¿Funciona la medicina basada en la evidencia?

La medicina basada en la evidencia, como escribieron David Sackett y sus colegas en 1996, es “la aplicación explícita, minuciosa y prudente de la mejor evidencia disponible a la toma de decisiones para la atención de cada paciente”. Definición que a primera vista parece inobjetable; de hecho, muchos dirán que eso es la “medicina”, a secas. Pero la idea se ha vuelto objeto de un arduo debate, y muchos piensan que ya no sirve. El mes pasado, el British Medical Journal preguntó a sus lectores si la medicina basada en la evidencia dejó de funcionar, y las respuestas fueron prácticamente parejas: 51% por el sí y 49% por el no.

La controversia es sobre el tipo de evidencia. Sackett da a entender, pero no estipula, que las decisiones de los médicos deberían basarse en la evidencia epidemiológica (resultados de ensayos aleatorizados controlados y de estudios de muchos años de duración con grandes cohortes) y, previsiblemente, en la opinión del paciente.

Los estudios epidemiológicos intentan responder preguntas como “si 1000 personas con diabetes tipo 2 se dividen aleatoriamente en cuatro grupos de 250 personas a las que durante diez años se les darán, respectivamente, los fármacos A, B, C o ninguno (o un placebo), ¿qué sucederá con las tasas de supervivencia y qué complicaciones y efectos secundarios puede haber?”. Si el ensayo se realiza correctamente (con una cantidad suficiente de sujetos divididos en forma realmente aleatoria y valorando los hallazgos “a ciegas”), los resultados deberían ser confiables.

Supóngase que las tasas de supervivencia a diez años para los cuatro grupos son 71%, 80%, 82% y 70%, respectivamente, y que la proporción de pacientes con efectos secundarios serios es 2%, 5%, 50% y 1%. Es de suponer que una gran reducción en el riesgo de efectos secundarios justifica una pequeña reducción en la tasa de supervivencia, de modo que se elegirá el fármaco B.

En síntesis, la medicina basada en la evidencia usa una ciencia, la epidemiología, para crear un conjunto claro y estructurado de decisiones acerca de pruebas y tratamientos que se aplicarán a diversos pacientes; y es (cada vez más) frecuente que la evidencia obtenida se resuma en la forma de recomendaciones clínicas. Pero esto supone un problema, por dos razones.

En primer lugar, el énfasis en el ensayo aleatorizado controlado como criterio fundamental de evidencia implica que cualquier fármaco que en un ensayo haya dado mejor resultado que otro pueda presentarse como “científicamente comprobado”. Los anuncios en las revistas médicas abundan en fármacos que uno no sabía que necesitaba para tratar enfermedades que uno no sabía que existían; por ejemplo, el “trastorno de excitación sexual femenina” y el “trastorno de déficit de atención en adultos”. ¿Pero cuántos, antes de su autorización, se contrastaron experimentalmente con terapias más naturales no farmacológicas (por ejemplo, tratar la hipertensión con yoga o la diabetes con caminatas intensas)?

En cierto sentido, la medicina basada en la evidencia fue víctima de su propio éxito, ya que en los veinte años desde su nacimiento ha impulsado un aumento exponencial de la cantidad de ensayos clínicos. No hace falta ser doctor en psicología cognitiva para darse cuenta de que si uno toma médicos que trabajan en condiciones estresantes y con limitaciones de tiempo y los sobrecarga de recomendaciones y publicaciones científicas, el resultado previsible es que cometan errores.

La solución que se intentó (automatizar las recomendaciones dentro de “herramientas de decisión asistida”) resultó mayormente un fiasco, porque los modelos informáticos no pueden reflejar la práctica clínica real con todas sus complicaciones. Por ejemplo, generaciones de estudiantes han memorizado para sus exámenes las características de la enfermedad celíaca según los manuales de medicina. Pero la celiaquía de la tía Nora no leyó el manual.

De hecho, la tía Nora es la única persona que puede decirnos cómo es su enfermedad celíaca. Y a la tía Nora no le gusta tomar cualquier remedio, y encima insiste con que hace unos años, cuando probó el medicamento X, se sintió como nueva, a pesar de que el resultado promedio de ese mismo medicamento en otros 1000 pacientes fue nulo. ¿Serán las recomendaciones del modelo de computadora aplicables a la tía Nora?

Esto no implica que la medicina basada en la evidencia no sirva, sino simplemente que todavía no llegó a la madurez. Realizar ensayos aleatorizados de alta calidad es tan importante ahora como en los albores del movimiento de la medicina basada en la evidencia. Pero el sistema también debe incluir el juicio del médico y la experiencia individual de cada paciente.

Ya es hora de dejar de apabullar a los médicos con resultados científicos y de enviar ejércitos de vendedores hiperlocuaces a manipularlos con técnicas de márketing. Lo que se necesita, en cambio, es que los investigadores mejoren la presentación, la síntesis, el procesamiento y la aplicación de la evidencia epidemiológica, mediante buenas técnicas de visualización que ayuden a los médicos a comprender mejor estadísticas complejas.

Al mismo tiempo, los resultados de investigaciones referidos al paciente promedio no deberían valer más que lo que diga cada paciente respecto de su cuerpo y su enfermedad. Para asegurar el tratamiento adecuado para cada uno, sería muy útil contar con nuevas formas de recabar y procesar las experiencias personales de los pacientes, que suelen ser idiosincráticas, subjetivas e imposibles de estandarizar.

La comunidad médica debe desarrollar la ciencia de la toma de decisiones compartida, donde la evidencia epidemiológica informe pero no reemplace el diálogo con el paciente respecto de lo que este necesita y el mejor modo de conseguirlo. Así podremos trascender los límites actuales de la medicina basada en la evidencia y desarrollar un enfoque holístico que tenga en cuenta la experiencia de la enfermedad por parte de cada paciente y fomente una buena práctica médica.

Trish Greenhalgh is Professor of Primary Health Care and Dean for Research Impact at Barts and the London School of Medicine and Dentistry. Traducción: Esteban Flamini

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