Gálvez contra La Fayette

De acuerdo con ciertas encuestas, la cota de popularidad de Estados Unidos en España es de las más bajas que se registran entre las naciones europeas. Y por lo que respecta a aquel país, aunque no existan encuestas recíprocas sobre la imagen de España, lo cierto es que muchos ciudadanos siguen confundiendo a nuestro país con alguna pequeña república caribeña. Pensando que la relación entre ambas naciones ha tenido muchos altibajos -y quizás en estos momentos nos encontramos en uno de los bajos-, resulta curioso que ni en EEUU ni en España nos hayamos preocupado por divulgar el hecho más positivo de nuestra Historia común: la ayuda del Gobierno de Carlos III a las colonias rebeldes, que fue un factor decisivo para ganar su guerra contra Inglaterra y convertirse en un nuevo Estado.

En Estados Unidos sí se reconoce, en cambio, la ayuda prestada por Francia a la Guerra de la Independencia, y entre los protagonistas del conflicto, el más popular es, sin duda, el Marqués de La Fayette, que consiguió de alguna forma impresionar al inconsciente colectivo americano. Mientras que nuestro Bernardo de Gálvez, que dio una corrida en pelo a los ingleses en toda la cuenca del Misisipí y conquistó las dos Floridas, apenas si es recordado fuera de su Macharaviaya natal. La estatua que se erigió en Washington al triunfador de Pensacola en 1976 junto al Departamento de Estado está semioculta por la hojarasca y sólo paran por allí los gorriones que dejan su cálido recuerdo sobre la casaca de bronce del general malagueño.

Algunos españoles pensarán que nuestros ilustrados quizás fueron demasiado generosos al ayudar financiera y militarmente a unos revolucionarios que pronto descubrirían la dinámica de las grandes operaciones inmobiliarias, como fueron la compra de los antiguos territorios españoles de la Luisiana y la Florida a precios irrisorios. Y apenas habíamos cedido a los Estados Unidos nuestras posesiones en la América Septentrional, cuando la joven nación se volvió contra la República Mexicana, quedándose de la noche a la mañana con dos tercios del territorio que habían recibido de la Corona española. Seguramente aquellos hechos y otros más recientes han traído como secuela la impopularidad de una nación creada sobre un admirable sistema de derechos y libertades que después no aplicaría a sus relaciones con los estados vecinos, al prevalecer sus tendencias expansionistas y predatorias. Pero, sin intentar defender lo indefendible, me resulta algo extraño que, cuando uno oye hablar de estas cosas a algunos españoles, parece como si el hundimiento del Maine hubiese ocurrido anteayer, como si la bomba de Hiroshima hubiese explotado en Palomares y la base de Guantánamo estuviese cerca del Mar Menor.

Por ello resulta interesante destacar que ha correspondido a una institución de la sociedad civil, la Fundación Consejo España-Estados Unidos, la iniciativa de ir a contar y divulgar en EEUU la historia de la ayuda española a la Guerra de la Independencia; y nada menos que de la mano de la prestigiosa Smithsonian Institution -la única institución cultural de ese país financiada mayoritariamente con fondos federales- cuya National Portrait Gallery ofrece al público una exposición y un seminario que ayudarán a sacar del olvido la contribución española a la formación de ese país.

Desde el pasado jueves hasta febrero del 2008, la National Portrait Gallery acoge la exposición titulada Legado: España y los Estados Unidos en la era de la Independencia (1763-1848), que muestra los retratos de los protagonistas de aquella gesta compartida por españoles y americanos y escasamente conocida a ambos lados del Atlántico. Más de 200 años después de aquellos acontecimientos, bajo el techo de un museo dedicado a preservar la historia de esa República, se pueden ver las efigies de Carlos III y George Washington, de Benjamin Franklin y del Conde de Aranda, de Pedro Rodríguez de Campomanes y de Thomas Jefferson. Algunos de estos personajes llegaron a conocerse, como Franklin, que fue el primer embajador en España; él nunca visitó nuestro país, pero en cambio mantuvo una estrecha relación con su homólogo en París, el Conde de Aranda -acérrimo defensor de la causa de los patriotas americanos- y se carteó con Campomanes y hasta con el Infante Gabriel, un hijo de Carlos III aficionado a la música. Hablando de música, lo que permitió crear una sintonía positiva entre los reformistas españoles y los revolucionarios americanos -aparte de la común rivalidad contra Inglaterra- fue precisamente el sustrato de las ideas de la Ilustración, que propugnaba un respeto hacia ideales compartidos de progreso, justicia y libertad.

Coincidiendo con la apertura al público de la exposición, la National Portrait Gallery también acoge un simposio titulado La contribución española a la independencia de los EEUU: entre la Reforma y la Revolución (1763-1848), para analizar la compleja urdimbre de relaciones diplomáticas, políticas y financieras de aquel periodo, y en el que participarán especialistas de Estados Unidos, México, España y el Reino Unido. El seminario está estructurado en ponencias cortas, para permitir largas sesiones de debate, pues se trata de valorar y comentar ante un público variado acontecimientos que tienen no sólo un contenido científico, sino una carga política y social, como los cambios de fronteras subsiguientes a la guerra de Independencia o los contrastes entre la cultura hispana y la anglosajona. No podemos olvidar que en este momento 40 millones de ciudadanos estadounidenses de habla hispana son originarios de repúblicas latinoamericanas que en la etapa histórica de que hablamos formaban aún parte de los dominios de España.

