El optimismo rodea la inminente cumbre de Pittsburgh, aunque persisten algunas preocupaciones. Hace un año, al desarrollarse una dramática recesión en todo el mundo, muchos estaban convencidos de que nos dirigíamos hacia una repetición del crash de 1929. Pero gracias a las medidas adoptadas en la cumbre del G-20 en Londres, el pasado abril, la peor amenaza en décadas para la economía global ha podido contenerse.
Tras una reducción del 9%, el comercio global se ha recuperado por la inyección de 250.000 millones de dólares en créditos flexibles. Casi 50 millones de empleos se perderán en todo el mundo en 2009, pero hay señales de que lo peor ha pasado. Otros 750.000 millones de dólares se dedicaron a estimular la demanda y a estabilizar las cuentas corrientes de muchos países -particularmente aquéllos en vías de desarrollo- golpeados por la drástica reducción en el comercio y el crédito.
La magnitud de los recursos movilizados no tenía precedentes, pero aún más significativa ha sido la existencia de una voluntad colectiva. La confianza así recuperada ha ayudado a mantener a flote la economía durante este periodo de incertidumbre y turbulencias.
La comunidad internacional vio el abismo pero pudo evitar la caída. ¿Debemos celebrar haber evitado lo peor? Al fin y al cabo, el espejismo de que los mercados se autorregulan se ha desvanecido.
Cuando los líderes del G-20 se reunieron por primera vez en Washington el año pasado, no había sobre la mesa ninguna propuesta política completamente trabajada. Pero esos líderes no cayeron en la inercia o la inacción. Eran conscientes de que esta crisis refleja desequilibrios estructurales que van más allá de las travesuras financieras. El cambio climático y la creciente competitividad global por los recursos energéticos y los mercados confirman lo que ya sabíamos: la globalización nos ha hecho más dependientes que nunca de los demás.
El año pasado Brasil tomó la delantera para defender la consolidación del G-20 como un foro de líderes que afronte la crisis con racionalidad. Ahora, pensamos que ha llegado la hora de demostrar voluntad política para emprender fundamentales ajustes estructurales, y esto explica nuestro desencanto ante la renuencia de los países desarrollados a proceder a la reforma de las instituciones de Bretton Woods. Hay una feroz resistencia a fortalecer los mecanismos de supervisión de los mercados financieros.
Los banqueros quieren regresar a las mismas prácticas que precipitaron el caos. Los banqueros continúan siendo pagados en exceso, mientras que millones de hombres y mujeres pierden sus empleos. Tampoco comprendemos por qué los países industrializados se niegan a compartir su parte de la carga cuando se trata de luchar contra el calentamiento global. No pueden delegar a los países en desarrollo las tareas que son sólo suyas. Las señales de un retorno a los instintos proteccionistas son igualmente preocupantes. Al igual que la parálisis de la Ronda de Doha, ya que sabemos que su conclusión aceleraría fuertemente la recuperación económica global.
Los países en desarrollo no causaron la crisis. Son, de hecho, sus principales víctimas. Pero, además, se han convertido en parte de la solución. El mundo emergente ha ido más allá de la denuncia de los aventureros especuladores y los dogmas obsoletos. Está haciendo una contribución activa a encontrar soluciones.
Acudiremos a las negociaciones auspiciadas por la ONU sobre el cambio climático en Copenhague, este diciembre, con nuestras propias alternativas para garantizar el desarrollo sostenible. El Fondo del Amazonas que inició Brasil en 2008 combina el bienestar de millones de personas con la protección de nuestra herencia natural, hemos reducido la desforestación. Y la experiencia de Brasil con biocombustibles e hidroelectricidad señala el camino a una mezcla energética en armonía con la preservación ambiental.
Las políticas de los países del Sur Global han creado decenas de millones de nuevos consumidores, quienes serán decisivos en la recuperación de la economía mundial. En Brasil se ha demostrado que una más justa distribución de los ingresos es un poderoso incentivo para un crecimiento sano.
No es éste el momento para suspender las políticas anticíclicas que han demostrado su eficacia. Los países más pobres tienen prisa por ver la recuperación de sus economías y para renovar así las esperanzas de su pueblo. Por todo esto, defendemos un gobierno global más democrático y justo, y esperamos ver resultados en la cumbre de Pittsburgh. Por supuesto, el G-20 no puede resolver todos los problemas. La crisis de gobierno internacional no será superada multiplicando foros ad hoc, que van desde el G-8 y el G-14 hasta el G-20, o cualquiera otro que pueda crearse en el futuro. Estos foros sólo pueden tener éxito si nos ayudan a regresar a la reforma del sistema multilateral.
Queremos la clase de gobierno que haga que nuestra interdependencia sea un incentivo a la solidaridad auto-interesada, en lugar de un pretexto para que los fuertes siempre ganen. El G-20 es una oportunidad extraordinaria para demostrar que esto no es un sueño. Éste es el mensaje de esperanza y el compromiso que Brasil lleva a Pittsburgh.
Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil. © Distribuido por Global Viewpoint Network / Tribune Media Services.