Las cifras son incuestionables. El voto favorable de este segundo intento irlandés en aprobar por referéndum el Tratado de Reforma, o de Lisboa (llamado así por la capital donde se firmó a final de 2008, en el cierre de la presidencia portuguesa) superó las expectativas de los más optimistas: el 67,1%. En 2008 fue 32,9%. Entre los factores que posiblemente han contribuido a este ascenso espectacular está el hecho de la alta participación, del 59%, seis puntos más que en 2008. En junio del año pasado, un 53,4% votó 'no'.
Más interesantes resultan algunos aspectos del contexto en que se han celebrado estos especiales comicios y cuáles serán sus consecuencias. Pero, sobre todo, interesa meditar sobre qué lecciones conviene derivar para que los errores que se han sucedido desde que se puso en marcha el proceso constitucional no se repitan.
La Unión Europea tiene una larga historia de aprender de sus propios fallos y en insistir en buscar una solución alternativa. Todo parece haber comenzado cuando en 1954 descarriló el proyecto de una Comunidad Europea de Defensa y el liderazgo respondió con la puesta en marcha de la Comunidad Económica Europea en 1957. El largo periodo de letargo 'euroesclerótico' amenazaba con enterrar el proceso europeo, lo que se convertiría en Unión Europea en los 90. Jacques Delors, el presidente de la Comisión más influyente desde el fundador Jean Monnet, pisó el acelerador con el Acta Única de 1986 que proporcionó cohesión al entonces caótico mercado común.
El fenecido proyecto de Constitución, después del rechazo de los electorados francés y holandés en 2005, se rescató con el Tratado de Lisboa. Pero al término de todas las ratificaciones parlamentarias (método rápido elegido por 26 de los miembros), los votantes irlandeses amenazaron con mandar a la tumba todo el intento de reforma de las instituciones.
La diferencia fundamental de ambos ejercicios es que en 2008 la escueta mayoría de votantes irlandeses (de la mitad que podían hacerlo) emitieron su veredicto sobre un documento que no habían leído y que, de hacerlo, no habrían entendido. Esta vez, dos de cada tres votantes efectivos han apostado por permanecer en la Unión Europea. El recuerdo de que la hasta ahora espléndida prosperidad irlandesa se debía a la pertenencia europea y la sensación incómoda de aislamiento jugaron su influencia. Como dijo muy bien el desaparecido ministro de Asuntos Exteriores de España, Francisco Fernández Ordóñez, «fuera de la Unión Europea hace mucho frío». El viento gélido del invierno islandés se cernía ominosamente en el horizonte.
Dos principales lecciones se derivan de este casi fiasco. En primer lugar, no se debe jugar con las ampliaciones apresuradas. En segundo término, la UE está desprotegida por carecer de un procedimiento de castigo hacia los socios que no se comporten adecuadamente y no se puede acudir a la solución final de su expulsión. Con el Tratado de Lisboa esa opción de salida está más delineada, pero su aplicación práctica es incierta.
La combinación de entusiasmo europeísta y la necesidad de ejercer un acto de justicia política al admitir de golpe a ocho países que se habían pasado cuatro décadas bajo yugo soviético y dos pequeñas islas mediterráneas (una con graves problemas, Chipre) soslayó el hecho de que la casa que los debía cobijar no estaba preparada. Sin tocar los cimientos, se decidió proceder a las reformas de la morada, añadir nuevas habitaciones, cambiar la instalación eléctrica y agregar líneas telefónicas y de Internet una vez los nuevos inquilinos habían invadido la propiedad. La lección: no debiera darse luz verde a ninguna ampliación sin reformas previas (incluso en los casos de Croacia e Islandia, de los que se fuerza su entrada antes de fin de año). Ni hablar de Turquía, ahora.
La gran ampliación de 2004 se convirtió en presa fácil de los inconfesables egoísmos nacionales. La UE vive bajo la cimitarra del chantaje nacionalista. Pero no hay todavía reglas para la exclusión de un socio desleal o carente de voluntad de compromiso. El resultado es la parálisis, una euroesclerosis del siglo XXI.
La presidencia española en el primer semestre de 2010, cuando pueda entrar en vigor el Tratado de Lisboa, debería pedir al Parlamento que exija al nuevo presidente de la UE que proponga unas precisas cláusulas de salida o suspensión de derechos de los socios impresentables. Es injusto que el bloqueo gratuito (como el del presidente checo) no tenga un coste, como en las demandas judiciales consideradas frívolas.
La experiencia también debería generar una advertencia al posible futuro Gobierno británico que, antes de cumplir con sus amenazas de un referéndum que frenara a Lisboa, tendría que considerar la salida elegante por el foro. En este escenario de desfachatez, desdeñando el euro y fuera del acuerdo de Schengen, solamente falta la campaña para convertir a Tony Blair en primer presidente permanente del Consejo. Se le debería indicar que la mansión de la UE no es como el 9 de Downing Street y que no está preparada para tan insólito huésped.
Joaquín Roy, catedrático 'Jean Monnet' y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.