La agregaduría cultural francesa en Washington ha organizado también un coloquio titulado: El Marqués de La Fayette y el espíritu de la Revolución, para reavivar una vez más el recuerdo de aquel aventurero francés que, como describía el Conde de Fernán-Núñez, buen conocedor de la sociedad parisina de la época: «Aunque con edad de 20 años, tenía una imaginación exaltada, valor, serenidad de espíritu y una ambición desmesurada». La coincidencia en las fechas de ambos eventos culturales no responde evidentemente al azar, lo que, lejos de molestarme, me produce una cierta envidia y admiración. Creo que si los franceses tuvieran el filón cultural que constituye la numerosa población de habla española en Estados Unidos, y el magnífico instrumento del acerbo cultural hispano aún presente en gran parte del Sudoeste americano, cada tercer edificio en esa zona sería un centro cultural francés. Mientras que nuestro país, que colonizó dos tercios de los actuales Estados Unidos, sólo tiene tres Institutos Cervantes en todo ese inmenso territorio: en Nueva York, Chicago y Alburquerque.

Yo no puedo sentirme antiamericano porque considero que parte de los rasgos culturales de grandes regiones de EEUU tienen su origen en España, y me resulta difícil odiar lo que forma parte de mi propia herencia cultural. Nunca me he sentido más español que al adentrarme en los pequeños pueblecitos de las montañas al Norte de Santa Fe (Nuevo México) y encontrar allí -como congeladas en una cápsula del tiempo- antiguas tradiciones religiosas, costumbres y elementos de cultura material que ya se han perdido en España y que aquellas gentes conservan milagrosamente en un entorno mayoritariamente anglosajón.

Y la bronca más entrañable que he recibido en mi vida profesional se la debo a doña Concha Ortiz y Pino, hispana de Nuevo México de porte distinguido y una nariz aguileña que traiciona su ascendencia semítica y con un moño de pelo negrísimo, a pesar de su edad algo avanzada. Me encontré con aquella señora cuando, siendo cónsul en Los Angeles, me mandaron como representante español a una ceremonia que se celebraba cerca de Santa Fe en un lugar llamado Rancho de las Golondrinas, que había sido antes un paraje de la antigua conducta o caravana que en tiempos coloniales llevaba mercancías entre la capital de Nuevo México y el Viejo México. Después me enteré de que doña Concha -como todo el mundo la llamaba allí- era descendiente de don Pedro Baptista Pino, delegado de Nuevo México a las Cortes de Cádiz en 1812, lo que tampoco me sorprendió, pues aquella mujer se había vestido para la ocasión como una maja gaditana. Tras darme la bienvenida al acto, en un discurso cargado de emoción y perfectamente modulado en un español algo arcaico -doña Concha había sido presidenta de la Asamblea Estatal de Nuevo México- me vino a decir que tenía sumo gusto en recibir en Nuevo México a un representante de España, especialmente considerando que nuestro país había abandonado a los «españoles» de esa zona durante más de 300 años.

No podría decir si lo que me ha impulsado a organizar los eventos de Washington ha sido mi interés por la objetividad histórica o mi temor de que doña Concha me vuelva a echar otra bronca, si es que nos encontramos en otra ocasión. Pero pienso que los empresarios españoles que forman parte de la Fundación Consejo España-EEUU y que han financiado estos encuentros -con la ayuda de otras instituciones de la Administración española-, no se habrán interesado por este proyecto sólo en aras de la objetividad histórica ni por el celo patriótico, motivos por otro lado sumamente respetables. Como grandes hombres de empresa, saben que el éxito o el fracaso de un proyecto económico de envergadura -y varios de ellos lo tienen en EEUU- no sólo depende de la calidad del producto o de la excelencia de la oferta técnica, sino que a veces juegan en ese mundo muy competitivo aspectos intangibles y cuestiones de imagen; y para los empresarios americanos no es un hecho baladí el que España tuviese una participación importante en la formación de su nación ni que 40 millones de ciudadanos estadounidenses hablen nuestra lengua.

Siempre he creído que la diferencia de 10 o 15 dólares entre un buen vino de Rioja y un Burdeos mediocre que se paga en un restaurante neoyorquino -en favor del Burdeos- está de alguna forma relacionada con la imagen respectiva de Francia y de España en EEUU. Y, en definitiva, con el hecho de que La Fayette sea un personaje conocido en el país y Bernardo de Gálvez sea prácticamente un desconocido.

Eduardo Garrigues, escritor, diplomático y consejero para Asuntos Hispanos del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es comisario de la exposición de la National Portrait Gallery sobre España y EEUU.