Frente popular de la vivienda

Frente popular de la vivienda
GABRIEL SANZ

"Las casas son para vivir y no para especular [...]. El alquiler no es más que una bomba de extraer recursos de las clases populares de este país, de la gente más humilde hacia las clases más altas". A la tosquedad ideológica de este mensaje, normalizada ya su emisión desde el Gobierno, hay que agradecerle la claridad con la que expone la filosofía política que subyace en la Ley de Vivienda.

Podría haberse escogido cualquier otro pasaje de la intervención de la ministra Ione Belarra en el Congreso y habría sido igualmente diáfano el objetivo gubernamental de señalar como enemigos sociales a los casi tres millones de pequeños propietarios que, a lo largo de su vida, han invertido sus ahorros en adquirir un piso en nuestro país y obtener una renta por él.

El modelo de sociedad que se desprende de esa declaración de intenciones, que estigmatiza la propiedad privada, es coherente con el hecho de que fuesen dos partidos disolventes como ERC y Bildu quienes presentasen la norma. Y con la dinámica de frentismo que ha impregnado leyes básicas para la convivencia a lo largo de toda la legislatura, así como las relaciones del Gobierno con otros actores sociales básicos, como los empresarios: la lógica binaria del conflicto lo envuelve todo.

Lo alarmante es que cada nuevo paso adelante constata que la renuncia del PSOE a un proyecto autónomo con vocación de grandes mayorías, su novedosa condición de cabeza de una coalición de minorías radicales, implica la asunción de la cultura política de sus socios populistas y la consiguiente abdicación de su función de liderazgo moderador.

La intervención estructural del mercado del alquiler es ajena a la tradición socialdemócrata. Estos días ha sido recurrente escuchar la cita de uno de sus teóricos, el economista sueco Assar Lindbeck: "Aparte de un bombardeo, el control de los alquileres es una de las técnicas más eficientes hasta ahora conocidas para destruir ciudades".

Con los gobiernos de Felipe González, el decreto liberalizador de Miguel Boyer de 1985 y la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1994 avanzaron en el sentido opuesto de incentivar la oferta. Incluso José LuisRodríguez Zapatero, con Carme Chacón de ministra, puso en marcha el desahucio exprés y la desgravación fiscal de la renta. La Ley de Vivienda es un error sistémico cuyas consecuencias son hoy impredecibles.

Agotaría el espacio de esta carta recoger todas las ocasiones en las que la vicepresidenta Nadia Calviño dio a entender que no habría regulación de los precios de los alquileres, o directamente la rechazó, porque espanta la inversión. Como el contagio populista de la política española ha declarado exentos de cualquier exigencia de responsabilidad a los miembros del Gobierno, no es posible saber si lo hacía porque interpretaba una coartada o si verdaderamente ha sido desautorizada.

Todo lo que ella representaba a los ojos de los ciudadanos ha decaído. La última vez que negó el tope fue el 27 de febrero en Els Matins de TV3, cuando asistió al Mobile World Congress y criticó los "mensajes fáciles" y la política de Vivienda de Ada Colau.

La alcaldesa antisistema de Barcelona, aliada preferente de Yolanda Díaz, respondió minutos después de manera fulminante, durante la inauguración de la feria tecnológica. Acusó a Calviño de representar al "ala neoliberal" y apremió a Sánchez a demostrar "quién es el presidente". Dicho y hecho. Colau es la gran triunfadora cultural de la Ley de Vivienda: las políticas a las que aspiraba cuando era activista, las que impulsó desde el Ayuntamiento y con las que irrigó su influencia sobre la Generalitat se han convertido, gracias a Pedro Sánchez, en norma del Estado, a través de las válvulas de Podemos y ERC.

Las cifras son elocuentes. Barcelona concentra el 52% del total de okupas del país y es la ciudad donde más se ha contraído la oferta (más del 50% desde 2019) y donde más suben los precios (un 16% en el mismo periodo). La degradación empieza por el desprecio a la autoridad y a la propiedad privada.

España tiene un problema real con el derecho de acceso a la vivienda por falta de oferta y el Gobierno quiere resolverlo a costa del derecho a la propiedad. La percepción de los jóvenes es que se impide su emancipación; y la de las clases medias, que se las expulsa de las ciudades por los precios del alquiler, que se come un 43% del salario. No se puede llamar progresista a una Ley que no solucionará sino que agravará el problema en las comunidades en las que se aplique, que con seguridad serán Cataluña, y Valencia y Baleares si el PSOE gana allí las elecciones del 28-M. La inversión huirá a Madrid.

El tope del alquiler por debajo del IPC provoca incertidumbre, devalúa el principal activo de ahorro de los españoles, porque rebaja su rentabilidad, e impone una enorme transferencia de rentas de los propietarios a los inquilinos. El conjunto desincentiva la oferta, que se reducirá aun más provocando un aumento en los precios, y favorece en cambio que se trasladen viviendas de alquiler a venta.

Con todo, lo más grave es que la Ley añade el riesgo de dificultar la lucha contra el fenómeno creciente de la okupación ilegal (se estiman unos 100.000 pisos okupados en España y las denuncias han aumentado un 37%) y se facilita el paso de la condición de arrendador a la de moroso que se resiste a ser desahuciado. El mensaje que emite el poder no puede ser más desolador y destruye la seguridad jurídica, porque es el de la cobertura moral y la atmósfera de simpatía hacia el okupante.

La dinámica de frentismo cohesiona un modelo de sociedad, económico e institucional y una idea de España coherentes. Esta semana, el PSOE ha culminado con el PNV y Bildu la expulsión del español de las escuelas vascas: la argamasa del frente es la aversión a todo lo que interpreta como propio de la derecha. La encuesta que publicamos hoy concede una mayoría a la alternativa, aunque demasiado frágil. Y eso es porque faltan concreción y convicción ilusionante en la defensa de los valores de la cultura democrática, la libertad individual y la propiedad privada como motor de la civilización frente al infantilismo dogmático y el intervencionismo resentido.

Joaquín Manso, director de El Mundo.

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