Cataluña equivale a escamotear la realidad de los gravísimos hechos que allí vienen sucediendo desde hace más de una semana.

Hasta hace muy poco tiempo, casi nadie se atrevía a adjudicar la etiqueta de extremista a ninguna fuerza nacionalista catalana, ni siquiera a sus sectores más intransigentes. Seguramente las diferencias con el nacionalismo vasco radical y el recuerdo de la experiencia con ETA tengan algo que ver. Pese a la breve existencia de un terrorismo catalán marginal y de corto alcance (Terra Lliure), al iniciarse la Transición, las élites del nacionalismo catalán aceptaron la democracia y evitaron la violencia, lo que supuestamente aseguraba su moderación. No niego que esta pudo ser rasgo de no pocos nacionalistas catalanes. Pero cabe sospechar que esa actitud de antaño fuera simplemente fingida por algunos y relativa o parcial para otros muchos: moderación más relacionada con los medios que con los fines y, en todo caso, compatible con el apoyo a una estrategia de adoctrinamiento en la diferencia y en el odio a lo español, ininterrumpidamente desarrollada durante décadas. A resultas de ello, y de las sucesivas ventajas sacadas a una amalgama de supremacismo lingüístico y victimismo plañidero, hoy los nacionalistas catalanes moderados, si alguna vez los hubo, han abandonado la escena. En cambio, los innumerables y flagrantes delitos perpetrados en los últimos días, tanto por los representantes del frente nacionalista (al amparo de la Generalitat) como por sus seguidores en las calles, no dejan lugar a dudas sobre la deriva extremista y radical del independentismo catalán. Pues, en un Estado democrático de Derecho como el que define la Constitución de 1978, el extremista no es sólo el que ejerce la violencia en nombre de sus ideas y objetivos políticos (y veremos si no acaba haciendo aparición una cierta violencia nacionalista no exclusivamente simbólica). También es justo llamar extremistas a quienes, con idénticos motivos e intenciones, violan leyes e incumplen sentencias judiciales de forma pública y reiterada o animan a la ciudadanía a seguir su ejemplo, a despecho de los perjuicios que pudieran causar con ello a la paz social y la estabilidad del país. Una vez iniciada esa dinámica, la evolución hacia una coyuntura puramente insurreccional, como la precipitada en la jornada del 1-O, estaba cantada. Por tanto, al no haber querido reconocer que los extremistas lo eran de verdad, por primera vez en el presente siglo el Estado afronta una auténtica amenaza existencial. Sólo así cabe calificar a una ofensiva que apunta a la posible ruptura territorial de la España histórica y constitucional y la balcanización de Cataluña, escenarios negros cuya materialización no cabe descartar.

Por supuesto, a estas alturas las apelaciones a dialogar con delincuentes y traidores resultan sencillamente estupefacientes. En las actuales circunstancias, nada es más urgente que neutralizar la estrategia secesionista en marcha, lo que inevitablemente pasa por destituir a sus principales responsables, confrontarles con la Justicia y restituir la legalidad quebrada. No puedo saber si algo de eso habrá ocurrido ya cuando estas líneas hayan salido a la luz. Con todo, ni siquiera entonces habremos conjurado del todo la amenaza, pues todavía quedará por resolver lo más difícil: hacer frente a las posibles reacciones de frustración e ira que seguirían al fracaso del procés y erradicar el extremismo ideológico que ha infectado el cuerpo social y político de Cataluña. Ambas tareas podrían llevar décadas.

Luis de la Corte Ibáñez, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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