G-¿cuántos?

El órdago mundial lanzado por el Gobierno para estar en la Cumbre del G-20 en Washington ha tenido la rara virtud de lograr el consenso patrio: hay que estar allí. Sin embargo, con independencia de la fórmula final con que España participe, sería conveniente no exhibir tanto músculo de octava economía mundial de la manera como se está haciendo. Primero, porque desde el Gobierno socialista a menudo se ha criticado el modelo excluyente, opaco y poco eficiente de los Ges. Segundo, porque un ránking basado en el tamaño del Producto Interior Bruto o de las multinacionales no tiene mucho sentido en una época de crisis total. ¿Realmente sabe alguien -países ricos, emergentes, o bancos, da igual- qué lugar ocupará dentro de uno o dos años en la clasificación?

A diferencia de lo ocurrido tras la caída de Unión Soviética, tras el derrumbe del capitalismo financiero todos pierden. Estamos ya en un periodo de volatilidad, donde los factores clave serán la capacidad de reacción de cada economía real a la crisis, y, sobre todo, la capacidad de liderar propuestas de cambios institucionales.

Sobre esta capacidad de propuesta, el Gobierno español debería hacer valer su posición. Entrar en el nuevo directorio mundial que se esboce en Washington tiene sentido y puede darnos réditos sólo si se hace de manera coherente con lo mantenido hasta ahora: esto es, con la perspectiva de un cambio de dimensión política global. Nuestro país, ausente hasta ahora de los clubs G, abanderado del multilateralismo y con un sistema bancario más saneado que el resto, se halla en una buena posición moral para plantear un cambio sistémico. Claro que sí: a corto plazo hay que hacerse un hueco en el directorio; pero con una visión de fondo alternativa a la mera ampliación del G-8. No se trata únicamente de una cuestión de cuántos deben mandar, sino más bien de cómo.

Sería bueno que nuestro argumentario y nuestra acción pivotaran sobre unos ejes claros.

Primero: el G-20 importa, pero importa más lo que debería venir después: un directorio más amplio y flexible, abierto cuanto menos al resto de economías de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). ¿Qué sentido tiene ya establecer un numerus clausus? A España -que desde un puesto octavo en PIB, undécimo en poder de paridad adquisitivo o decimotercero en Índice de Desarrollo Humano, retrocede hasta el veinticinco en renta per cápita- le conviene mostrarse generosa, proponiendo reglas flexibles de participación.

Segundo eje: incorporar nuevos criterios al ránking. Hay que premiar a los países con mayor esfuerzo energético en renovables; más inversión en misiones de paz; mayor respeto al medioambiente (no es nuestro caso); o mayores índices de desarrollo humano que tengan en cuenta la educación o la igualdad de oportunidades.

Tercero, la reforma debe dar lugar a nuevos organismos financieros independientes, que supervisen los desequilibrios macroeconómicos sin un doble rasero. Y España puede ayudar en la construcción de consensos financieros con América Latina -en especial Brasil-, donde la legitimidad del FMI y del Banco Mundial está en su nivel más bajo.

Y cuarto, y fundamental, debemos plantear una reforma paralela de Naciones Unidas, ya que una reforma financiera no tiene mucho sentido sin una reforma política. De ahí las dudas acerca de la sinceridad de Bush o de Sarkozy.

¿Tiene sentido ampliar a veinte o más el cónclave económico y al mismo tiempo dejar fuera del Consejo de Seguridad a países como Brasil, India, Alemania o la propia España? Podemos plantear cambios en el tamaño, la agilidad, el rol y los medios del Consejo de Seguridad, así como de los organismos dedicados al Desarrollo (PNUD), la Agricultura y Alimentación (FAO), o la Energía Atómica (AIEA). Y todos ellos, lógicamente, deberían interactuar con el directorio.

La nueva arquitectura tiene que servir a la gestión de los asuntos transversales que forman parte tanto de la economía como de la seguridad global: las fuentes de energía, el desarrollo, o las migraciones. Ahora bien: ninguna gran potencia se ha hecho jamás el hara-kiri, y sólo el próximo presidente norteamericano tiene a partir de enero de 2009 la llave de la reforma de Bretton Woods. Ya resulte un simple maquillaje o una refundación, va a ser un proceso largo, doloroso y con un final incierto, mucho más allá de la obsesiva reunión del 15 de noviembre.

En todo esto hay que pedir dos cosas al Gobierno. Primero, transparencia. Si por optar al directorio hubiera que pagar un precio -por ejemplo a los socios francés o alemán (respecto a la Unión Mediterránea o el mapa energético europeo), a EE UU o a Brasil-, debería hacerse público. Segundo, responsabilidad. El órdago español por co-liderar el mundo, si tiene éxito, exigirá una inversión acorde en capital político y humano dedicado a la acción exterior.

En el pasado, pudo no importar tanto estar o no en el G-8. Pero ha llegado el momento de subirse al escenario. El liderazgo de España se juega en persuadir al resto -empezando por nuestros socios europeos- de que hay que dejar atrás clubs G que no gobiernan. Y de que hay que reinventar el mundo.

Vicente Palacio, subdirector del Observatorio de Política Exterior Española de la Fundación Alternativas.