Fuera del área

Después del llanto y crujir de dientes producido por el fallo del Tribunal de Estrasburgo, bastante justificados, conviene recuperar la compostura y recordar unas cuantas cosas que ayuden a superar la tendencia patriótica a la autoflagelación (y de paso cuestionen el júbilo de los proetarras y asimilados, a los cuales podíamos hacerles la misma pregunta que a la hiena necrófaga: “¿De qué coño se ríen?”. La llamada doctrina Parot no ha sido tumbada ni desautorizada y sigue siendo tan razonable como siempre. Es una respuesta lógica a la necesidad de adecuar proporcionalmente la pena al delito cometido. No tendría ningún sentido condenar a un asesino a miles de años de cárcel si la remisión de su condena a todos los efectos solo pudiera operar sobre los 30 años —ahora 40— de cumplimiento máximo de la pena. Ya sabemos que nadie va a estar mil años encarcelado, pero esa enorme condena no pude tener otro objetivo que garantizar que los beneficios penitenciarios que puedan corresponder al reo no abreviarán su estancia en prisión como si sus delitos fueran de menor cuantía.

Por supuesto todo el mundo tiene derecho a rehabilitarse, pero el primer paso de la rehabilitación es aceptar la responsabilidad penal por los crímenes cometidos. El resto llegará cuando toque. Por ejemplo, si alguien que ha matado a una docena de personas cree que está en la cárcel como preso político es que aún no ha empezado a rehabilitarse: ni él ni quienes le apoyan en semejante disparate. Sobra decir que esta exigencia de adecuación del castigo a la culpa nada tiene que ver con la venganza, salvo que aceptemos que toda justicia tiene su parte de venganza domesticada, lo cual no deja de ser un tema de reflexión filosófica interesante.

Lo que el Tribunal de Estrasburgo ha derogado es la posibilidad de aplicar esta medida razonable de modo retroactivo. Su fallo está jurídicamente bien fundamentado, según los que entienden de eso, aunque no era inevitable ni el único posible. La irretroactividad de las penas es un principio jurídico fundamental, pero en este caso no se trata de que la pena se alargue retroactivamente, sino que se computan de manera distinta los beneficios penitenciarios que el reo ha ido acumulando y puede acumular en el futuro, algo que podría aceptarse sin renunciar al principio de irretroactividad (véase, por ejemplo, La doctrina Parot, de Javier Tajadura, en Claves de razón práctica, número 222). En esta ocasión el alto tribunal europeo ha dado prioridad a suprimir cualquier sospecha de irretroactividad, pero aceptando en cambio poner en solfa la proporcionalidad de la pena al delito: de los dos principios fundamentales comprometidos ha elegido uno en detrimento del otro, aunque es evidente que hubiera podido decidir de modo opuesto sin que su fallo dejara de estar también competentemente motivado. Para ese tipo de opciones comprometidas y comprometedoras están los tribunales: si no, bastaría con introducir los datos en una computadora y esperar su cálculo invariable. Y desde luego el dictamen del tribunal debe ser cumplido en su debido modo y manera por nuestras autoridades, no porque España haya violado los derechos humanos de nadie sino porque ha firmado unos convenios jurídicos europeos. Los tribunales son árbitros, y aunque los árbitros puedan equivocarse y tomar decisiones erróneas, sin ellos no hay partido. Han pitado penalti y por injusto que a algunos nos parezca debemos acatarlo…

A fin de cuentas, podemos enorgullecernos de que España no ha sido castigada por tener una legislación atroz, sino, al contrario, por no haber aceptado la legislación más dura vigente en otros lugares. Junto con Portugal, España es prácticamente el único país de la Unión Europea que no tiene cadena perpetua, sea revisable o no. Muchos nos alegramos de ello y queremos que siga siendo así, pero en casos como el que nos ocupa comprendemos la comodidad que ofrece a los jueces esa condena a perpetuidad. Nadie puede creer que un criminal que hubiese causado decenas de víctimas en las fuerzas de seguridad de Inglaterra o Francia iba a salir en libertad tras 20 años de cárcel, ni tras 40 ni probablemente nunca. Es cierto que esas condenas son revisables y que se tiene en cuenta el arrepentimiento del recluso, pero tal arrepentimiento nada tiene que ver con un pesar de corazón por las fechorías cometidas, sino que exige demostrarse colaborando activamente con la policía para detener a los cómplices o esclarecer otros delitos. Los pentiti de la Mafia italiana no se limitan a llorar sus pecados, sino que denuncian y dan testimonio contra los capos: así se salvan a veces de la cadena perpetua. Por eso no hace mucho 18 condenados a reclusión de por vida en Francia pidieron que para ellos se reimplantase la pena de muerte: porque sus delitos atroces no eran del tipo que permite delatar a jefes o cómplices y por tanto no les cabía esperar razonablemente abreviamiento de su prisión. En nuestro país las cosas están establecidas de otro modo, hemos intentado compensarlo con medidas suplementarias y nos han pitado fuera de área jueces representantes de los países que no se andan con tantas contemplaciones.

Y ahora volvamos a una cuestión más de fondo. Es evidente que España, el último país de Europa que ha padecido un largo y sanguinario terrorismo que ha amenazado seriamente el desarrollo de su democracia, podía esperar una comprensión distinta de los países europeos que durante décadas permanecieron ajenos a nuestra tribulación, miraron para otro lado o hasta mostraron mayor tolerancia social para los criminales que para sus víctimas. Algo no hemos debido explicar bien, no solo en Europa sino en América, cuando hace pocas semanas se reunía en México, bajo la interesada batuta de Lokarri, un encuentro continental por el asentamiento de la paz en el País Vasco en el que volvía a hablarse de “libertad para el País Vasco”, “presos políticos” y se mantenía seriamente que “ya es hora de que el País Vasco y España vivan como buenos vecinos”, rematándolo todo que firmasen en apoyo del Acuerdo de Aiete una serie de expresidentes americanos tan estimables como Belisario Betancur, Ricardo Lagos, Julio María Sanguinetti y otros. Sin duda es un efecto más de ese buenismo que no consiste en hacer el bien sino en quedar bien, pero aún así no deja de sorprender tan abominable despiste.

Supongo que de nada servirá recomendarles a ellos y a otros —incluyendo españoles, desde luego, cuya buena voluntad en casos como este ya es más difícil suponer— un repaso de lo que ha sucedido en el País Vasco y de lo que pasa ahora como el que lleva a cabo Teo Uriarte en su reciente libro Tiempo de canallas. La democracia ante el fin de ETA (editorial Ikusager). Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros, como se ha dicho en ocasiones semejantes…

Fernando Savater es escritor.

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