Funcionarios públicos: un respeto

Ha sido el ministro de Política Territorial y de Función Pública, Miquel Iceta, quien ha comunicado a la ciudadanía que se halla entre sus propósitos cambiar el sistema de ingreso en la función pública. En concreto ha explicado que «se trabaja en una estrategia para reformar el modelo de acceso al empleo público en el que se tenga más en cuenta la capacidad y la aptitud y menos la habilidad memorística».

Y eso ¿cómo se hace, señor ministro? ¿cómo se pueden enfrentar conceptos como capacidad y aptitud y memoria? Convendría que se explicara con precisión. Porque la capacidad de un ingeniero al servicio de la Administración, de un notario, de un inspector de Hacienda o de un profesor de Historia de bachillerato se mide por disponer de un título de licenciado o doctor en tales o cuales materias, título que acredita la aptitud para ejercer una determinada profesión. Para obtenerlo, su titular ha demostrado las exigibles capacidades ante los profesores que le han examinado en sus respectivas escuelas o facultades, capacidades que tienen ingredientes variados, entre ellos el ejercicio de la memoria. El profesor de Historia, al que me acabo de referir, tendrá que retener en la memoria que Felipe II reinó en unos determinados años del siglo XVI y que Isabel II, por contra, lo hizo en tales años del siglo XIX. ¿Por qué capacidad o aptitud se puede sustituir este esfuerzo de la memoria? De la misma forma, el notario tendrá que conocer con soltura el Código civil a menos que quiera aparecer ante el cliente que demanda sus servicios como un atolondrado que se ve obligado a estar consultando constantemente los artículos de ese Código. Y así sucesivamente …

A partir de ahí, la dificultad para ingresar en un determinado cuerpo de funcionarios dependerá del número de plazas que se oferten y del número de aspirantes que concurran a esas plazas. Si hay 10 plazas y aspiran a ellas 100 personas será necesario establecer la competencia entre ellos. Y ello por la elemental razón de que es obligado garantizar el principio constitucional de mérito y capacidad al estar tales plazas retribuidas con dinero público. Es justamente para asegurar tal competencia por lo que existen pruebas, exámenes y ejercicios. Pruebas y exámenes que pueden ser enormemente exigentes e incluso diabólicas cuando quienes aspiren a las plazas sean personas muy preparadas que pelean con denuedo por su futuro puesto de trabajo. Por eso se llaman oposiciones: porque un aspirante se opone a otro.

Lo hasta aquí explicado es algo que todo el mundo comprende.

¿De qué se habla entonces cuando, como hace el ministro, se mira con tanta desconfianza a la memoria? ¿A qué viene subestimarla? No es privativo del ministro de la Función pública esta prevención contra la memoria pues la comparte con su compañera de Educación, también empeñada en arrinconar esta facultad, potencia del alma o lo que sea para sustituirla por las habilidades en los planes de estudio.

Mucho me temo que lo que llevan entre manos ambos ministros es rebajar el nivel de exigencia y al cabo de conocimientos y de procurar así las menores molestias a los candidatos pues quien se enfrenta a una oposición pierde la color lozana o exhibe antiestéticas ojeras debido a las muchas horas que ha de pasar sobre los libros y otros materiales de trabajo.

El ministro sabe bien que tal «estrategia», por usar la terminología ministerial, ha de recibir el aplauso de miles de personas, lo que siempre agrada a un político.

Me temo asimismo que se acabe importando al ámbito de la función pública los métodos –que sospecho proceden del mundo anglosajón– propios de la empresa privada. Se olvida así que en ella se maneja dinero propiedad de un empresario o de unos accionistas que pueden arbitrar el sistema que les pete cuando de reclutar su personal se trata. La Administración pública, por el contrario, ha de ser extremadamente rigurosa y exigente al ser el dinero público el que se halla en juego.

Atisbo en el horizonte el abandono de pruebas tradicionales –rigurosas y meticulosas– para incorporar otras más livianas, como la entrevista. Es un invento muy generalizado que tiene la ventaja de su sencillez pero el inconveniente de no revestir la menor garantía para el aspirante. No hay temario o el repertorio de preguntas es vago y además no se conocen los criterios exactos con los que se evalúan las respuestas. Y, si no es así, es decir, si hay un temario, hay unos examinadores competentes para juzgar los conocimientos de los candidatos y también unos criterios precisos para evaluar, entonces estamos descubriendo las pruebas en que suelen consistir las oposiciones. Es decir, estamos descubriendo uno de esos océanos que ya surcaron intrépidos viajeros hace varios siglos.

Los espíritus maliciosos nos tememos lo peor. Porque en España es importante que los ministros –muchos sin especiales saberes– se hallen rodeados de funcionarios cualificados y neutrales que han de formar en torno a ellos un cordón de capacitación técnica. Para evitar la generalización de estropicios mayormente.

En nuestra Administración esta cautela exige una observancia especial pues téngase en cuenta que, en el actual Gobierno de coalición, hay decenas de altos cargos que han sido nombrados sin contar con el requisito básico de proceder de la alta función pública. Es más, cuando se leen algunos de los curricula que están en el portal de transparencia del Gobierno (no todos están) se advierte que carecen de cualquier conocimiento sobre el despacho de los asuntos pues la experiencia que alegan deriva de la obtenida en otros cargos a dedo o por su activismo político. Una muestra es la del director general de los derechos de los animales: su título, otorgado por el sindicato Comisiones Obreras, es el de «formador en posicionamiento y manejo de redes sociales» y, como experiencia, alega haber sido «responsable del mantenimiento de tiendas on line».

A través de estas designaciones, el poder político va ocupando ámbitos que deberían quedar reservados a profesionales solventes. La contaminación política se desparrama y ello hace que, entre los funcionarios reclutados de forma limpia, se generalice la creencia de que solo podrán prosperar si demuestran sintonía política con el poder. Como este es cambiante, las contorsiones han de ser frecuentes y de ahí los agobios y los arriesgados esfuerzos posturales de este sufrido personal.

Erradicar estas perniciosas prácticas permitiría asegurar a los funcionarios una carrera apoyada sólo en su trayectoria profesional, sin necesidad de vivir la desazón que produce mostrar falsos entusiasmos o aparentar vaivenes ideológicos. Ya el insuperable Gracián dejó escrito que «no se habría de proveer dignidad ni prebenda sino por oposición, todo por méritos, solo a quien venga con más letras que favores».

Otra grave consecuencia de estos modos de organización es el terremoto que se produce con ocasión de cualquier remodelación ministerial. Y lo ya definitivamente perturbador es que estas facultades de designaciones tan alejadas de la templanza que debería adornar a los ministros, se trasladan, como en una cascada cantarina, a sus subordinados, los secretarios de Estado, subsecretarios y directores generales quienes usan su voluntad para designar a los responsables de otras muchas dependencias: subdirectores y funcionarios asimilados que se cuentan ya por centenares.

Cuidado pues con tocar el sistema tradicional de oposiciones libres con la excusa de combatir la memoria pues facilitaremos el desembarco en las Administraciones de una legión de espabilados que treparán por los organigramas ansiosos de lograr una sinecura por un atajo.

Un ministerio no es un partido político, señor ministro. Cabalmente debería ser justo lo contrario.

Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo. Su última obra narrativa se titula Abdicación por amor: una novela real (editorial Triacastela, 2021).

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