Frontera espectáculo

Una frontera es mucho más que una línea divisoria entre dos países. Como el muro de Trump es mucho más que un muro. El profesor estadounidense Nicholas de Genova habla de “la frontera espectáculo”, ahí donde no solo se determina quién puede entrar y quién no, sino donde se escenifica la exclusión y la soberanía de los Estados por encima de todo. Muertes, detenciones y deportaciones de migrantes conforman un componente fundamental de esta frontera espectáculo. El objetivo no necesariamente pasa por sellar las fronteras. De lo que se trata es de recordar qué les puede pasar a aquellos que a pesar de todo osen cruzar.

La normalización de las muertes en el Mediterráneo es lo que ha llevado a su naturalización como frontera. Sin embargo, en los últimos años, se ha producido un cambio de guion. La externalización del control fronterizo a los países vecinos busca justamente desplazar la frontera (y con ella las muertes) hacia el sur. Nadie quiere una fosa en el Mediterráneo, nadie quiere más Aylans cerca de casa. Esto no quiere decir que no se den, la cuestión es que no se vean.

Pero además, en las cada vez más frecuentes y largas esperas de los barcos de rescate ante las costas europeas, se esconde otro mensaje. Si no, ¿por qué dejarlos tantos días en el mar si las leyes y, por lo tanto, los tribunales acabarán obligando a los Estados a aceptar su desembarco? La respuesta es clara: también se escenifica la disputa por quién tiene la responsabilidad. Cuando un barco se encuentra ante las costas europeas, la cuestión ya no es si entra o no sino quién debe acogerlo. Y el problema es que ningún Estado miembro quiere hacerlo.

En el caso español, tanto los Gobiernos del PP como del PSOE vienen años diciéndolo. En 2015 Mariano Rajoy se opuso a la cuota de reubicación asignada por la Comisión Europea alegando los esfuerzos de integración y control de fronteras hechos por España en los años precedentes. Es un argumento similar al de este verano, cuando el Gobierno de Pedro Sánchez ha rehuido inicialmente la responsabilidad sobre los migrantes a bordo del Open Arms recordando las 56.844 llegadas a las costas españolas a lo largo de 2018.

De Matteo Salvini ya se ha hablado mucho. Pero cabe recordar que su mensaje no consiste solo en la criminalización de la inmigración. Salvini acusa a la Unión Europa de haber abandonado Italia a su suerte y pide corresponsabilidad con la llegada de migrantes. Es un mensaje claramente antieuropeo mientras paradójicamente pide más Europa. Y es cierto, Europa no responde. No lo ha hecho hasta ahora y sigue sin hacerlo. Básicamente porque sus Estados miembros están enzarzados en inacabables e irresolubles discusiones sobre cuál debe ser el nivel de compromiso (lo llaman “solidaridad”) entre ellos.

Desde Europa del Este se entiende la solidaridad como una cuestión voluntaria, cualquier compromiso previo se ve como una imposición desde la “biempensante” Bruselas y, por lo tanto, como una limitación a su soberanía nacional. Desde Europa del Norte, la frontera queda lejos y a menudo se percibe como un problema de los del Sur. Se ruborizan, sí, de las palabras y gestos perversos de Salvini. Pero no solo no los combaten sino que en su indiferencia distante reside una de sus causas.

Y así es como llegamos a esas metadiscusiones sobre responsabilidades cada vez que llega un barco de rescate. Europa se paraliza, da igual cuántos sean. Porque el problema no son los migrantes, sino una Unión Europea dividida, desconfiada y recelosa, una Europa donde lo común se ha visto sustituido por la defensa de lo propio, donde el compromiso no va más allá de voluntades momentáneas. Nadie quiere casarse con nadie. Al menos no en el ámbito migratorio, no fuera que se perdieran votos por ello.

Esto explica por qué no se ha llegado de momento a acordar un protocolo europeo de desembarco y reubicación que facilite el acceso al puerto seguro más cercano —que obviamente no es Libia— de forma inmediata y de acuerdo con la legislación internacional. Por este motivo también seguimos con un sistema de Dublín que no funciona. Es ineficaz, caro y tremendamente injusto en términos de distribución de la responsabilidad entre Estados miembros. Pero seguimos sin acuerdo, prefiriendo políticas disfuncionales a compromisos de corresponsabilidad.

Aquí radica la verdadera crisis. No es una crisis migratoria. Como nos recuerda Ivan Krastev en "After Europe", es una crisis de los cimientos mismos de la Unión Europea. Una crisis que bien podría acabar con la Unión Europea tal como la conocemos hoy en día. Todo queda dicho en esas largas y crueles esperas de los barcos de rescate. La frontera, en sus múltiples espectáculos, siempre nos recuerda quiénes somos y dónde estamos.

Blanca Garcés Mascareñas es investigadora en el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB)

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