Ganar el futuro a través de la ciencia

Además de la historia, al menos dos cosas nos unen a los países hispanoamericanos: el idioma, por supuesto, y unas contribuciones a la ciencia que no se corresponden con una comunidad formada por algo más de 400 millones de personas con una larga historia a sus espaldas. Y la ciencia es importante, muy importante. Lo es ahora, en este mundo globalizado y tecnificado, pero lo era también en el pasado. Como manifestó en octubre de 1954 uno de los grandes científicos hispanoamericanos, el médico y fisiólogo argentino, Premio Nobel de Medicina en 1947, Bernardo Houssay: “El desarrollo científico es condición de libertad, sin él se cae en el colonialismo político, económico y cultural; además se vive en la pobreza, ignorancia, enfermedad y atraso. Estamos en una era científica y la ciencia es cada vez más importante en la sociedad y rinde más y mejores frutos. Es indispensable su cultivo para que un país tenga bienestar, riqueza, poder y aun independencia”.

Un repaso a la lista de los Premios Nobel de Ciencias (Física, Química, Medicina o Fisiología) muestra que los nobeleles que tuvieron como lengua materna el castellano son: nuestro Santiago Ramón y Cajal (Medicina, 1906), el citado Bernardo Houssay, Severo Ochoa (Medicina, 1959; español), Luis Federico Leloir (Química, 1970; argentino), Baruj Benecerraf (Medicina, 1980; venezolano), César Milstein (Medicina, 1984, argentino) y Mario Molina (Química, 1995; mexicano). Siete en total; no muchos, pero en realidad la cifra es engañosa y exagerada: Ochoa, Leloir, Benecerraf y Molina obtuvieron el galardón por trabajos realizados en Estados Unidos, país cuya nacionalidad adoptaron, salvo Leloir; y las investigaciones de Milstein se llevaron a cabo en Inglaterra, nación de la que terminó siendo súbdito. Dos son las conclusiones posibles: los hijos de España e Hispanoamérica son capaces de logros originales y notables en ciencia, pero suelen conseguirlos como exiliados científicos de sus patrias de origen, razón ésta que acaso explique el por qué no han sido, en cualquier caso, muy numerosos esos grandes científicos. Frente a esos siete nobeles de Ciencias, once obtuvieron el Nobel de Literatura escribiendo en nuestra lengua, y cinco el de la Paz. De la Paz, para ciudadanos de naciones que tantas asonadas y regímenes dictatoriales padecieron (acaso por eso mismo valoremos —algunos al menos— tanto la paz). No veamos, eso sí, inferioridades “raciales” sino de medios y de culturas, como revelan los porcentajes del PIB para I+D; según los Índices Estadísticos de la UNESCO (julio de 2011), éstos se distribuyen de la siguiente manera (obviamente existen diferencias notables dentro de las áreas geográficas elegidas): 2,6% en Norteamérica, 0,6% en Latinoamérica y el Caribe, 1,6 en Europa, 0,4% en África, 1,6% en Asia y 1,9% en Oceanía.

Estamos, por consiguiente, España y las naciones de Hispanoamérica, no sólo hermanados por la lengua sino también por la ciencia, o mejor por no haber logrado demasiados logros de alta distinción en ella. Durante las dos últimas décadas, la Real Academia Española ha intentado reforzar la comunidad lingüística que nos une, con una política que sin duda intensificará a partir de ahora, en un ámbito más amplio, el Instituto Cervantes bajo la dirección de Víctor García de la Concha. Ahora bien, siendo importante la lengua no lo es, en los sentidos que señalaba Houssay en la cita precedente, tanto como la ciencia. Lo que quiero sugerir aquí es que España proponga y lidere un proyecto de cooperación en investigación científica con las naciones hispanoamericanas (incluyendo también, si se cree conveniente, Brasil y Portugal). Un proyecto de colaboración en pie de igualdad, sin pretender ocupar una posición preferente, pretensión, por otra parte, que no se correspondería con la situación actual en todos los casos (Argentina, por ejemplo, aventaja a España en esfuerzos en I+D, y México en una nación con un gran potencial). No se trata que España descuide —no digamos ya abandonar— los caminos científicos que mantiene en la actualidad en Europa o en otros centros de élite, sino que haga de la colaboración científica hispanoamericana un proyecto preferente. ¿Por qué? En primer lugar, porque reforzar las relaciones, en el ámbito que sea, con Hispanoamérica no hará sino mejorar la posición internacional de España. Y para reforzar esas relaciones no basta ya con el argumento de la historia y de una lengua común. Vivimos en un mundo que necesita más que eso para mantener alianzas. Historia y lengua no son suficientes ya para mantener relaciones preferentes con naciones con regímenes como los que hoy existen en, por ejemplo, la Venezuela de Chávez, la Cuba de los Castro, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Correa o la Argentina de Fernández de Kirchner. Seguramente no sirven en ningún caso. Nos quejamos estos días —con razón y legitimidad— del atropello que el gobierno argentino ha llevado a cabo con REPSOL, y nos preocupa lo que puede suceder en el futuro, en ese país o en otros, con empresas españolas en Hispanoamérica. No estaría mal, sin embargo, ayudar a que no se nos vea en las naciones hermanas del otro lado del Atlántico como tanto tiempo se nos vio: una nación que ve a Hispanoamérica como un extenso y rentable mercado.

