Fútbol: la tragedia griega de nuestros días

La popularidad de un deporte depende de su capacidad de ser espejo y de crear identificación. En estas últimas fechas del calendario español, pocos acontecimientos han logrado enganchar a tanta gente y suscitar tal interés de los medios de comunicación de todo el mundo como la epopeya protagonizada el martes por los jugadores del modesto Alcorcón al vencer al todopoderoso Real Madrid. ¿Por qué el balompié suscita una curiosidad, sino un interés, generalizada?

Los futbolistas encarnan la indomable violencia de las fuerzas primitivas del mundo de los instintos: la juventud, la lucha sin freno contra todo lo que se le pone delante. La gente se empuja, se arrastra para tocarles, para pasarles un pañuelo por la cara o por los pliegues del manto, por arrancarles una manga de la camisa para llevarla como trofeo a su casa como antaño hacían los peregrinos con las reliquias, por hacerse una foto a su lado como hacen los fieles con los santos de su devoción en las iglesias y en las procesiones. El fútbol es un acontecimiento épico, y el futbolista, la glorificación del héroe luchador y la ejemplificación de la sabiduría de los instintos vitales. El ídolo es un dios reducido a la medida del hombre.

Las crónicas deportivas -las narraciones épicas de nuestros días para miles de lectores- hablan y describen milagros obrados en el campo de fútbol y en la vida cotidiana por alguno de sus héroes. A los lectores les resulta más comprensible lo concreto que lo abstracto, los objetivos cercanos que los lejanos. Se dice que «los mimados de los dioses se mueren jóvenes». Por eso los seguidores mitifican las desgracias de los ídolos, y sus errores son más fecundos que los aciertos del común denominador de los mortales. Sus bufonadas y salidas de pata de banco son tomadas por gracias y pruebas de ingenio.

La masa de espectadores pierde la conciencia de su propia conciencia. Todos juegan y disfrutan del primer plano. Cada individuo se siente uno con el todo. Se borran los límites y se rompen las barreras del ser que hacen de cada persona alguien diferenciado en nuestra sociedad. La dimensión amenazadora y seductora de lo oscuro y de lo monstruoso se desborda. Triunfan las pasiones. Es el momento de la disolución, del éxtasis, de la embriaguez, de lo orgiástico que busca la liberación y la creación de espacios de desahogo. Las masas prefieren a los apasionados, a los que no conocen medida, a los aventureros de espíritu y de acción antes que a los pacientes y moderados, porque el placer nunca se encuentra en la claridad y la prudencia, sino en la exaltación y el delirio.

Las gradas musitan, cantan, braman y vomitan las mismas notas, salvo raras excepciones. El clamor colectivo ahoga la conciencia individual porque es la expresión de un único deseo que se divide en una multiplicidad de individuos y, al mismo tiempo, es el retorno de la multiplicidad de la unidad originaria. Es la unicidad de lo múltiple y la pluralidad de lo uno.

Nadie tiene que justificarse ante nadie ni ante nada por lo que hace o deja de hacer; ni por lo que dice o deja de decir. Es el exceso, la desmesura, la ceguera y la obcecación; es la vida en su estado puro, original: una atmósfera de ilusiones incomprensible pero necesaria para sentirse vivo.

Quizá un partido sea la representación, por un momento, de la vida tal como la sueña mucha gente; un intento de recuperar, aunque sólo sea por un instante, al hombre que debería ser. Un partido de fútbol es un impulso sordo que desconoce su propósito pero desvela el misterio del mundo y de la vida. Tal vez se pueda decir que nos enseña «el conflicto de la voluntad consigo misma, el cual aquí, en el grado supremo de su objetividad, se revela del modo más completo, aparece de la forma más pavorosa» (Schopenhauer). Es el borde del abismo y del precipicio.

Un partido de fútbol crea un estado anterior al arte, a la religión, a la política y hasta al conocimiento; es un sí a la vida sin condiciones, una crítica radical a la rutina de lo cotidiano y la disgregación de los ideales. Un partido de fútbol es uno de los últimos reductos de libertad colectiva, porque zambulle a los individuos en un proceso de comunión aliviadora, y una imagen comprimida del mundo y de la vida como «un mar eterno, un tejer cambiante, un vivir ardiente» (Fausto, 505-07).

