Galdós y Goya, España y libertad

Shakespeare relee a Plutarco, Sterne imita a Cervantes, la modernidad española recauchuta la poesía del Siglo de Oro y el pintor Turner luchará para exponer un cuadro junto a una de las fugas de luz de su maestro Claudio de Lorena. Transmisión y emulación: hay algo reconfortante en la piedad con que los discípulos pagan a sus maestros el tributo del reconocimiento, del mismo modo que hay algo hermoso en la consideración de la filiación artística como afecto inmune al tiempo. Tomemos a Goya y Galdós: uno muere en 1828, el otro nace en 1843. Ni un solo día coinciden sus vidas, pero al leer el Episodio Nacional de «La corte de Carlos IV» volvemos los ojos al cuadro de «El Prado», de igual modo que el gesto crítico de «Los fusilamientos» nos remite al Gabriel Araceli que salva su muerte en «El 19 de Marzo y el 2 de Mayo». Goya y Galdós, Galdós y Goya: si las montañas se comunican por las cumbres, nada de extraño hay en que cada uno resuene en el otro. De hecho, en su cruce de miradas hay una lectura de nuestro siglo XIX que -por su belleza y su verdad- casi valdría para redimirlo.

Galdós y Goya, España y libertadTambién por su resonancia hispánica. Desde este punto de vista, pensar por un momento en la inexistencia de Goya y de Galdós es una hipótesis que asusta: ¿cómo íbamos, sin ellos, a leernos como españoles? ¿Qué luz iba a acompañar nuestra modernidad? De las dulzuras de vivir del último XVIII a «tan terribles guerras como Trafalgar», del fulgor ilustrado al exilio de la inteligencia bajo Fernando VII, y del Cádiz de las Cortes al Madrid de los cafés, cuesta asumir el desvalimiento en que se encontrarían nuestra literatura y nuestro arte, nuestra memoria y nuestro relato colectivo, de no haber contado con el testimonio -con el protagonismo- de su imaginación moral. Y es notable que Goya y Galdós no se conformaran con arrimar un espejo al camino de nuestra historia: también trazan una geografía, que -de Zaragoza a Gerona- será tantas veces una geografía española de la libertad. Todavía hay en Madrid una dulzura propia de los barrios que nos recuerdan -pradera de San Isidro, la Florida, Cuchilleros- a Goya y a Galdós. Ellos aligeran la pesadumbre de pensar en la complejidad y la tragedia de nuestro XIX: en «La fontana de oro» galdosiana hay suficientes celotipias políticas, y «Duelo a garrotazos» es antecedente iconográfico de nuestro supuesto cainismo, pero Goya también retratará al Coloso ibérico alzarse, como un solo hombre, contra el invasor, y Galdós canta la unidad de «aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como hierba nativa».

Si, como afirmó d’Ors, «inmediatamente detrás de Goya está, clarísima, la literatura», descender al detalle nos lleva a ver cómo, detrás de Galdós, en no pocas ocasiones está la pintura. Es un vaivén estimulante entre el Empecinado goyesco y el Empecinado galdosiano, el Palafox y el Wellington de uno y de otro, o una duquesa de Alba que Galdós camufla en Amaranta. El propio don Benito no dejará de lanzar guiños a Goya en sus primeros Episodios Nacionales, y podemos rastrear cómo los grabados de los «Desastres de la guerra» resuenan en su prosa. En Zaragoza -ciudad que Goya visitó en plena contienda-, Galdós parece inspirarse en el tremendismo goyesco: «A la luz de las internas veo algunas caras siniestras; una sobre todo, lívida y hosca, que expresa un espanto superior a todos los espantos». Y, encarnación del valor del pueblo en armas, la importancia de la mujer -tan visible en los «Desastres de la Guerra»- será rasgo propio tanto del pintor como del novelista. ¿Qué lleva al Galdós novelista a buscar al Goya pintor? Sin duda, la fama que iba a coger el aragonés en vida del novelista. Pero quizá no sea del todo aventurado presumir que, del mismo modo que los grabados goyescos anteceden la restauración fernandina, Galdós puede recurrir a su inspiración para escribir sobre los antecedentes de la restauración canovista en un XIX que se muerde la cola.

Esas son intimidades a las que nunca tendremos acceso, pero -más allá de los detalles textuales- no faltan notas de afinidad. La primera es que son artistas -digamos- imperfectos: de Galdós se ha dicho que escribe mal, y de Goya se ha dicho que pinta mal, pero ambos tienen un caudal de inspiración tan personal y tan hondo que logran erigir su propio mundo al margen de las convenciones estilísticas o académicas: trascienden ampliamente lo que se entiende o entendía por corrección en la escritura y la pintura. También hermana a ambos un humorismo que en Galdós será más plácido y en Goya conocerá recovecos; así como la cantidad ingente de obra acumulada por uno y por otro, signo del compromiso con un proyecto estético y moral. Y, sin duda, esa identificación natural -y más natural aún en el XIX- con lo popular: no solo logran elevarlo a virtud, sino que ellos mismos logran ser apreciados, sin mediaciones cultas, por el lego. Más: Goya y Galdós parecen abonar la melancólica teoría de que el genio ibérico nace siempre solo, a contra corriente, sin un humus previo, sin formar parte de una escuela y sin hacer escuela a su vez. A cambio, Goya nos dejará por siempre lo goyesco, del mismo modo que Galdós nos legó lo galdosiano, dos gestualidades propias que, con el tiempo, actúan como categorías del espíritu: podemos acercarnos a entender el mundo según lo pintó Goya y según lo escribió Galdós.

Entre lo galdosiano y lo goyesco no solo hay simpatías, sino un espacio para declinar todas las Españas posibles, de la España castiza, taurina y popular a la España negra; de nuestro eterno majismo a las élites cultas o las aspiraciones burguesas, el afán de libertad o la inteligencia española del afecto. Retratistas de la historia, Goya y Galdós nos cuentan España y, al contárnosla, demuestran que España no es un cuento. Hay entre ellos pasadizos significativos, una corriente que une las luces de Goya con la visión liberal y compasiva de Galdós. Como cantaría Cernuda -exiliado igual que Goya- pensando en Galdós, hay en ambos el ideal de una España «tolerante de lealtad contraria», a la que ambos tuvieron que retratar, sin embargo, en sus momentos más amargos: «Heroica viviendo, heroica luchando / por un futuro que era el suyo». Va en su honor, y en lección de todos, que lo hicieran «con fe que a decepción nunca cedía».

Ignacio Peyró es director del Instituto Cervantes en Londres.

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