Gallarda por Moncho Alpuente

Si yo tuviera una pizca del ingenio satírico que él derrochó, hubiera titulado este artículo: “Ha muerto Moncho Alpuente. Lo mató Esperanza Aguirre de un infarto inducido al imaginarla alcaldesa de Madrid”. Para una inmensa minoría del Madrid rebelde, la señora Aguirre, noble y patricia y arrogante, representa todo lo que esa plaza dura tiene de soberbia, incultura y frivolidad castiza: “¿Quién es Sara Mago?”, aseguraban que preguntó. Sólo Moncho era capaz de tal homenaje a don José Saramago.

La verdad es que Ramón Mas Alpuente falleció el sábado de un infarto en una cama de Las Palmas, de buena mañana, en la entrevela del sueño el mismo día que su incansable mujer, Chari Vallejo, canaria, cumplía su 60.º aniversario. Con Moncho Alpuente se va una parte muy importante de lo que fue nuestra historia, la de verdad, la que no aparece en los manuales.

¿Dedicarle una pavana? Es danza de quietud y evocación tranquila. Lo tradujo Ravel en esa pieza hermosa hasta la emoción de la Pavana para una infanta difunta. La enteca figura del músico no tenía nada que ver con la personalidad exultante y divertida de Moncho Alpuente, uno de esos hombres capaces de convertir un funeral en una fiesta de Fin de Año, sin necesidad de cambiar las flores y utilizando vajilla de plástico.

Era un mago. De los amigos antiguos quizá fuera el que más he admirado y se lo dije: “Siempre creí que serías nuestro Orson Welles”. Y se reía con una sonrisa sardónica, que es la que tienen los magos pobres, que sobreviven de actuaciones donde apenas te pagan los gastos. Fue necesario que me hiciera mayor para descubrir que para ser Orson Welles no sólo se necesita talento sino también ejercer de hijo de la gran puta; genial, eso sí. Moncho Alpuente tenía un punto débil para devenir gran figura y vivir de ello: era una buena persona. Y la reputación de las buenas personas sólo se aprecia cuando esparcen sus cenizas.

Tenía que ser una gallarda. De las danzas renacentistas es tan audaz, tan audaz, que hasta en el lenguaje golfo de los cultos de hoy se utiliza como sinónimo del placer sexual solitario. Según los eruditos la audacia de los movimientos convertían la gallarda en un baile atrevido, porque el varón agarraba a la mujer, pegada a él, y le hacía dar casi un círculo en el aire, y eso exigía, además de fuerza y audacia, un notable desdén a los convencionalismos para una dama en tiempo de penumbra. ¡Una gallarda!

Traté poco a Moncho Alpuente y a sus Madres del Cordero allá por el 68 del pasado siglo. Eran la hostia y querían alcanzar la rehostia, o lo que es lo mismo, representar sus obras, sus canciones, sus escenas brechtianas sobre la miseria de aquellos años sórdidos. Formaban parte de la tribu que lo sabía todo de lo que nacía en la música popular y radical, la generación postChicho (Sánchez Ferlosio). Allí estaban Antonio Gómez, objetor, prisión militar, periodista; García Pelayo, gran comunicador que descubrió tarde su mano para el póquer internacional; Hilario Camacho, profesor de instituto y suicida en depresión de largo ciclo. Y otros personajes, fascinantes y olvidados, que si me pusiera a retratar ahora afectaría a mi cada vez más deteriorado disco duro de la memoria, y descojonaría el marco de este artículo.

La ambición de un músico decente entonces se llamaba ¡Tábano! Había que ser consciente de nuestra condición de mosquitos frente a aquel Elefante que ni se moría ni dejaba vivir. Podría reconstruir lo que significó Castañuela 70, la gracia de sal gruesa junto a la audacia de unos tipos que hacían algo que tenía el mismo valor que el teatro de cabaret bajo la Alemania nazificada. No recuerdo si fue en el teatro de la Comedia madrileño, aquel lugar señero donde tantos acontecimientos históricos vieron la luz, grandes mítines fundacionales radicales y falangistas, que también jugaban a serlo. No me acuerdo del sitio, lo que sí tengo fijo en mi memoria es la satisfacción de un momento de libertad, de ironía, de gracia. Moncho Alpuente y los “Tábanos”, radicalísimos en la protesta y sin apenas relación con los comunistas de entonces; nosotros éramos “revisionistas social traidores”. Estaban más cercanos al FRAP (maoista, corriente albanesa). Hoy hablar del FRAP es más exótico que referirse a la masonería.

