Función pública y política no mezclan bien

La crisis económica y la corrupción han extendido, en España y en muchos otros países, la preocupación por la conducta ética de los gobiernos y su capacidad para adoptar decisiones adecuadas y eficaces. Para una mayoría amplia de expertos, la existencia de una burocracia pública de alta calidad, regida por el principio de mérito, es una premisa necesaria para el buen gobierno. Investigaciones como las de los californianos Peter Evans y James Rauch, entre otras, han suministrado una evidencia empírica sólida de esa relación. Sin embargo, a la hora de desvelar aquello que hace buena a una burocracia pública, chocamos con un primer obstáculo. Entre los países que puntúan alto en los indicadores de buen gobierno del Banco Mundial, la OCDE, Transparencia Internacional y otros rankings internacionales, encontramos diferencias notables en su manera de entender y organizar la función pública.

Entre esas democracias dotadas de gobiernos efectivos y con una corrupción razonablemente reducida, hay modelos de burocracia pública muy distintos. Algunas de ellas, como Alemania o Corea del Sur, han optado por sistemas de contratación y gestión de personas de inspiración weberiana, esto es, altamente regulados, orientados a crear en los funcionarios un esprit de corps propio y diferente y provistos de arreglos institucionales —como una alta estabilidad y protección del empleo— alejados de los habituales en el sector privado. Otros países, sin embargo, como Suecia o Australia, se organizan como sistemas abiertos y aplican a su empleo público reglas análogas a las que rigen en el ámbito laboral común, lo que brinda a los gobernantes y gestores márgenes de flexibilidad y discrecionalidad mucho más amplios. Correlativamente, entre los países cuyos gobiernos puntúan peor en los estudios comparados, los hay tanto con modelos cerrados y rígidos de burocracia pública (Grecia), como con sistemas abiertos y flexibles (México).

Estas constataciones han llevado a Carl Dahlström y Víctor Lapuente, investigadores de la Universidad de Gotemburgo y autores de un libro reciente que será frecuentemente citado (Organizing Leviathan, Cambridge University Press), a indagar más allá de esas diferencias de regulación. Su trabajo analiza el impacto de los distintos modelos de burocracia pública en tres áreas: la dimensión de la corrupción, la efectividad de las administraciones y la capacidad de innovación que éstas ponen de manifiesto. Y la principal conclusión es contundente: las administraciones menos corruptas, más efectivas y más innovadoras son aquellas donde —con independencia de si su modelo de función pública es del tipo cerrado o abierto— las carreras de los servidores públicos se hallan separadas de las carreras de los políticos.

La explicación es que, allí donde los incentivos de carrera de gobernantes y funcionarios están separados, aparecen dos cadenas diferenciadas de responsabilidad: los políticos rinden cuentas ante el partido que gobierna; los servidores públicos, ante sus pares y referentes profesionales. De aquí que cada uno de estos actores se sienta impulsado a actuar como contrapeso, supervisando la actividad del otro y preservando así el equilibrio entre la lógica política y la técnico-burocrática, en el quehacer de las administraciones. Y estos contrapesos -destacan los autores- son benéficos cuando operan de forma recíproca, ya que tan perjudicial puede ser la interferencia política del servicio público (populismo, clientelismo, cortoplacismo) como la captura de la política por la burocracia (tecnocracia, burocratismo, corporativismo).

¿Qué ocurre en España? Dado que el riesgo de confusión entre ambos tipos de carreras es particularmente alto en las posiciones directivas, pondremos el foco en esos niveles superiores de la Administración. ¿Tenemos aquí meritocracias públicas diferenciadas y separadas de la política?

La respuesta debe ser matizada. Si nos fijamos en las administraciones periféricas (CCAA y gobiernos locales) el panorama es poco halagüeño: el enorme número de cargos a disposición de los partidos políticos, la fuerte dependencia del ciclo electoral que estos cargos presentan y el uso generalizado de criterios de lealtad política en muchos nombramientos (es habitual, por ejemplo, que un gerente de empresa pública, de hospital o de museo cambie porque ha cambiado el partido que gobierna o simplemente porque lo ha hecho el superior político) hacen que la mezcla de incentivos de carrera se produzca a menudo desde el mismo momento, o incluso antes, de acceder a una posición pública. ¿Los resultados? No hace mucho, Carlos Sebastián hacía, en estas mismas páginas, un descarnado relato de episodios de la gestión pública catalana que podría extenderse fácilmente a otras administraciones territoriales de nuestro país.

En la Administración General del Estado (AGE), la situación presenta, de entrada, otra apariencia. Aquí, el sistema de cuerpos garantiza, en general, el mérito en la entrada a la profesión pública (que lo haga con los procedimientos más modernos y eficaces para seleccionar el mejor talento es cosa distinta y en la que no entramos ahora). El problema es que luego las carreras funcionarial y política se entremezclan. Como destacan Dahlström y Lapuente, el acceso a las posiciones superiores de la AGE es favorecido por la proximidad política con quienes gobiernan. Y viceversa: a diferencia, por ejemplo, del Reino Unido, donde la alta función pública es incompatible con la actividad política, la manera más frecuente de hacer una carrera política en España es pertenecer a uno de los altos cuerpos de la Administración. La actual nómina de ministros y secretarios de estado da cuenta de ello. Puede decirse que nuestro modelo corporativo asegura el mérito en origen, pero no preserva de la politización la progresión profesional de los funcionarios. Alguien ha definido por ello el sistema español de altos cargos como “un spoils system (sistema de botín político) de circuito cerrado”.

El estudio de Dahlström y Lapuente ofrece un amplio repertorio de casos —entre ellos, algunos de la peripecia española reciente: Gurtel, Estepona, Marbella, autopistas fantasmas, aeropuerto de Murcia, entre otros— para ilustrar sus hallazgos y conclusiones. Lo que éstas nos sugieren es que, si queremos mejorar la calidad de nuestra gobernanza, la despolitización de la función directiva pública sigue siendo una importante asignatura pendiente de nuestras administraciones. De la mezcla de burocracia y política no resulta un cóctel recomendable para la buena administración pública. Hay países que separaron la política y la alta función pública hace décadas. En años más recientes, esta clase de reformas se ha extendido a países como Chile o Portugal. En nuestro caso, la fuerte resistencia de unos aparatos de partido acostumbrados a colonizar una amplia franja superior del servicio público sigue impidiéndolo hasta la fecha.

Francisco Longo es director de ESADEgov, centro de Gobernanza Pública de ESADE Business and Law School.

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