Funcionarios y formularios

El funcionario es la fórmula inventada por los estados modernos para dominar a las personas ofreciendo seguridad en el empleo a cambio de renunciar a toda ambición. Su emblema es el formulario. El formulario es un impreso lleno de casillas que hay que rellenar, mejor dicho, que es obligatorio rellenar; y tal función es la que prima, pues no se puede dejar ninguna vacía, bajo pena de reconocer abandono y olvido del deber por parte del funcionario responsable. Para la menor gestión ante la todopoderosa Administración o cualquier actividad pública se ha hecho obligatorio anteponer el nombre propio, la dirección y los datos personales que constituyen un prólogo vistoso y justifican una decena de casillas de lo más aparentes.

Muy pronto, algún avisado comerciante comprendió que el invento podía utilizarse con mucho provecho en beneficio del mercadeo, obteniendo sin coste listas de ciudadanos que se mudaban en potenciales clientes, y hoy esa majadería es una práctica habitual y extendida.

Hace poco tuve una inesperada demostración de cuánto ha cundido esta costumbre: al depositar mi coche para que me lo lavaran, el habitual sudamericano que realiza esa tarea en las empresas especializadas me presentó el consabido formulario. Un tanto desconcertado, le pregunté por qué deseaba el patrón para el que trabajaba conocer mi nombre, dirección, etc. El hombre lo ignoraba, por supuesto, y tampoco le importaba, pero me explicó que formaba parte de sus obligaciones. Yo le repliqué que nuestra relación laboral no justificaba revelar mi intimidad, nuestro trato consistía en un acuerdo temporal, basado en la buena fe, por la que dejaba en sus manos un bien contra la realización de un trabajo y un precio acordado, que su garantía era el propio bien y la mía la confianza. Como insistía tercamente en que rellenase el papelajo, le expuse lo fácil que sería cumplimentarlo con datos imaginarios y que en ningún caso iba a facilitar los reales a un desconocido. Al fin, el empleado se convenció o prefirió abandonar la discusión y terminó la mínima contienda.

En nombre de la rutina el más insospechado individuo se encuentra autorizado para conocer hechos y situaciones personales que forman parte de nuestra intimidad y se asombra de que un ciudadano normal, sin alienar por los medios de comunicación, se niegue a esa intromisión. Por experiencia conozco también cuánto desconcierta que no facilite a profesionales, tenderos y multitud de variopintas personas el conocimiento de si poseo o no un teléfono móvil y su número identificativo. «¿No tiene usted móvil?». Es la exclamación con que me obsequian con el tono de recelo que emplearían ante un falsario o criminal en potencia.

Y es que la diosa Igualdad, que es una de las más influyentes en el parnaso de lo políticamente correcto, no acepta que nadie se desmarque del dogma de todos idénticos. Cuando la sociedad se gobernaba por ideas y principios, el cristianismo enseñaba que los Homo sapiens eran esencialmente iguales porque todos estaban creados a imagen y semejanza del Creador y porque todos habían sido redimidos con la sangre del Hijo del Hombre. Patrañas antiguas. Ahora a la luz de la modernidad son no solamente iguales en lo esencial, sino también en lo accidental, y no importa que Velázquez o Goya no tengan rivales, lo mismo que Quevedo y Cervantes: por real orden, todos miméticos y reducidos al número del DNI.

En realidad, lo que se buscaba y se ha conseguido es que todo el respeto que merece cada persona individual se diluya en una masa amorfa que se denomina «pueblo», al que se le concede una soberanía que no puede ejercer y que delega en los sirvientes del Estado. Por ese astuto medio, estos poseen un poder como nunca conoció antes la humanidad, sin controles ni cortapisas. Incluso al último y más rutinario de los funcionarios se le inviste de autoridad suficiente para exigir desde su ventanilla unas peregrinas intimidades y rechazar la instancia del desgraciado ciudadano que ha sufrido la vejación de someterse a una cola con estas escuetas palabras: «Vuelva usted mañana, voy a tomar el café de las once». Un café que es el símbolo de la burocracia y el soporte de la brillante productividad de funcionarios y asimilados.

Y a la cúpula de todos los paniaguados estatales, los políticos, que no están sujetos a la justicia ordinaria, que viajan a expensas de sus gobernados y viven de votar como borregos aquello que les indica el jefe de filas, no les preocupa que el poder judicial dependa institucionalmente del legislativo, que las pensiones futuras no puedan satisfacerse por la baja natalidad o que el paro acogote a sus gobernados… A ellos les conmueve el reparto de premios que le pueda corresponder a cada partido y la lista de las candidaturas en las elecciones. Pues qué bien.

Marqués de Laserna, correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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