Fujimori entre rejas

Por Mario Vargas LLosa, escritor (EL PAÍS, 20/11/05):

No es de extrañar que los terroristas hagan de las suyas por doquier y el ciudadano común ande en ascuas por la falta de seguridad en un mundo en el que un reo contumaz, buscado por la Interpol y con orden de captura en 184 países, puede alegremente salir del Japón en un avión privado, dar la vuelta a medio planeta, hacer escala sin ser molestado en Tijuana, México (Estados Unidos ha desmentido que hiciera una parada también en Atlanta), aterrizar en Santiago de Chile y, luego de pasar por la sala VIP del amable aeropuerto chileno, instalarse en una suite del Hotel Marriott.

Todo parece indicar que sin el escándalo que su presencia generó, y muy en especial, la protesta de la candidata socialista a la presidencia de Chile, Michelle Bachelet, el ex dictador peruano Alberto Fujimori se hubiera salido con la suya. ¿Cuáles eran sus intenciones? Difícil averiguarlo. No podía entrar al Perú, donde el Congreso de la República lo había privado de los derechos civiles y donde lo esperaba la cárcel. ¿Exiliarse en Chile, desde donde, con sus vastos recursos acumulados en los años que usurpó el poder, podría desestabilizar el proceso electoral peruano? Felizmente, las autoridades judiciales de Chile ordenaron detenerlo. Ahora, entre las rejas doradas de un cuartel de la Gendarmería, espera el fallo de los jueces que decidirán sobre una demanda de extradición que el Gobierno peruano debe presentar antes de dos meses. Aunque, en el Perú, el ex dictador tiene 22 procesos por tráficos, saqueo de los recursos públicos, complicidad con múltiples delitos, torturas y crímenes contra los derechos humanos, sólo podrá ser juzgado, en caso que Chile lo extradite, por los delitos que las leyes penales chilenas contemplan.

¿Andan tan despistados los policías y los funcionarios de fronteras de México y Chile para que un personaje archiconocido, prófugo de la justicia de su país y perseguido por la policía internacional, se les escurra tan fácilmente, o el poder de corrupción de la mafia fujimorista, que, en los diez años de dictadura -1990-2000- perpetró el más espectacular pillaje del patrimonio nacional de la historia peruana, es capaz de pulverizar todas las barreras legales y las aduanas latinoamericanas? Los dos países han anunciado que investigarán lo ocurrido y sancionarán a los responsables. Ojalá sea así.

Todavía más responsabilidad que la de aquellos países en este lastimoso episodio incumbe a Japón, por la protección sistemática que ha prestado a Fujimori desde que éste, con el pretexto de asistir a un foro internacional en Brunei, fugó del Perú y envió su renuncia a la Presidencia por fax al Congreso de la República. No contento con negarse a extraditarlo, alegando que se trata de un súbdito japonés, las autoridades de Tokio, a diferencia de las de Suiza, Estados Unidos y otros países, han cerrado todas las puertas a los pedidos de información del Gobierno del Perú sobre las remesas de las cuantiosas cantidades de dineros ilícitos que Fujimori hizo al país de sus ancestros por el intermedio de su cuñado, Víctor Aritomi Shinto, a quien mantuvo estratégicamente en el puesto de embajador del Perú en Tokio durante su Gobierno. Este personaje, también prófugo de la justicia peruana, goza asimismo de un exilio espléndido en Japón. Ahora, como si no le cupiera una importante dosis de complicidad en la ilegal travesía de Fujimori -le permitió abandonar el país y se abstuvo de avisar a las autoridades de México y Chile del viaje del reo contumaz-, el Gobierno nipón se ha lavado las manos, diciendo que su "súbdito" debe ser tratado como un ciudadano normal y que confía en la justicia de Chile. No parece haberse enterado, por lo visto, que, al presentarse en el aeropuerto de Chile con su pasaporte peruano, el ex dictador optó, inequívocamente, por la ciudadanía peruana al emprender su extraña aventura. Ha hecho bien el Gobierno del Perú en retirar su embajador de Tokio para dejar sentada su irritación por el injustificable proceder de Japón con quien cometió tantos y tan abominables delitos mientras estuvo en el poder.

El primero de ellos, haber destruido mediante un golpe de Estado el sistema democrático que, en 1990, lo llevó a la Presidencia de la República, al que reemplazó por una satrapía en la que él, su brazo derecho Vladimiro Montesinos y una voraz pandilla de delincuentes se dedicaron a robar y, mediante el chantaje, la corrupción o el crimen, a suprimir toda forma de resistencia a las exacciones que perpetraban. Para dar siquiera una idea de la magnitud de los robos cometidos desde el poder por Fujimori y los suyos, basta señalar algunas cifras. Hasta ahora el Perú ha conseguido repatriar, de bancos suizos, de bancos de Estados Unidos y de bancos mexicanos unos 173 millones de dólares resultado de peculados y comisiones en agravio del Estado peruano. A estos dineros negros, debidamente comprobados por la justicia de los países que autorizaron la repatriación, hay que añadir unos 49 millones de dólares más que el Perú ha conseguido bloquear, en cuentas secretas de Panamá y otros países, vinculadas a la red de empresas fantasmas que el dictador y sus cómplices regaron por medio mundo para borrar las huellas de sus operaciones ilícitas, muchas de ellas vinculadas a los grandes carteles del narcotráfico, que, durante los años de la dictadura, gozaron poco menos que de extraterritorialidad en la Amazonía peruana. Estas sumas, de por sí elevadísimas tratándose de un país pobre como es el Perú, son, claro está, apenas la punta del iceberg de las astronómicas sumas de dinero que el dictador y los suyos distrajeron del patrimonio nacional. Sólo en los últimos meses, las autoridades peruanas detectaron 70 nuevas cuentas en Panamá abiertas por aliados, compinches y testaferros de Fujimori por las que se movió, en los años de la dictadura, la formidable cantidad de 800 millones de dólares.