Moncho Alpuente estaba allí. Recuerdo a su mujer de entonces, Carmina Fort, un discreto amasijo de huesos entusiastas, y tengo vívida en mi memoria una cena en su buhardilla de la calle del Pez, donde asistí a uno de los espectáculos culturales más surrealistas de mi vida. La entrevista en Televisión Española de Joaquín Soler Serrano, un periodista tan poco empático que parecía tartamudo, y que le hacía preguntas bobas al novelista Julio Cortázar. La aplicación del método Ollendorf a la televisión; entre las preguntas y las respuestas no había ninguna relación y nos desternillábamos de risa porque tanto el entrevistador, siguiendo el papel pautado sin el cual era hombre al agua, y el entrevistado, que expresaba lo que se le iba ocurriendo, conformaban un espectáculo magistral, de gran teatro, del mejor Beckett.

Nos echaron juntos de la revista Opinión, un engendro que había inventado el viejo editor Lara para promocionar la figura de Pío Cabanillas y que empezó contratando a un fabuloso barbián de Mallorca, ahora condenado por chorizo junto al expresidente balear Matas, del que lo único que recuerdo era que fumaba en pipa y consideraba que una revista no podía publicar un texto donde figuraran las palabras orgasmo y clítoris (se trataba del famoso Informe Hite sobre la sexualidad femenina). “¡Qué diría mamá!”, exclamó, lectora atenta de la revista de su hijo. Nos echaron a comienzos de 1977, en la llamada belle époque de la Transición.

Entonces Alpuente era un valor seguro, un tipo con garra y contactos, y yo un pringao que salía de unos años de clandestinidad a los que cubría con los recursos más alucinantes. El pasado se había convertido en un ejercicio de marquetería, como si tratáramos entre profesionales del afeite y las antigüedades. Sin Moncho Alpuente no hubiera logrado penetrar en el mundo del periodismo oficial. El me llevó a El País, donde ejercía de virrey Martín Prieto, gorra guevarista y tono de Sierra Maestra, y un director –entonces había dos–, Darío Valcárcel, quería los trabajos que yo le ofrecí, pero no para ser publicados, aunque garantizaba un buen pago. Acabé en Diario 16, que publicaban y pagaban, hasta que dejaron de hacerlo sin humillar a los autores.

Pero él siguió. El que estaba llamado a ser nuestro Orson Welles se fue deteriorando conforme pasaba el tiempo, y las empresas, liberales ellas y demócratas por encima de cualquier otra consideración, se lo fueron poniendo difícil. Unas porque quebraban y otras porque le quebraban. Los años ochenta avanzados de la llamada movida le pillaron de lleno y ejerció de veterano entre unos pijos y pijas que estaban por otra cosa. ¡La fama! Qué tenía él que ver con Alaska, Los Pegamoides y la familia Almodóvar. Nada, salvo que había nacido en Malasaña, un barrio castizo del Madrid derrotado que se convirtió en capital de una época estúpida que se benefició de la impostura institucional. El PSOE era el rey de la cultura ilustrada y de los modelnos que se habían depilado hasta el sobaco para huir del sudor que regala el polvo de la dehesa.

Malos años, los últimos de Moncho Alpuente. Los cofrades se instalaron y él seguía trabajando a destajo en la ironía. Sobrevivir en el mundo de la fauna mediática exige un gran culo. Nada que ver con imágenes eróticas y violaciones gananciosas; aparquen aviesos pensamientos. Un gran culo significa saber sentarse junto al sillón de los que ganan. Un gran culo para depositarlo vecino al poder. Moncho Alpuente no lo tenía, ni lo quería. Sólo talento. Murió de un infarto a los 65 años. Orson Welles lo hizo a los 70. No es una diferencia de grado, sino de país. Países pequeños, culos grandes.

Gregorio Morán

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