Si hay seguidores de los dos equipos puede haber entre ellos enfrentamientos que representan la dimensión agónica de las personas y de la sociedad y transforman el estado de guerra de todos contra todos en certamen. Un partido puede interpretarse como una lucha entre la desmesura y la cordura en la que la victoria de uno de los principios rivales es sólo una tregua, una paz provisional y la preparación de un nuevo combate. En ocasiones, como es el caso que nos motiva, la victoria de los humildes contra los orgullosos, del débil contra el fuerte, de David contra Goliat.

Tal vez se podría hablar de lo que los griegos llaman hybris, que supone siempre una toma parcial de conciencia de la situación o una toma de conciencia en penumbra. Nadie pretende saber nada, sino vivir, dejarse llevar. «La intemperancia engendra a los tiranos; la intemperancia que cuando se halla cebada más de lo justo en afectos que son ilícitos y perniciosos, remontase insolente hasta lo más alto, pero de allí se despeña en angustiosos aprietos donde no puede dar un paso en libertad» (Sófocles, Edipo Rey).

A la hybris se opone la phronésis, la respuesta y la actuación de la inteligencia prudencial, apropiada a la complejidad de la situación y al carácter contradictorio de las determinaciones legales o sobrenaturales. En el partido de fútbol, el árbitro personaliza la racionalidad, el sentido común, la sindéris, la buena educación frente a los instintos incontrolados de las masas de las gradas. Por eso es denostado e injuriado, él y sus ancestros hasta la tercera generación.

Los únicos espectadores de verdad son los del palco, los invitados que no pueden tomar parte activa en el acontecimiento porque, para no contaminarse, oyen los cantos de las sirenas atados al palo del mástil, como Ulises. Si gritan, si patalean, si protestan contra el árbitro dejan de ser gente distinguida para fundirse y confundirse con la masa. Cada uno de ellos es un individuo, alguien, con sus límites, su personalidad social. Los individuos del palco son la lógica que condena con su presencia la vulgaridad de las masas, analogía del éxtasis y la embriaguez.

Los invitados son como gente que tiene miedo de confiarse a la corriente de la vida, a la existencia pura y dura. El palco representa a todos los poderes del estado y de las instituciones. Nadie cuenta con ellos ni cuentan para nadie salvo para las cámaras de televisión; dos mundos de líneas fronterizas perfectamente definidas, físicamente separados incluso por hornacinas de cristal. «Aunque, al día siguiente o en el mismo instante de salir, uno despierta de la embriaguez que te ha embargado durante el partido y se puede decir: qué tontería».

Las buenas maneras del palco les parecen a las gradas una perversión impía, por no dejarse llevar de la inspiración y de la gracia del momento: un mundo artificial de apariencia, moderación y corrección política; la mentira civilizada que se comporta como si ella fuese la única realidad. El palco piensa que las gradas no conocen a los dioses y las gradas piensan que el palco teme a la vida. Es el logos del palco contra el phatos de las gradas.

Un partido de fútbol es un estadio previo al nous de Anaxágoras, a las ideas de Platón, al Dios cristiano, a la sustancia de Spinoza, al cogito de Descartes, al yo de Fichte. Es la aceptación de la existencia sin la intervención de la negación; es como una epifanía de la realidad última, de la cosa en sí (Kant), de la voluntad de poder (Schopenhauer), del espíritu (Hegel), de lo monstruoso (Nietzsche)...

Lo raro, extraño, incomprensible e intolerable tal vez sea la realidad cotidiana que espera a la salida del estadio. ¡Cuántos espectadores, una vez fuera del recinto, podrían tolerar y hasta disfrutar de estar en medio de la multitud como en ese momento! Tal vez el fútbol sea la imagen de un mundo verdadero contrapuesto a la apariencia del mundo; una jugada de libro tal vez sea la imagen perfecta de la fugaz belleza de la vida, cuya esencia es empezar y acabar en sí misma.

Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor. Es autor del blog Diario nihilista.