Funcionarios «dificultativos»

Recuerdo una espléndida columna de Martín Descalzo -jefe de la Sección de Religión en nuestro ABC- titulada: «La homilía». El admirado sacerdote, periodista y ensayista comenzaba así: «Permítame el lector que me dirija hoy a mis hermanos en el sacerdocio». Y discurría sobre la responsabilidad en la preparación de la homilía dominical, tan beneficiosa en la vida semanal del cristiano practicante.

Inicio así mi reflexión, al ambicionar parafrasearla: «Permítame el lector que me dirija hoy a mis hermanos en el funcionariado». Trataré de esos funcionarios «dificultativos» que el «administrado», en ocasiones, sufre cuando gestiona sus asuntos ante un ente público. Son pocos, pero causan mucho desprestigio al inmenso número de funcionarios «facultativos», eficaces, flexibles y amables.

En realidad, muchas de las consideraciones que siguen podrían aplicarse a todos los que trabajan «de cara al público», que constituyen un porcentaje bastante alto de la población activa. Pero quiero referirme, de forma particular, a los funcionarios, por cuanto considero que tenemos una especial responsabilidad en el ejercicio de la «función pública», que nos obliga a comportarnos con mentalidad de «servidores públicos».

Funcionarios «dificultativos»En las distintas Administraciones -local, autonómica y estatal- sus funcionarios y empleados deben ser conscientes que gestionan bienes y dinero público -de todos los ciudadanos- y, por ello, su función debe ejercerse, ciertamente, en aras del bien común y la protección de la utilidad pública, pero sin menoscabar los legítimos derechos del ciudadano ni situarle en situaciones de indefensión.

Esta actitud es clave en la cotidiana labor de recepción, tramitación y resolución de las cuestiones que el administrado plantee. Persigo subrayarlo pues me he «tropezado» con funcionarios que se creen «dueños» de las concesiones, licencias, prestaciones o ayudas que gestionan y, además, algunos se asemejan a esos «dueños cicateros», o lo que es peor «injustos», en cuanto consideran que cumplen mejor su función si deniegan, que si conceden aquello que «en Derecho» el ciudadano solicita. Y cuando afirmo «en Derecho», quiero expresar que el administrado «expone» su situación fáctica y para fundar su pretensión, «invoca» el Derecho que le ampara.

Así, cuando se aprueba una partida presupuestaria destinada a un programa de ayudas, subvenciones o indemnizaciones -por ejemplo, con ocasión de los daños provocados hace unos meses por la gota fría en el Levante-, lo acorde al interés público es consumir dicha partida, repartiendo los fondos que se hayan destinado. En este sentido, desde el escrupuloso respeto a la normativa aplicable, en los supuestos inciertos debe aplicarse el principio «in dubio pro administrado» y no al contrario, como algunos funcionarios creen. No ejercen mejor su función denegando, sino atendiendo los casos que se les presentan desde la consideración de la aequitas, que implica adaptar la disposición aplicable a las circunstancias del supuesto planteado.

En esa interpretación de la norma, se debe ser flexible. Así, entre la literalidad del precepto y su espíritu, se hace preciso optar siempre por éste. Qué sabiduría la contenida en la máxima ciceroniana: «Summun ius, summa inuria», es decir, la aplicación estricta del Derecho provoca la mayor de las injusticias.

El funcionario no debe pues entender que el «imperio de la ley» requiere que ésta caiga «con todo su peso» sobre el ciudadano. Si ni siquiera me parece correcto que «caiga» sobre el delincuente -pues su aplicación debe tender a redimirle- muchísimo peor me parece que el peso legal «recaiga» sobre el administrado, tan frecuentemente desvalido.

Desprestigian también al funcionariado aquellos que desprecian -o al menos no aprecian- el tiempo de los administrados, siendo éste un bien muy preciado, por escaso; los que no saben, o no quieren, ser flexibles para evitar que el administrado tenga que volver otra vez o deba desplazarse a otro lugar, cuando con un poco empatía, podrían ponerse en el otro lado de la mesa y reconocer las dificultades que, tantas veces, tiene el ciudadano para presentarse en un órgano administrativo ya sea por el horario, ya por las horas empleadas en desplazamientos y esperas. Lo desacreditan, asimismo, aquellos a los que se les nota que están «avinagrados», por trabajar, y que tratan con aspereza a quienes «atienden», o mejor «desatienden»; también los funcionarios que intuimos que están pensando: «Cuanto antes me libre, mejor», que suelen coincidir con esos en los que descubrimos un ansia desmedida de cerrar «su» ventanilla (la consideran suya) cinco minutos antes de la hora establecida, por si se les «cuela» alguno «indebidamente» que les obligaría a permanecer tres o cuatro minutos más del horario prescrito.

Mancillan también al funcionariado los que debiendo estar en su puesto, no están; y los temidos «pegistas» profesionales, que nos obligan a volver por una mera formalidad que sería subsanable con buena voluntad y una saludable dosis de flexibilidad. Este biotipo responde al «Vuelva Vd. mañana» -tan bien narrado por Larra-, que si bien existe, se generaliza con demasiada profusión para estigmatizar a todo funcionario.

Por fin, la más perversa actitud es aquella -muy excepcional, pero por desgracia real- en la que se percibe como el funcionario se «regodea» viendo sufrir al administrado, al constatar que le será casi imposible remover los «mil y un» requisitos/obstáculos burocráticos impuestos.

Todo este elenco -y alguno otro tipo que no describo, pero el lector puede conocer- conforma la fauna del «mal funcionario». Reitero que, a mi juicio, constituye un porcentaje reducido del conjunto de servidores públicos. No obstante, es bien sabido que la naturaleza humana recuerda y publicita más lo malo que lo bueno. Por ello, esa pequeña proporción causa un gran daño corporativo y fomenta esa «mala fama» que tacha al gremio de poco trabajador, desabrido y deficiente cumplidor.

Leí -y no recuerdo dónde- que un funcionario desmotivado le decía a otro, con ironía y sorna: «La Administración se burla de nosotros pagándonos poco, pero nosotros la correspondemos trabajando menos». ¡Qué horror, qué error, pero…¡qué marco tan evocador! ¡Ojalá nunca nos encontremos con él! Ojalá se convierta en un chiste malo o en un desagradable recuerdo de antaño.

Federico Fernández de Buján es catedrático de la UNED y académico de la Real de Doctores de España.

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