Funcionarios y sus funciones

Por Carlos Sentís (LA VANGUARDIA, 07/04/06):

Junto a temas más absorbentes, no ha llamado excesivamente la atención la noticia del anteproyecto de ley de Jordi Sevilla. Como es sabido, el ministro de Administraciones Públicas anunció un anteproyecto de ley, quizá prematuramente, porque no están dirimidos -en diálogo con los sindicatos- aspectos esenciales. El caso es que se atribuye a esta ley el propósito de no dejar para los empleados de la función pública la norma de perennidad que tienen ahora. Su labor será objeto de evaluación para, en casos de notorio incumplimiento, perder el puesto. Se comentaba que en el siglo XXI obtener funciones vitalicias, cuando hay tantos trabajadores en precario, constituye una desigualdad ciudadana casi anticonstitucional. Sin embargo, el mismo Jordi Sevilla aclaró que la pérdida del puesto no significaba ir a la calle, sino un traslado a un destino de rango inferior.

Vistas así las cosas, el proyecto de ley es acogido con un principio de aprobación, aunque los sindicatos de la función pública piden garantías de cómo se realizarán las evaluaciones. Esta puede ser la madre del cordero, puesto que parece muy difícil, semejante labor que, además, exigiría más burocracia: nuevos empleados para controlar a los antiguos. Más de lo mismo, según algunos. Son muchos los que no creen que el propósito de Jordi Sevilla pase de las buenas intenciones o, a lo sumo, de la obligación de redactar informes por parte de los jefes de departamentos. El criterio general es que los funcionarios actuales están mejor preparados que sus predecesores y, además, desde la instalación de la democracia están más al servicio del público, en vez de que el público les sirva a ellos. El caso es que hay más funcionarios que nunca y con las comunidades autónomas el número, naturalmente, ha crecido en lugares donde la burocracia era reducida. En Catalunya, por ejemplo, según los últimos datos del año 2005, había 263.399. Se cuentan, naturalmente, tanto los funcionarios estatales como los de la comunidad autónoma. Ambos orígenes suman los de Madrid, con la cifra de casi 400.000. Son muchos, pero en proporción había quizá más cuando Madrid no llegaba a 400.000 habitantes en total. En la extensa y poblada Andalucía hay más: 449.915 funcionarios.

A finales del siglo XIX el funcionario estaba en la base del apasionamiento político, ya que del cambio de Gobierno podía depender el puesto de trabajo y, por consiguiente, la economía de muchas familias. Existían los cesantes, que, en una época de dos grandes partidos (liberal y conservador) aguardaban el turno de entrada de los suyos en el poder para recuperar sus puestos. Los cesantes esperaban, adeudando al tendero, al que pagaban cuando volvían los suyos. Pienso que, en aquellos años de la Restauración, Cánovas y Sagasta quizá aceptaban voluntariamente el cambio de turno para poder atender a su clientela política. El caciquismo era de rigor y, sin embargo, un cierto entendimiento entre los líderes políticos dio a España unas décadas que permitieron modernizarla, con el trazado de carreteras y ferrocarriles. Uno de estos últimos fue de inversión francesa y por eso llevaba el nombre afrancesado de Caminos de Hierro del Norte de España. Un trazado de ferrocarril no centrado en Madrid; se extendía de Bilbao a Barcelona. Es ya en el siglo XX, pues, en momentos no malos para el país, cuando se terminó el funcionariado alternativo y en Madrid dejaron de existir los cesantes. Fue una modernidad que no evitó la existencia de unos funcionarios que, ya instalados de por vida, se creyeron los reyes del mundo. Josep Pla, en su libro Madrid,comenta que en la ventanilla de una oficina había un letrerito: "Abierto de una a dos". Cuando el ciudadano preguntó si no trabajaban por las mañanas, se le contestó: "Cuando no trabajamos es por la tarde". Cabe decir que los funcionarios eran motivo fácil para revistas satíricas y de humor. Cualquiera que fuera la exageración, lo cierto es que en general la Administración de nuestro país quedó notoriamente por debajo de otras, como, por ejemplo, la francesa. En Francia existen unos dirigentes administrativos que hacían posible que el país quedara igual o incluso mejor asistido en periodos de crisis gubernamentales, demasiado frecuentes.Vale decir que la eficacia de los que se llamaban grandes comisarios del Estado se llevaba a términos con discreción y sin personalismos. Al ejército, por ejemplo, le llamaron la gran muda,habida cuenta que a la Armée o Armada le corresponde el femenino. Aquí quienes ocupan las cúpulas de las interadministraciones, como hemos visto recientemente, hablan desde sus puestos y se quedan tan anchos. Así ha ocurrido con relación al Estatut de Catalunya por parte de altos dignatarios de las distintas administraciones. Precisamente deberían ser los jefes, en sus distintas graduaciones, quienes controlaran el rendimiento de los funcionarios, vigilando su productividad e incentivando, más que castigando, su labor. Si no son los jefes quienes incentivan o sancionan, se ve difícil que puedan hacerlo otros funcionarios, a los cuales habría que dar una difícil autoridad suplementaria.

Empleo vitalicio y poco control pueden suponer una desigual consideración para los trabajadores de todas clases. No es de extrañar que sean tantos los jóvenes que aspiren al funcionariado. Una aspiración muy generalizada en todo tiempo. En su vejez se lo oí contar a don Natalio Rivas. Tras ser nombrado ministro en el primer cuarto de siglo, acudió a Granada, donde había sido elegido diputado. Sus partidarios llenaron la plaza del Ayuntamiento, desde cuyo balcón tenía que pronunciar un discurso. Al iniciar el ademán y en el silencio, se oyó una voz estentórea que salía de entre la multitud: "¡Natalio, colócanos a tooos!".