Sin embargo, lo que debería pesar sobre todo en la balanza de los jueces chilenos a favor de la extradición del prófugo ex dictador no son sus desfalcos, tráficos y el enriquecimiento ilícito, sino las atrocidades que se cometieron, por órdenes suyas o con su explícita colaboración, contra los derechos humanos en el decenio en que fue amo absoluto del país. Quien quiera conocerlas con cierto detalle sólo tiene que consultar el riguroso trabajo que llevó a cabo la Comisión de la Verdad y Reconciliación, integrada por personalidades independientes y presidi-da por el entonces rector de la Universidad Católica de Lima, el prestigioso filósofo Salomón Lerner.

La Comisión estableció que el presidente Fujimori, su asesor Vladimiro Montesinos y altos funcionarios del Servicio de Inteligencia tuvieron "responsabilidad penal por los asesinatos, desapariciones forzadas y masacres perpetradas por el escuadrón de la muerte denominado Grupo Colina". Esta pandilla, integrada por oficiales en activo de las Fuerzas Armadas, llevó a cabo, entre otras, la matanza de los Barrios Altos, un distrito de Lima, en la que un grupo de 15 vecinos, entre ellos un niño de ocho años, que celebraba una fiesta, fue asesinado a mansalva y otros cuatro malheridos porque un agente secreto había denunciado a los participantes como cómplices de los terroristas de Sendero Luminoso (la denuncia resultó ser falsa).

Otra de las siniestras hazañas del Grupo Colina fue el asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Enrique Guzmán y Valle La Cantuta, a los que la inteligencia militar había sindicado como senderistas. Los diez fueron secuestrados, liquidados a balazos, incinerados y enterrados en unas fosas clandestinas, en un descampado en las afueras de Lima. Cuando el crimen se descubrió y se desenterraron los restos, se halló que los huesos calcinados de las víctimas habían sido ocultados en bolsas y cajas de zapatos.

La lista de los asesinatos individuales, con el pretexto de la lucha contra el terrorismo senderista, pero, muchas veces, para silenciar a periodistas, sindicalistas o militantes políticos adversarios de la dictadura, es muy numerosa. En ella figuran la desaparición del periodista Pedro Sauri y el asesinato del dirigente sindical Pedro Huillca, porque en estos casos hubo una movilización para denunciar lo sucedido. Pero, como señaló el informe de la Comisión de la Verdad, fueron incontables los casos de hombres y mujeres humildes a los que la dictadura aniquiló luego de espantosas torturas en calabozos que, algunos de ellos, se hallaban en los sótanos del Ministerio de las Fuerzas Armadas, y junto a los cuales había unos hornos potentes para volatilizar los cadáveres. Centenares de personas, muchas de ellas inocentes, que cayeron en manos de aquel mecanismo homicida, desaparecieron de ese modo sin dejar el menor rastro.

Uno de los crímenes más horrendos de los años de la dictadura se planeó y ejecutó por decisión personal de Fujimori: las esterilizaciones forzadas que el dictador ordenó se llevaran a cabo, a través de campañas del Ministerio de Salud. Con el pretexto de vacunar a las poblaciones de las comunidades indígenas y aldeas aisladas de los Andes, las brigadas enviadas por las autoridades sanitarias, esterilizaban masivamente a las mujeres, sin pedirles su parecer ni informarlas de lo que se hacía con ellas, a resultas de lo cual muchas perecieron desangradas o a causa de infecciones.

¿No son estos ejemplos más que suficientes para justificar la extradición de Alberto Fujimori al Perú? Desde luego que lo son. Es verdad que, a diferencia de otros países latinoamericanos, Chile tiene una sólida tradición jurídica que la dictadura pinochetista no llegó a prostituir del todo, pero hay, por desgracia, algunos casos recientes que ponen en tela de juicio la independencia y la competencia de los jueces chilenos en casos de extradición. Dos altos esbirros del fujimorismo, prófugos de la justicia peruana por delitos flagrantes de apropiaciones ilícitas, corrupción y delitos contra el Estado, han obtenido allá el amparo de la justicia y disfrutan ahora de la hospitalidad chilena (y de sus botines mal habidos). ¿Ocurrirá lo mismo con el reo contumaz? Esperemos que no y que, por una vez en la historia del Perú, un ex dictador comparezca ante un tribunal a responder por sus fechorías.