Ganar y perder en el nuevo peronismo

“El miércoles llenemos la Plaza de Mayo y celebremos este triunfo como corresponde”. La declaración semi eufórica que el presidente Alberto Fernández realizó la noche del domingo en el búnker de la coalición gubernamental del Frente de Todos marca en buena medida el nivel de la crisis interna del peronismo gobernante. La perdida del control del Senado por primera vez desde 1983, los 8,9 puntos de diferencia a nivel nacional con la coalición opositora de Juntos por el Cambio, e incluso la novedad de la irrupción del fenómeno libertario –un nuevo espacio político en la derecha argentina que disputa de manera directa dos conceptos caros al kirchnerismo histórico, la “juventud” y la “rebeldía”- configuran un escenario de derrota integral para el oficialismo que se extiende desde la demografía hasta la ideología. ¿Qué fue del peronismo hegemónico y de mayorías, el Partido del Orden argentino, el gran organizador de la vida nacional y el centro vertebrador de su sistema político?

Para un movimiento que siempre asumió para si mismo un cierto “bilardismo” político –metáfora futbolística que remite a un pragmatismo a prueba de balas y una orientación nítida a priorizar el triunfo por sobre el jogo bonito- esta celebración de una derrota podría resultar, a priori, una gran novedad. Y, sin embargo, no lo es tanto. Se trata más bien de la consecuencia lógica de una transformación interna que lleva casi una década y que cimentó, bajo el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner, una mutación radical en el ethos peronista.

“El que gana conduce y el que pierde acompaña” es una vieja máxima de la política argentina que el peronismo adoptó para si. Implicaba en la práctica un método de transición para sus jefaturas en un movimiento que siempre se organizó mejor en torno a liderazgos –y a la interpretación que estos podían hacer de su presente histórico- antes que a rígidos esquemas programáticos o ideológicos. A falta de “dedazo” –como llamaban en México al esquema sucesorio del PRI- de las purgas de palacio típicas del centralismo democrático leninista de los Partidos Comunistas y afines, y en la ausencia de un mecanismo más o menos formal para procesar las sucesiones, el peronismo pasaba de etapa y de pantalla neutralizando o liquidando, en la práctica, el liderazgo anterior. Esta fue en general la norma después de la muerte de Perón en 1974: así sucedió con Menem contra Cafiero en 1988 –el único que disputó una interna partidaria formal- con Duhalde contra Menem en el 2002-2003 y con Kirchner contra Duhalde en el 2005. Liderazgos nuevos que se construían sobre la jubilación anticipada –o la cabeza en una pica- del líder anterior.

Luego de la muerte de Néstor Kirchner en 2010 este esquema parece haber cambiado fundamentalmente. Tras el resultado histórico en su reelección de 2011 –un impresionante 54%-, Cristina Fernández de Kirchner se propuso modificar de raíz algunos de los preceptos clásicos del viejo movimiento. Se trataba, en la práctica, de construir una minoría permanente dentro del cuerpo peronista, con ideología, símbolos e historiografía propias, ubicado mas nítidamente a la izquierda y heredero de la tradición revolucionaria de la generación setentista argentina, devenida en cultura de centroizquierdas. La operación política se completaba con el paso a degüello de otra generación política peronista, la de los “hijos del menemismo”, y el entronamiento de una nueva, hija de la crisis argentina del 2001, y deudora completamente de su poder a la nueva jefatura cristinista. La construcción acelerada de una nueva elite política.

Paradojas de la Historia. Hacia adentro del movimiento peronista, este plan resulto ser un éxito rotundo: el kirchnerismo logró sobrevivir ante las derrotas frente a las cuales sus antecesores –el menemismo, el duhaldismo- sucumbieron. Ahora, el que pierde sigue conduciendo y jubilar no se jubila nadie. En términos de liderazgo, sus rivales internos –Sergio Massa, el actual presidente de la Cámara de Diputados, fue sin dudas el mas relevante- lograron limitarla y frenarla, pero nunca sustituirla. Pero lo que este peronismo ganó en “monolitismo” ideológico y cultural hacia adentro, lo perdió en crecimiento electoral y territorial hacia fuera. Desde el 2011 en adelante, el kichnerismo perdió las elecciones de 2013 –ante su actual aliado Sergio Massa- en 2015 –encarnado en la formula presidencial de Daniel Scioli frente a Mauricio Macri- y en 2017, donde la propia Cristina fue derrotada por el macrismo en las elecciones legislativas. Un sendero de fracasos electorales que solo fue revertido en 2019 con la concreción de la unidad peronista, ejecutada por la misma Cristina con la mayor parte de sus viejos rivales internos, en un gesto que revelaba a la vez su genio político y las limitaciones evidentes de su propio paradigma. Y un proceso -este de un peronismo que abandona el centro y se lo regala a sus adversarios- que explica en buena medida el crecimiento simétrico de la coalición rival en el mismo lapso de tiempo.

El peronismo solo volvió a ganar cuando revirtió explícitamente este modelo de construcción política. A pesar de esto, el gobierno de Alberto Fernández no pudo, no quiso o no supo cristalizar este formato electoral en una nueva coalición social, cultural y política que pudiese sacar al viejo movimiento de esta encerrona histórica. El resultado es un retorno rápido a la geografía, a la sociología y al método del cristinismo, y, en consecuencia, a sus derrotas electorales. Quizás lo que quede entonces sea empezar a festejarlas.

Pablo Touzon es politólogo y director de la Consultora Escenario.

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