Fuerte con el débil, débil con el fuerte

Acontecimientos mundiales recientes vuelven a poner de actualidad un rasgo característico acerca del doble rasero en las relaciones internacionales según el país donde acontezcan los hechos. Me refiero a lo sucedido hace pocos días en Honduras y en China.

En el primero de los casos, el país centroamericano ha padecido un golpe de Estado de los que, con la salvedad del fallido contra Hugo Chávez en el 2002, afortunadamente se había perdido memoria reciente en el continente latinoamericano. Las pretensiones del presidente Manuel Zelaya, en el redil del agitador bolivariano, eran manifiestamente ilegales, ya que pretendía, ahora que su mandato expiraba sin posibilidad de prórroga, modificar las reglas del juego para perpetuarse en el poder. La reacción fue unánime desde todas las instancias políticas. El problema fue que, en lugar de acudir a mecanismos constitucionales para resolver el conflicto, fue el Ejército el que actuó. ¡Y de qué manera!

El que un grupo de militares irrumpa en el palacio presidencial, detenga a su legítimo presidente en pijama y tal cual le meta en un avión que le llevó al extranjero solo tiene un nombre: golpe de Estado. Algo siempre rechazable. En este sentido, ha sido rotundo el rechazo de la comunidad internacional. Desde Barack Obama, los dirigentes de la Organización de Estados Americanos y también desde Europa. Específicamente desde España, el Gobierno incitaba a una rebelión diplomática totalmente fallida. Las voces proclamando la ilegalidad de lo acontecido y denunciando la situación han sido múltiples. Incluso, desde la ONU, se permitió al presidente depuesto dirigirse a la Asamblea y recibir la solidaridad de todos. Como demócrata, aplaudo todo ello.

Sin embargo, esa capacidad de denuncia no ha existido y ha sido absolutamente silente con ocasión de otro hecho reciente. Me refiero a China y los sucesos acontecidos en Xinjiang. La réplica a la expresión de elementos identitarios singulares, los de los uigures, ha causado una gran masacre. Siempre el régimen de Pekín se ha caracterizado por intentar ahogar toda iniciativa étnica, religiosa o cultural de cualquier minoría diferente del uniformismo oficial.

El Tíbet es la expresión más conocida de ese inexistente respeto por la diversidad. En el caso de los hechos recientes en Xinjiang no se trata tanto de los choques entre dos comunidades, sino de la manera con que el Ejército ha reprimido brutalmente a una de ellas, la más incómoda a los dirigentes comunistas y que, por su proximidad a Asia Central, tiene genuinos elementos étnicos, e incluso religiosos. Más de 800 muertos es el resultado del despliegue de más de 20.000 soldados para sofocar con dureza la rebelión.

Se anunció ya la aplicación de la pena de muerte a los rebeldes. La crueldad en la represión se produce en la conmemoración de los 10 años del aplastamiento, también brutal, de la explosión estudiantil. En ambos casos el apagón informativo y la ausencia de trasparencia ha sido algo que ha caracterizado, como siempre, al régimen comunista.

Sin embargo, en este caso, ninguna voz de dirigentes políticos y organismos internacionales se ha oído. El silencio ante los graves acontecimientos ha sido ensordecedor. Ni en América, ni en Europa ni menos en España, nadie ha alzado la voz. Ya en otros momentos se ha manifestado la misma actitud. La concesión de unos Juegos Olímpicos a un país con un sistema dictatorial ya generó alguna polémica agitada por la conciencia crítica de organizaciones internacionales no gubernamentales comprometidas con los derechos humanos.

Ahora, todos han actuado de la misma manera. La consideración de China como gran potencia, especialmente en el ámbito económico y la posibilidad de abrir relaciones comerciales en un enorme mercado, es algo que condiciona de un modo absoluto las reacciones de unos dirigentes internacionales en exceso prudentes.

Recuerda, también, la misma actitud que la mantenida por los dirigentes europeos ante las regresiones de las libertades y el control total de todas las instancias de poder en la Rusia de Vladimir Putin. Mientras que allí, entre otras cosas, se asesinaba impunemente a periodistas y se ahogaba cualquier voz independiente; en otro país exsoviético como Uzbekistán (con ciudades bellas y míticas como Samarcanda) se asesinaba en Andiyan a casi 1.000 personas. En el caso de Rusia, pocos dirigentes (en España ninguno de los actuales o pasados gobernantes) protestaron, dada, entre otras razones, la dependencia energética, mientras que en el segundo fueron rotundas las condenas del régimen dictatorial uzbeco.

En los hechos más recientes de Honduras y China, la actitud de los dirigentes de los países más relevantes ha sido la misma. Fuerte denuncia respecto del país débil, el centroamericano, del cual, de su pobreza, nada pueden sacar. Enorme silencio en cuanto al país fuerte, el asiático, de cuyo potente mercado emergente pueden surgir interesantes perspectivas de futuro cuando se vayan abriendo.
La coherencia en los postulados en lo que se refiere a derechos humanos no es algo que, dejando a un lado oenegés, caracterice la actuación de los actores internacionales. Además del sesgo político que hace que se sea más contundente o más silencioso en la reacción, esta generalmente viene condicionada por los intereses. Y estos no tienen color. Salvo el color del dinero.

Jesús López-Medel, abogado del Estado.