Futuro en español

El español es el producto más internacional que tienen España y la veintena de países que son titulares de la propiedad mancomunada que es esta lengua transnacional. El más internacional y también el más justificadamente prestigiado: además de la ingente creación cultural con él acumulada, ha conseguido superar tres duras pruebas, y las tres con nota sobresaliente: el paso del tiempo, las barreras de la geografía y el desafío de la unidad.

La lengua castellana fue la que antes contó, entre las lenguas derivadas del latín, con Gramática y Diccionario (antes de terminar el siglo XV, 1492 y 1495, respectivamente, de la mano de Nebrija en ambos casos), y hoy, más de cinco siglos después, mientras aumenta con fuerza el número de sus hablantes, presenta un grado óptimo, y superior en términos comparados, de normativización, resultado de un ambicioso programa de política lingüística panhispánica liderado por la RAE.

El panorama que ofrece la geografía es también reconfortante. Lengua con significativa presencia en varios continentes desde temprana hora, el español mantiene hoy su condición de lengua propia a ambos lados del Atlántico, ampliando a la vez las respectivas lindes. En América la tradicional alta concentración de hispanohablantes en los países con mayor impronta española –lengua geográficamente «compacta»– tiende a disminuir, dado el doble y simultáneo empuje del español hacia el norte, abriéndose paso como lengua materna, y también extranjera, en Estados Unidos, y hacia el sur, al penetrar con firmeza en Brasil. En Europa, por su parte, es gradual el ascenso del español a la posición de segunda lengua de enseñanza, tras el inglés, desplazando al francés y al alemán en buena parte del continente.

Exitosa ha sido, en fin, la apuesta a favor de la unidad –que no es uniformidad–, evitando la fragmentación, como ocurrió en su día con el latín al escindirse en un nutrido ramillete de lenguas romance. Hoy, la lengua española no solo está menos dialectizada que el inglés y el francés, o que el chino y el hindi, sino que también presenta un más alto grado de cohesión interna, pudiéndose subrayar la «unitaria pluralidad» del español merced al planteamiento panhispánico de la norma de corrección.

En resumen, a tenor del número de hablantes –algo más ya de 500 millones–, las credenciales actuales del español son bien presentables: segunda lengua materna del mundo, tras el chino mandarín; segunda lengua de comunicación internacional, tras el inglés, y también en la Red, y tanto por número de usuarios como por páginas web; segunda lengua adquirida en los países de lengua no inglesa. Es hoy, sin exageración, «la otra» lengua internacional de alfabeto latino, «la otra» lengua de Occidente: si el inglés es la lengua sajona universalizada, el español es la lengua románica universalizable. No una alternativa a aquella, auténtica linguafranca universal de nuestro tiempo, pero sí su posible mejor complemento.

¿Qué valor económico cabe asignar a tal activo intangible? Pues se trata de un activo inmaterial, dotado de importantes externalidades, incapaz de ser apropiado en exclusividad por los agentes económicos que acceden a su uso, que carece de costes de producción –en tanto que lengua materna– y que no se agota al ser consumido. Son características que hacen de la lengua una suerte de bien público – bien público de club–, cuyo valor aumenta conforme crece el número de sus hablantes y conforme crece su capacidad para servir de medio de comunicación internacional. En una investigación auspiciada por Fundación Telefónica, se pone la atención precisamente en los efectos multiplicadores que tiene el español como lengua global. Las cifras obtenidas son contundentes: el español multiplica por cuatro los intercambios comerciales entre los países hispanohablantes, y compartir el español multiplica por siete los flujos bilaterales de inversión directa exterior (IDE), actuando así la lengua común de potente instrumento de internacionalización empresarial: de hecho, para las multinacionales españolas los países de habla hispana han constituido el gran «banco de pruebas», el lugar de aprendizaje de la gestión internacionalizadora.

La economía, pues, aporta buenas razones para cuidar con esmero la política de promoción del español. Un doble planteamiento puede darle a esta sustento firme. De un lado, la consideración del español como un bienpreferente objeto de una política propiamente de Estado: una política que no quede constreñida en un único ministerio, pues concierne directamente a varios (industria, educación y cultura, comercio, asuntos exteriores) e indirectamente a todos; y una política que trascienda las alternancias gubernamentales, porque requiere continuidad, consistencia temporal. De otro lado, planes compartidos. Políticas intergubernamentales y paniberoamericanas. La realización del consensuado programa normativo panhispánico debe tomarse como referencia. La mejor defensa internacional del español exige acciones conjuntas.

Debe huirse, en todo caso, de la autocomplacencia, pues, si grande es lo conseguido, grandes son también los retos que plantea el futuro que ya es presente, como sugiere el Foro Vocento que ayer comenzó en Logroño bajo el mismo título que encabeza estas líneas. Cinco son ineludibles. El primero es de estatus, de reconocimiento de su condición de lengua de comunicación internacional en foros y organismos multilaterales. Es cierto que el español constituye una de las seis lenguas consideradas como oficiales en Naciones Unidas, pero, en la práctica, su utilización es muy reducida; y en el seno de la Unión Europea, el español es de hecho lengua subalterna, sin estatus real de lengua de trabajo (que sí tienen inglés, alemán y francés). El segundo reto, de creciente entidad, es el que plantea la debilidad del español como lengua efectiva de comunicación científica, lengua a través de la cual se produce y difunde la ciencia, particularmente en las áreas de ciencias de la naturaleza, ciencias bioquímicas y ciencias sociales, así como en el campo de la ingeniería y la tecnología. El tercer reto no es independiente de los dos anteriores: elevar, más aún que la presencia, el predicamento del español en la Red, llave maestra para el porvenir del idioma.

Los dos retos adicionales, hasta completar el quinteto aludido, atienden no a mejorar el tratamiento de la lengua, no a ensanchar sus dominios, sino a su conservación, a impedir su merma. En un caso, para evitar la pérdida de competencias lingüísticas en español de los emigrantes hispanos a Estados Unidos. Es un cometido crucial, pues ahí se juega en gran medida el futuro del español, sin que la suerte esté todavía decantada. Crece, y rápidamente como se ha señalado antes, la población hispana o de origen hispano, pero solo la mitad del total de los 50 millones que ya suma tiene un dominio aceptable del español, mientras que un tercio solo lo chapurrea y un quinto ha perdido la capacidad de expresarse en él.

El otro caso en que se trata de no perder requiere actuar, por así decirlo, de puertas adentro. No debe eludirse el tema, y menos en España, donde los problemas que suscita empeoran día a día. La tarea de impulso del español como lengua de comunicación internacional hay que hacerla compatible con el cultivo de aquellas otras lenguas nativas que siguen demostrando vitalidad. Es algo que debe acometerse con tanta resolución como cordura (el «sentido común» que reclamara hace ya veinte años Gregorio Salvador). El plurilingüismo es un don, y nunca debería devenir en merma alguna, ni de las lenguas minoritarias en el ámbito multilingüe ni de la lengua que sea mayoritaria, común o no, y el español, afortunadamente, sí lo es en España. Se incurrirá en un grave error –«el más colosal despropósito», dijo sin ambages Julián Marías–, con efectos socialmente regresivos, si se pierden competencias en el uso del español, lengua de comunicación internacional, que aporta tantas oportunidades en una economía y una sociedad globales.

José Luis García Delgado, catedrático de Economía y codirector del proyecto «Valor económico del español».

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