Galdós en el exilio

Cien años después de muerto, Galdós se ha personado entre nosotros con estrépito. Merecidísimo, por cierto: «Fortunata y Jacinta», «La de Bringas» o las novelas de Torquemada figuran entre lo mejor que ha producido la literatura española durante siglos. Al tiempo me ha parecido detectar, detrás del homenaje y los actos de recordación, una voluntad quizá inconsciente de desagravio. ¿Raro? No. Hasta hace poco no era aún de buen tono, resultaba incluso extemporáneo, confesar que se leía a Galdós. La necrológica de Ortega, publicada en «El Sol» el 5 de enero de 1920, es elogiosa, aunque, a la vez, ligeramente condescendiente. Ortega retrata a Galdós como «el príncipe» del pueblo madrileño, título que lo emparenta más con «La verbena de la Paloma» y el género chico que con el gran arte europeo del XIX. Esta aproximación, como argumentaré más adelante, es equivocada. Durante los cincuenta y sesenta, Galdós atrajo sobre sí un vilipendio unánime. Me refiero, esencialmente, a la opinión preponderante entre los hombres de letras. Desfilan con diligencia las descalificaciones entonces vigentes en el capítulo 34 de «Rayuela», en que Julio Cortázar alterna su propio texto (líneas pares) con las páginas iniciales de «Lo prohibido» (líneas impares). «Rayuela» apareció en 1963. Es seguro que Cortázar no se había metido en un solo libro de Galdós, y sus ironías no son más inteligentes ni están mejor traídas que aquellas con que se despreciaba el gótico poco antes de que viniera a remendarlo Viollet-le-Duc. Ahora podemos leer a Galdós pero no «Rayuela», del mismo modo que extraemos un placer profundo de Sorolla aunque nos fatigan hasta lo infinito los cuadrados blancos y los cuadrados negros (y los cuadrados negros dentro de los blancos) de Kazimir Malévich. La injusticia literaria ha sido una constante en la historia. Las preferencias estéticas integran un mecanismo infalible para ver… y «no» ver. Repasemos lo que Cortázar reprocha a Galdós en «Rayuela»:

Galdós es un escritor anticuado, entendámonos, sujeto a normas de estilo anteriores a su época. ¿Cierto? En parte, sí. Galdós, qué se le va a hacer, murió desprendido de las corrientes que señalarían el curso de la literatura en el futuro inmediato. En 1922, fallece Proust; ese mismo año se dio a la imprenta el «Ulises» de Joyce; en 1923 apareció «La conciencia de Zeno», de Ítalo Svevo. Estas obras, estos autores, son modernos en un sentido casi apremiante que el acabamiento de la modernidad está oscureciendo a toda prisa. No está en las mismas Galdós. Su uso del idioma, inspirado en las hipotaxis y complejidades estructurales del cervantismo, así como su concepción de la novela, nos envían a tiempos que, por transpuestos, vulneran las categorías por las que se rige la historia literaria convencional.

Galdós escribía mal. Causa estupor esta imputación, señal cierta de que, durante decenios, se ha hablado de Galdós a tontilocas. Galdós fue un escritor culto, de léxico copioso, y por entero alejado de las fealdades e intrusismos coloquiales de Blasco Ibáñez u otros que tal bailan. Ningún autor en el XIX, con la excepción de Menéndez y Pelayo, poseyó una prosa tan elástica, tan rica, como la suya.

Carecía de gusto. De acuerdo. Su gusto, por lo menos, no es refinado. Pero esto tiene la importancia que tiene, es decir, poca. No solo el buen o mal gusto es un artículo frágil que se rompe o recompone al compás de la moda; más importante es el hecho de que esperamos de un novelista, ante todo, profundidad en la visión y talento para crear una atmósfera. El estilo será bueno si contribuye a que esos fines se alcancen, y malo en caso contrario. Galdós los alcanzó. Luego su estilo fue todo lo bueno que debía ser.

Se ha afirmado también de Galdós que fue un realista raté: edulcorado, incompleto, o no sé qué más. La observación marra la diana, pero es interesante. Galdós se sale, sí, del formato que hace fortuna en Francia tras imponerse el naturalismo. En orden a comprender con qué salsa se adereza el guiso naturalista, nada mejor que enfrentarse al primer capítulo de «La tribuna», de Emilia Pardo Bazán. Digo el primer capítulo, porque la novela discurre después por otras vías, más afines al costumbrismo de Pereda o de Valera. Bien, el libro arranca con la descripción de los tejemanejes en que ha de emplearse un barquillero para fabricar su mercancía fungible. Doña Emilia nos asoma a la escena colocándonos detrás de un objetivo virtual: los movimientos del barquillero, los instrumentos que emplea, las fatigas que experimenta, llegan hasta nosotros desnudos, a saber, no mediados ni intervenidos por la voz personal del escritor o las florituras del idioma. Este ha de disciplinarse, amarrarse a sí mismo, a fin de que la elocución no se desborde y contamine a la cosa de que se habla. No es maravilla que, por aquellas calendas, muchos situaran a Flaubert entre los naturalistas. Y es que la contención estilística flaubertiana está pensada, agónicamente trabajada, con el mismo propósito: el de suprimir la distancia entre las palabras y lo que ellas designan.

Nada más ajeno a Galdós que este artificio literario. En Galdós los tropos y asociaciones verbales arman la narración: Galdós se vale de la retórica liberalmente, sin reticencia ni cicaterías. Lo último evoca técnicas literarias que son anteriores, no ya a Zola, sino a Balzac o Stendhal. El modelo es de nuevo, ¡cómo no!, Cervantes, y el resultado, con frecuencia memorable. En «La revolución de julio», un policía soplón que responde al apodo de «Sebo» explica, a lo largo de un buen puñado de páginas, su aperreada vida al marqués de Beramendi. Atiendan a los ritmos, a la prosodia, al espíritu de ese tramo de escritura, y comprobarán que se trata de un discurso, de una pieza oratoria, y no de una parte dentro de una escena dialogada. Estamos más cerca de la alocución de don Quijote a los cabreros, que del realismo decimonónico. Pero el resultado es memorable. De lo mejor que han producido las letras castellanas en mucho tiempo.

Galdós vuelve cuando ya se han ido los modernos. Quedémonos con lo bueno. Lo mejor de algunas muertes son las concomitantes resurrecciones.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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