Fuerza y honor

Sensatez y determinación para defender la democracia frente a los bárbaros secesionistas. Frente al poder absoluto independentista que violenta la Constitución y su propio Estatuto de Autonomía, la sociedad civilizada española tiene que defender con convicción el Estado y la convivencia.

Ante los golpes de efecto y volatilidad del independentismo (declara, suspende, elecciones, contraprograma), el Gobierno de la Nación y los demócratas no pueden permitir que un trilero zarandee y humille al Estado y a la sociedad. Ante el estado de cosas de una brutalidad jurídica sin límites creado por la minoría independentista, sin que hayan renunciado a sus dos leyes salvajes y expresado su acatamiento al Tribunal Constitucional, hay que responder con todas las consecuencias del Estado de derecho. Sí, la ley democrática que, si es necesario, ciñe espada. No cabe seguir jugando al ratón y al gato con la coerción legítima de un Estado democrático, cuyo Gobierno ha demostrado una paciencia casi infinita con quienes hace tiempo se creen por encima de la ley y superiores al resto de los ciudadanos.

Fuerza y honorLos demócratas españoles sabemos que actuamos en el respeto al Derecho internacional y a la Constitución. Nuestra causa es justa porque tenemos la fuerza de la razón y de la ley. Y que confiamos en el Gobierno legítimo de España y en las instituciones del Estado para defender con todas las consecuencias el restablecimiento de la Constitución y el Estatuto de Autonomía en Cataluña y, por tanto, los derechos de todos los catalanes.

Es penoso e irresponsable que algunos dirigentes del PSOE y casi todo el PSC todavía arrastren los pies para defender el orden constitucional y la unidad de España. Y es insultante para cualquier demócrata que el líder de Podemos y los secesionistas sigan mintiendo al decir que el referéndum ilegal "produjo la expresión de una voluntad mayoritaria de la sociedad catalana".

Aun aceptando los resultados manipulados y multiplicados por el Govern, sólo un 40% de la sociedad catalana es independentista. Los números prueban que al 60% de la población -una amplia mayoría- no le interesaba la consulta. Es archisabido que los observadores extranjeros contratados por el Govern se negaron a certificar la validez del referendo que violaba los estándares internacionales e igualmente la Comisión de Venecia del Consejo de Europa rechazó de plano su validez (los medios públicos catalanes y la propaganda institucional solo permitían defender la independencia, podía votar cualquier persona y repetir el voto...).

Para los independentistas, incluidos Podemos, la minoría tiene derecho a decidir y, sin garantías, sobre la gran mayoría. Es tal la perversión de la democracia que resulta increíble lo que ha pasado en Cataluña. La ley nacionalista en la que se sustentó ese referéndum -sin ningún fundamento en el Derecho internacional- fue declarada nula en una excelente sentencia del Tribunal Constitucional.

Los demócratas sabemos que la pretensión independentista se basa en mentiras sobre el pasado (la Historia inventada), el presente (que seguirían en la Unión Europea) y el futuro (que sería un Estado paradisiaco y muy rico) de Cataluña.

La declaración suspendida de independencia del pasado 10 de octubre dejó sin alternativas a España y a su Gobierno, que se debe al civilizado respeto a la Constitución. La oferta de diálogo en las famosas cartas de Puigdemont imponía, primero, aceptar la independencia y negociar de estado a estado las consecuencias de la secesión. Diálogo sí y puentes para restañar el desgarro social, una vez restablecido el respeto a su Estatuto de Autonomía y Constitución.

Un Estado democrático tiene que defenderse, como legítimamente ha hecho el Gobierno al recabar la autorización del Senado, para destituir al Govern e intervenir la Administración de Cataluña a fin de proteger su autonomía -violentada hasta el paroxismo por los secesionistas-. Govern y Parlament catalanes, desde 2015, se han erigido en legibus solutus, en legislador sin límites, en un poder absoluto, dictatorial.