Un proyecto como este podría tener otro efecto positivo para España. Se trataría en mi opinión de seleccionar como campos de investigación comunes no cualquiera que forme parte del casi inabarcable dominio de la ciencia, sino sólo o preferentemente aquellos de los que quepa esperar con cierta rapidez retornos socioeconómicos; campos como, acaso, los vinculados al medio ambiente, combustibles, energías alternativas, medicina, química o comunicaciones. El efecto positivo para España al que me refería tiene que ver con hacer hincapié en el valor de programas específicos de investigación y desarrollo, asociados a necesidades socioeconómicas concretas. No ignoro que la ciencia es un complejo edificio, que puede sufrir cuando se limita la posibilidad de cultivar cualquier área. Pero tampoco desconozco que en países como España puede ser necesario elegir y hacerlo teniendo en cuenta aquellos campos más rentables (Japón lo hizo desde finales del siglo XIX, y no le fue mal), más aún en la actual coyuntura en la que tantas limitaciones se nos está imponiendo. Es absolutamente cierto que el apoyo público a la ciencia no ha sido ni todo lo constante ni todo lo firme que una nación como España exige, pero no lo es menos que en las más de tres décadas que llevamos de democracia, y aunque la calidad de la ciencia española haya mejorado notablemente, su grado de excelencia (el que realmente genera poder socioeconómico) no nos permite codearnos con los grandes países de la ciencia. Hemos avanzado, sí, pero ¿ha disminuido la distancia relativa que nos separa de ellos? Una distancia relativa que no se mide necesariamente en los denominados “índices de impacto”.

El próximo mes de noviembre se celebrará en Cádiz una nueva Cumbre Iberoamericana. No estaría mal que España introdujera en la agenda de esa reunión la posibilidad de aunar esfuerzos en investigación científica. No sólo constituiría una buena apuesta de futuro, también sería, simbólicamente, un justo homenaje a las ideas que animaron a los diputados españoles e hispanoamericanos que elaboraron en aquella noble ciudad la Constitución de 1812, una constitución que miraba al futuro de una manera más igualitaria de cómo habían sido en el pasado las relaciones entre España e Hispanoamérica. Además, y ahora que tanto hablamos del papel de la monarquía española, tal vez convendría involucrar en semejante proyecto al príncipe Felipe; sería una forma de asociarlo con una iniciativa que seguramente pueden comprender mejor los más jóvenes, porque de ellos, no lo olvidemos, es el futuro, un futuro que no se lee en los libros de historia sino en lugares como los laboratorios de investigación.

Refiriéndose a los pueblos de Iberoamérica, en el discurso que pronunció el 29 de noviembre de 1985 en el II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, el gran Gabriel García Márquez clamó contra la falta de una educación en la ciencia que lastraba el futuro de Iberoamérica: “Medio mundo celebrará el amanecer del año 2001 como una culminación milenaria, mientras nosotros empezamos apenas a vislumbrar los beneficios de la revolución industrial… los desmanes telúricos, los cataclismos políticos y sociales, las urgencias inmediatas de la vida diaria, de las dependencias de toda índole, de la pobreza y la injusticia, no nos han dejado mucho tiempo para asimilar las lecciones del pasado ni pensar en el futuro”.

Ya va siendo hora de cambiar ese futuro, tantas veces, tantos años, ajeno a la ciencia. España puede ayudar, y ayudarse ella al mismo tiempo.

José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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