España es una democracia plena que, por fin, ha decidido recurrir a los medios constitucionales de coerción legítima al activar al artículo 155 de la Constitución y exigir coactivamente el cumplimiento de los límites constitucionales y legales en Cataluña. Ellos han roto la paz allí con su violencia institucional y su rebeldía provocadora; los secesionistas pueden quebrar también la paz en toda España.

El golpe a la Constitución y a la democracia lo han propinado los secesionistas; ellos suspendieron y violentaron su Estatuto de autogobierno al aprobar la anulada ley del referéndum y la suspendida ley de transitoriedad jurídica, que ponía fin a la división de poderes en esa parte del territorio nacional. Como dicen intelectuales franceses, las mentiras y la demagogia de Puigdemont le convierten en el Trump de Europa. Un político despreciable y enloquecido dispuesto a sacrificar a un pueblo. Junto a sus cómplices de Podemos, dispuestos a emular una ridícula mezcla explosiva de Stalin y Hitler para provocar, ellos, sangre y lágrimas. Nosotros, los demócratas defenderemos con denuedo el Estado de derecho.

Con una paciencia inimaginable en Francia, Alemania, Estados Unidos, o cualquier Estado civilizado, el Gobierno -aunque no sea de concentración nacional-, por fin, ha decidido hacer respetar los derechos de los catalanes a su autogobierno aplicando medidas constitucionales. Quien hace aplicar la Constitución no da un golpe de Estado, como ha recordado un periódico neoyorquino ("no se puede permitir que una votación falsa desmiembre un país verdadero").

Tantas veces han amenazado con la República de Cataluña que ahora confiamos que el Gobierno impida que el hecho soberano se afiance. Debe cortar de raíz la extensión de la estatalidad de facto y revertir con paciencia el caos político-legal y la corrupción moral y económica. Debe impedir que emerja un Estado impostado que compite con el Estado legal y democrático y evitar legalidades paralelas. Un seudoestado sincopado, retráctil -que se declara Estado a ratos-, que impugna las normas del Estado ante el Tribunal Constitucional cuyas sentencias rechaza.

La proclama de independencia no tendrá efectos inmediatos ni debiera tenerlos en el futuro. El Gobierno debe actuar con toda la moderación y modulación adecuada a cada situación que sobrevenga. Debe actuar con mucha delicadeza y escrupuloso respeto a la Constitución y al Estatuto de Autonomía -cuyo contenido material no se puede suspender, pero sí a las deslegitimadas autoridades rebeldes-. Tenemos la baza de la probada de nuestros tribunales de justicia y del respeto y admiración, dentro y fuera, por su independencia, caiga quien caiga, en sus investigaciones y condenas penales a intocables.

Después de la calle -bajo el control del somatén parapolicial de los comandos anarquistas, de ANC y Òmnium-, lo más difícil es poner fin a la semilla del odio y a la intoxicación en escuelas y medios de comunicación catalanes. El Gobierno debe apoyarse en agencias de comunicación españolas y extranjeras para trasmitir nuestra realidad democrática y ayudar a tender puentes entre los intoxicados con la España tolerante y global.

Esta fase de aplicación del art. 155 CE conlleva riesgos que debemos afrontar y resistir unidos como sociedad democrática. Tengamos la convicción de que esos riesgos, por graves que sean, siempre serán menores que las consecuencias del abandono de la defensa de la Constitución, de la integridad territorial y de los derechos fundamentales del pueblo catalán. Tenemos el deber moral, además de constitucional, de defender al poble catalán de la tiranía proclamada e impuesta en Cataluña por los secesionistas.

Sin dudas ni reservas sectarias, nos tenemos que conjurar contra la perversión de los bárbaros que nos apartan de la civilización que representa la regla de Derecho. Como Maximus y los gladiadores, no sabemos con precisión qué riesgos enfrentaremos, pero venceremos si estamos unidos.

Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la UCM.

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